Esta noche dime que me quieres (32 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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—Pero venga, ¡cómo tardas! Muévete, que ya están subiendo.

Así que se sentaron en el salón y pusieron la tele. Justo en el momento en que entraban los padres.

—¿Olimpia? ¿Estás en casa? ¿Eres tú?

—Sí, mamá, estamos en el salón.

Tancredi se levantó cuando llegaron los padres.

—Buenas noches…

—Ah, hola, Tancredi.

—Hola.

Giorgio, el padre de Olimpia, le sonrió.

—Pero ¿no estás viendo el partido?

Tancredi se excusó.

—Sí, estaba cambiando de canal. Pero ahora tengo que irme a casa, porque tengo que ir a una fiesta más tarde.

—Ah, sí, es verdad. Esta noche es la fiesta del decimoctavo cumpleaños de tu amiga Guendalina. —El padre de Olimpia miró el reloj—. Tendréis que daros prisa.

—Sí, sí; de hecho, ya me iba. Hasta pronto, señora. Buenas noches.

Tancredi ya estaba a punto de salir del salón, pero, al meter la mano en el bolsillo para sacar las llaves del coche, se le cayó un calcetín. Antes de que el padre pudiera recogerlo, Olimpia lo atrapó al vuelo.

—Tu pañuelo… Te acompaño.

Y se fueron hacia la cocina.

Giorgio miró a su mujer.

—Pero ¿eso era un pañuelo?

—Sí, fingiremos que sí; como que nos creemos que estaban viendo la tele.

Tancredi y Olimpia se dieron un beso en la puerta.

—Qué vergüenza, tu padre ha estado a punto de recoger el calcetín.

—Eh… Como siempre, te he salvado… ¡Si no fuera por mí!

Lo empujó afuera.

Tancredi se volvió hacia ella.

—Pero ¿crees que se han dado cuenta?

—Qué va… Se lo tragan todo.

Tancredi sonrió.

—De acuerdo, nos vemos dentro de un rato. Y vacía la bañera.

—Sí, hasta luego. No llegues muy tarde.

—No. —Entonces se volvió una última vez y le sonrió—. Pero luego seguimos donde lo hemos dejado, ¡eh! Me estaba gustando. En casa de Guendalina habrá bañera, ¿no?

—¡Márchate! —Y cerró la puerta.

Tancredi condujo su Porsche a toda prisa hasta su casa. Se desnudó, se metió debajo de la ducha y se secó en un momento. Se puso un traje oscuro y una camisa blanca, calcetines negros —que le provocaron una sonrisa al ponérselos— y luego se anudó unos Church's último modelo. Bajó corriendo, saltando los escalones de la casa de dos en dos, hasta que la encontró.

—Hola… —Claudine estaba quieta, de pie en la penumbra, apoyada contra la pared—. Estás aquí… Pensaba que estabas durmiendo.

—Te he oído llegar.

—Ah, perdona, te he despertado.

—No dormía.

—Mejor así, hermanita.

Le dio un beso en la mejilla. A continuación, antes de que saliera corriendo, ella lo detuvo.

—Tengo que hablar contigo.

—Hermanita, llego supertarde. ¿Podemos hablar mañana?

—No. —Se quedó callada y bajó la cabeza—. Ahora.

Entonces Tancredi le habló de una manera más tranquila, la escuchó, le arrancó una sonrisa y al final la convenció para que hablaran a la mañana siguiente. Luego salió corriendo de inmediato, subió al Porsche, arrancó, dio la vuelta a la plazoleta y, derrapando sobre la grava, se fue de la villa a toda velocidad.

Tancredi exhaló un largo suspiro y cerró el informe.

Aquella noche se lo pasaron bien en la fiesta. Encontraron un baño e hicieron el amor. Aunque no en la bañera, sino en el suelo, sobre una alfombra. Fue precioso. Miró de nuevo a Olimpia, su sonrisa, sus hijos. Se había casado con Francesco D'Onofrio, el mismo chico que él le había presentado a Claudine una tarde de verano, en la piscina. Pero a ella no le gustó. La vida es como un gran rompecabezas incompleto.

