Esta noche dime que me quieres (42 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Más tarde, en la habitación, continuaron con pasión, sin decir una palabra. No obstante, cada mirada estaba llena de deseo, de sexo, de ganas. Era como si estuvieran llenas de mil palabras.

Cuando Sofia se despertó, estaba sola. Preparó la maleta. Bajó a desayunar para despedirse, pero sólo encontró una preciosa rosa roja de tallo largo. Había una nota a su lado.

«Por ti. Sólo por ti.»

Cuando acabó de desayunar, Cameron, la chica que la había recogido a su llegada, se presentó en la mesa.

—Cuando quiera la acompañaré a la playa.

—Gracias.

Un poco más tarde, el coche eléctrico se detuvo ante el embarcadero más grande. Una lancha la esperaba con el motor en marcha. Sofia se apeó y subió a bordo. Cargaron su maleta y su neceser. A continuación, la lancha partió, describió una curva y, poco a poco, se alejó de la playa siguiendo la costa en dirección a tierra.

Sofia se volvió y miró la isla. Tancredi estaba en la torre donde habían cenado la primera noche. Tenía las manos en los bolsillos y miraba hacia otro lado, hacia el sol.

43

El taxi se detuvo. Sofia pagó y bajó.

Se encontró sola en medio de la calle, parada delante de su edificio, con las maletas a sus pies. Cogió el ascensor y, poco después, se vio frente a la puerta. Metió las llaves en la cerradura y abrió. Andrea llegó al salón a gran velocidad e hizo que empezara a sonar la música del equipo que había allí.

—¡Ya estás aquí! ¡Bienvenida!

Sofia miró a su alrededor. Varias serpentinas colgaban desordenadas de la lámpara, había flores silvestres sobre la mesa, en el centro del salón. En un cartel rosa, Andrea había dibujado a Mickey y Minnie mirándose tímidos y enamorados. Encima había un corazón con sus nombres, «Andrea y Sofia». Vio unos pastelitos sobre la mesa y, al lado, una botella de excelente Bellavista Franciacorta.

Sofia miró todos aquellos preparativos, aquel intento de ser afectuoso. Se acercó a Andrea y lo besó en los labios.

—Te he echado de menos.

Y luego, sin poder evitarlo, rompió a llorar.

—¿Por qué lloras, cariño? No hagas eso. —Sofia se arrodilló y puso la cabeza sobre sus piernas. Andrea le acarició el pelo. Después miró las serpentinas que colgaban de cualquier manera de la lámpara, las flores silvestres en una esquina, a Mickey y Minnie con sus nombres dentro de aquel corazón. Sofia seguía llorando. Estaba contento de haberla sorprendido. La emoción siempre juega malas pasadas, sobre todo a quien, como ella, es sensible. Entonces sonrió y volvió a acariciarla—. Yo también te he echado de menos.

Los días siguientes no fueron fáciles.

—¡Pero qué morena has venido! ¿Te lo has pasado bien? ¿Qué tal el maestro alemán? ¿Era bueno?

Las respuestas eran sólo mentiras, pero no podía traicionarse. En el avión de regreso había encontrado una nota de prensa sobre todos sus conciertos. La leyó rápidamente y lo memorizó todo con facilidad. Eran una serie de apuntes sobre cómo podrían haber ido aquellos cinco días en Abu Dabi: lo que había comido, qué tiempo había hecho y también las particularidades de los mercados, las palabras más utilizadas por la gente en aquel idioma —hola, buenos días, buenas noches—, los hoteles más importantes, una exposición que podría haber visitado. Sofia no hizo nada más que repetir cuanto había leído en aquel informe.

Entonces llegó el momento más complicado.

—Eh, has comido mientras estabas fuera… Ven aquí… —Sofia se acercó a la cama—. Un poco llenita todavía me gustas más.

Él le acarició despacio las piernas, fue subiendo lentamente. Sofia cerró los ojos. Tenía que ser natural, creíble, desearlo. En cierto modo, se dejó llevar, pero hacer el amor le resultó muy difícil. No pensar en aquellos cinco días fue casi imposible. Y, durante un instante, se sintió culpable. Le pareció estar engañando a Tancredi.

Poco a poco las cosas volvieron a ponerse en su lugar.

Habían enviado la petición al Shepherd Center de Atlanta antes de que se fuera.

Apenas dos semanas después de su regreso, llegó la respuesta. Habían dado todos los pasos necesarios, siguieron el procedimiento y el hospital contestó positivamente. Al cabo de veinte días se realizaría la operación.

Sofia volvió a la escuela de música para matar el tiempo. Le pidió a Olja que le devolviera la carta que no había enviado y luego le contó algunas cosas de sus conciertos.

—En el último bis toqué la
Giga
de la
Tocata en mi menor
de Bach.

—¿Y…?

Sofia sonrió.

—Todo bien.

Olja la abrazó con satisfacción.