Entonces se acordó de una noche de hacía tiempo. Había hecho un puzle dificilísimo con su padre, Vittorio. Reproducía la
Mona Lisa
. Tardaron más de tres horas en hacerlo y, cuando casi estaba terminado, se dieron cuenta de que faltaba la última pieza, precisamente la que tenía que completar aquella célebre y misteriosa sonrisa. La estuvieron buscando por todas partes. Pero habían abierto la caja en aquella habitación y no se habían movido de allí. Entonces Tancredi vio que
Buck
, su golden retriever, movía la cola en una esquina del salón. Así que se le acercó.

—¡Mira quién la tenía! —La pieza que faltaba estaba allí, en la boca del animal. Se la quitó con facilidad y, a pesar de que estaba un poco mojada y masticada, pudo colocarla y completar así aquella sonrisa.

Sin embargo, hay piezas que no se sabe dónde han ido a parar y que nunca se encontrarán.

Después de aquella noche, no volvió a ver a Olimpia, no contestó a sus llamadas. Había querido verla aquel día, veinte años después. No era feliz. Exactamente como él desde entonces.

—Arranca, Gregorio. —El coche se movió lentamente y en seguida se mezcló con el tráfico de Turín.

Tancredi miraba en silencio por la ventanilla mientras perseguía quién sabe qué otro recuerdo. Savini lo miró por el espejo retrovisor. Decidió que era el momento de decírselo:

—Puede que haya encontrado una solución.

29

—¿Sabes cuántas cosas bonitas hay en la vida?

—Muchísimas, pero no por ello tienes que hacerlas todas.

Lavinia la miró en silencio.

Sofia le sonrió y continuó:

—No puedes aceptar mi punto de vista, ¿eh? —Buscó algo que pudiera ayudarla, un ejemplo que de algún modo le hiciera comprender—: Eso es. Mírame a mí con la música. Mi pasión era tocar el piano, y todavía lo es, pero ya no lo hago. A veces, cuando estoy sola, cuando el último alumno ya se ha marchado, ¿crees que no me entran ganas de poner las manos en el teclado? —Hizo una pausa—. Pero me aguanto, a pesar de que estoy muy enamorada de Bach, de Mozart, de Chopin, de Rach… Pero ninguno de ellos hará que engañe a la persona que va en primer lugar.

Aquella vez pareció que Lavinia lo había entendido.

—¿Andrea?

Sofia le sonrió y sacudió la cabeza.

—No, yo misma. Mi promesa. Y el dolor, el echarla tanto de menos, no hace que la ame menos… Al contrario: creo que mi amor por la música ha crecido todavía más. Todos los días rezo por poder volver a tocar…

Lavinia respiró profundamente, muy profundamente.

—Sofia, me rindo. No te entiendo. Si hay una cosa que me gusta mucho, si como dices tú la quiero, ¿cómo no voy a vivirla? No tiene sentido, es como renunciar a vivir. —Su amiga hizo un gesto de negación con la cabeza, derrotada. Nada. No había conseguido convencerla. «Cada uno tiene su sensibilidad. Tal vez yo tampoco sea capaz de entender del todo el placer que ella experimenta con esa historia, sus ansias de libertad, que son tan grandes que incluso la hacen renunciar a su compromiso de mujer casada…» En aquel momento fue Lavinia quien sonrió—. Piensas que no te entiendo, ¿verdad? Es posible… —Se encogió de hombros—. Pero también he pensado otra cosa: puede que no te guste tanto tocar; de no ser así, en ningún caso, nunca, por nada del mundo, por ninguna promesa, habrías renunciado a ello. Yo ahora me siento tan viva como hacía años que no lo estaba. En cambio, cuando regreso a casa, me siento muerta, me parece estar engañando a mi corazón. Así es. Si estás enamorada, estás enamorada y punto, no hace falta darle tantas vueltas. Y ahora te diré algo que podría incluso parecer absurdo: soy tan feliz con esto que incluso me gustaría contárselo a Stefano, ¡te lo juro! Y no sabes cuántas veces he estado a así de poquito de hacerlo…

—Pero no lo has hecho. ¿Te has preguntado por qué?

—Sí, lo he pensado a menudo. Tal vez porque él se lo tomaría mal, no lo entendería… A veces dejo el teléfono sobre la mesa, y me levanto y me voy. Pero se lo dejo a propósito delante de las narices porque me gustaría que leyera los mensajes y viera lo que estoy viviendo.

—¡Pero, Lavinia, entonces habla con él! ¡Hazlo tú, sé valiente! ¿Por qué quieres dejarlo todo en manos de un teléfono móvil…? —Sofia se acordó de lo que le había dicho Andrea: Stefano ya había leído aquellos mensajes. Lo sabía todo. Se le había roto el corazón con aquellas palabras, con aquellas descripciones, con aquellas ganas hambrientas de jóvenes amantes distraídos a los que todo les daba igual—. ¿Y si ya los hubiera leído?

—Sí, ¿y hace como si nada? ¿No me habla de ello? ¿No se enfada como un loco? Entonces es que no me quiere.

—¿Y si lo hiciera precisamente porque te quiere muchísimo? Tal vez no te lo diga porque tenga miedo de perderte…

—A mí todos estos razonamientos me parecen demasiado complicados. Quiero a una persona, descubro que me engaña, monto una bronca y punto.

—Todos queremos de manera distinta. Quizá su amor sea más grande que nuestra capacidad de imaginarlo. Tal vez piense que sólo es una aventura y que se acabará…

Lavinia lo pensó un momento.

—Entonces es una buena complicación.

—Sí. —Aquello fue lo único sobre lo que las dos estuvieron completamente de acuerdo. Sofia se levantó del banco. Lavinia la detuvo—. Pero, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?

—¿Por qué me lo preguntas? Me haces gracia: siempre quieres saber qué haría yo y luego haces lo contrario.

Lavinia le sonrió.

—Está bien, haz un último esfuerzo. Venga, por favor…

—Sabes que nunca podría estar en tu lugar, ¿verdad?

—¡Sí, qué pesada! Imagínate que te despiertas y, debido a un extraño encantamiento, estás dentro de mi cuerpo, de mi mente y de mi corazón. Puedes tomar cualquier decisión por mí, ¿te va bien así?

—Sí, bueno… Pues lo primero que haría sería darme de bofetones.

Sofia se liberó de su mano.

—¡Eso no vale!

—De acuerdo… —Sofia empezó a correr poco a poco—. ¿Estás lista? Voy a darte la solución: déjalo.

Lavinia sonrió. Entonces, evidentemente, se le planteó una duda:

—Sí, pero ¿a cuál de los dos?

—Bueno, yo te he dado una solución. Ahora me estás pidiendo un milagro.

Un poco más tarde, al entrar en casa, encontró a Andrea en el salón.

Estaba revisando unos papeles que tenía esparcidos y desordenados sobre la mesa. Sonrió al verla.

—Hola, cariño…

Tenía el rostro lleno de felicidad, con una nueva luz, una alegría que no le había visto antes.

—Hola. —Sofia se le acercó, un poco intrigada, y lo besó mientras él recogía las hojas y se empujaba hacia delante con la silla de ruedas para llegar hasta los que estaban más lejos—. Espera, que te ayudo.

—No, no, ya puedo yo. Los pondré bien, quiero que veas una cosa…

Se movía con agilidad sobre aquellas ruedas; aquellos brazos fuertes, entrenados desde hacía años, lo llevaban de un lado a otro de la mesa. Una vez recogió todas las hojas, miró los números de las páginas y las fue ordenando. Después, cuando se aseguró de que había acabado, las golpeó dos veces sobre la mesa para que quedaran perfectamente alineadas.

—Ya está. Toma, mira.

Sofia se sentó en un sillón y empezó a leer.

Andrea acercó la silla y se colocó frente a ella, en silencio, con los brazos quietos sobre las piernas, la cara sonriente, en religiosa espera. Sofia leyó la primera página y después la segunda, hojeó las otras y finalmente lo miró sorprendida.

—No me lo puedo creer. Parece que han encontrado una solución.

Andrea asintió con un gesto. Tenía los ojos henchidos de lágrimas, pero consiguió aguantar. Le dio un fuerte impulso a las ruedas y se puso al lado del sillón de su esposa.

—Mira… —le señaló la segunda hoja—. Una operación quirúrgica que prevé la introducción de células estaminales dentro de la médula ósea, en la base de la espina dorsal, que devuelven la vida a los nervios y a los tejidos paralizados… ¿Lo ves? Aquí lo explica.

Sofia siguió leyendo. Entonces se detuvo:

—Sí, pero han hecho muy pocas intervenciones de este tipo.

—Y todas han salido perfectamente.

El entusiasmo de Andrea era increíble, como una nueva esperanza, la oportunidad de una segunda vida. Miró a Sofia con una expresión frágil, casi infantil, como diciendo: «Te lo ruego, déjame soñar, no pongas reparos. Tal vez no lo hagamos nunca, pero déjame soñar, al menos eso.»

Y Sofia, al verlo así, sintió que se le encogía el corazón. Continuó leyendo hasta que se le nubló la vista. Veía las líneas desenfocadas y el labio inferior empezó a temblarle. Las primeras lágrimas comenzaron a caer, silenciosas, una tras otra, como un río crecido que hubiera estado demasiado tiempo contenido en la presa. Andrea se dio cuenta, así que le pasó el brazo por detrás de la espalda y la estrechó contra sí. Sofia escondió la cabeza en el hombro de su marido y empezó a sollozar. Él sonrió y apoyó la cabeza sobre la de ella.

—Si te pones así, no te cuento nada más… Cariño, no llores. ¡No sabes el tiempo que hace que quería hablarte de ello y tú me haces esto!

Se echó a reír al tiempo que se separaba de ella y le secaba todas aquellas lágrimas con los dedos. Luego, se los llevó a la boca.

—Mmm… Qué buenas… ¡Un poco saladas!

—¡Qué tonto!

Sofia reía y se sorbía de vez en cuando la nariz; después lloraba y volvía a reír; al final hizo un extraño gesto con los dos labios, como si la culpa sólo fuera suya.

Andrea cogió las páginas y empezó a explicarle lo que había averiguado:

—He buscado en Internet. Había oído hablar de una empresa privada, la Berson, que apoya a un gran profesor japonés que opera en el Shepherd Center de Atlanta. Es un gran investigador y sus estudios lo han llevado a intentar emplear las células estaminales en todos los campos. En la práctica son células que, «bajo petición», pueden aplicarse como si fueran mecanismos reparadores. Al final llegó a este producto: el GRNOPC1. —Le enseñó, al final de una hoja, una verdadera demostración técnica del tipo de implante que Mishuna Torkama había llevado a cabo en sus primeras intervenciones—. Te someten al bombardeo de millones de células inyectadas en el punto de la lesión… —Señaló algunos pasajes de la página siguiente—. Aquí, ¿lo ves?, estas células están programadas para transformarse en «oligodendrocitos», que son los responsables de la transmisión de las señales entre las neuronas. Lo que harían sería que mi espina dorsal volviera a ser «nerviosa». En resumen, sería un milagro… —Se quedaron callados. Después le señaló otra hoja—: Pero los milagros también tienen un precio. Actualmente se habla de cinco millones de euros. —Andrea sonrió—. Para poder permitírmelo, tendría que diseñar unos cuantos edificios para los mayores magnates de la Tierra. Y me los tendrían que pagar a precio de oro. Incluso si me esforzara al máximo, durante los próximos años sólo podría cubrir una décima parte de esa cantidad.

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