—Lo sabía. Eres una pianista excelente. Yo no quería que fueras la mejor, quería que fueras única. Y lo he logrado.

Y diciendo aquello, se alejó por el pasillo.

Sofia la observó mientras bajaba la escalera un poco vacilante pero feliz. Luego, en nada, llegó el día de partir.

44

Tancredi se encontraba en su despacho de Nueva York. Se estaba tomando un café mientras miraba las fotos de una carpeta. Se habían tomado en la isla. Había un centenar. Aparecía Sofia mientras se daba un baño, mientras se cambiaba, mientras paseaba bajo la puesta de sol y también su beso. El primer día, un fotógrafo había inmortalizado a escondidas diversos momentos, incluso con infrarrojos. En cambio, una vez en el dormitorio, fue él quien activó una cámara de vídeo. Pulsó un mando a distancia y encendió un gran televisor de plasma, después un lector de DVD y empezó a ver la filmación.

Ahí estaba. No llevaba nada encima. Era preciosa. Era excitante. La escuchó suspirar. La echaba de menos. Muchísimo. ¿La echaba de menos porque no era suya? La echaba de menos porque era ella. El interfono lo avisó de que tenía una visita. Lo apagó todo y, a continuación, cerró la carpeta.

—Hágalo pasar. —Davide abrió la puerta. Estaba visiblemente enfadado. Se detuvo delante de su mesa. Tancredi lo miró sorprendido—. Hola, amigo, ¿qué haces aquí? No sabía que estabas en Nueva York.

—He venido por ti. Querías un ático en Manhattan y lo estoy buscando.

—¿Y cómo va la búsqueda?

—Mal. Pero he encontrado esto. —Tiró una carta sobre la mesa. Tancredi la miró con curiosidad. Davide la señaló—. Léela.

La abrió.

Era la letra de Sara. «Cariño mío, no puedo seguir viviendo así. Desde aquella noche en la piscina, me he dado cuenta de que ya nada podrá ser como antes…»

Tancredi la leyó hasta el final. No ponía su nombre en ningún sitio. Davide continuaba mirándolo.

—Es Sara. ¿No reconoces su letra?

—Sí. Parece la suya.

—Me imagino de quién está hablando, aunque no diga su nombre. Va dirigida a ti. ¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Qué tenía que decirte?

—¿Te la follaste?

—¿A ti qué te parece?

—Podías conseguir a miles de mujeres. ¿Por qué precisamente ella? ¿Para tu colección?

Tancredi bebió un poco de café. El interfono sonó. Tancredi respondió:

—¿Sí? ¿Quién es?

—¿Me necesitas? —Era Savini.

—No, gracias. Todo va bien. —Cerró el interfono. A continuación exhaló un suspiro y se recostó en el sillón—. ¿Quieres sentarte?

—Prefiero seguir de pie. Te he hecho una pregunta. ¿Te la follaste?

—¿Ella qué te ha dicho?

—Me ha dicho que sí.

Tancredi se rio.

—¿Qué es lo que te hace gracia?

—Siempre ha odiado nuestra amistad. Creo que le molestaba, estaba celosa de nosotros, como si yo fuera tu amante.

—Ella te quería.

—Nunca ha amado a nadie. Me quería porque no podía tenerme.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque soy amigo tuyo. Aunque hubiera sentido algo por ella, sentía algo más por ti. Y ella lo sabía. —Tancredi lo miró—. Lo siento, no me la follé. Y no porque no me gustara…

Davide lo miró en silencio durante un rato. Tancredi le sostuvo la mirada con tranquilidad. Estaba sereno, no había habido absolutamente nada. Davide exhaló un largo suspiro.

—Ahora entiendo algunas cosas.

Hizo intención de marcharse.

—Salúdala de mi parte.

—No sé dónde está. Se ha ido.

—No te olvides la carta.

—Fue ella quien me dijo que te la diera. Es para ti.

Davide salió de la habitación. Tancredi se quedó solo. De repente sonó el teléfono. Era su hermano. No tenía ganas de contestar, ya lo llamaría más tarde.

Se sirvió un poco más de café, cogió la carta de la mesa, la rompió y la tiró a la papelera. Después abrió la carpeta y se puso a ojear de nuevo las fotos. Sofia riendo. Sofia corriendo por la playa. Sofia montando en bicicleta. Sofia saliendo del agua con un bañador claro. Se le transparentaban los pezones, se veía su cuerpo, sus fuertes piernas. En una foto reía mientras se apartaba hacia atrás el pelo mojado. En otra aparecía sola, sentada en una tumbona, mirando al mar. Estaba como absorta, la rodeaba un halo de tristeza. Se había quitado sus grandes gafas de sol negras y miraba a lo lejos como si buscara, en algún lugar del horizonte, quién sabe qué respuesta. Observó aquella foto con más detenimiento. Sus ojos, su expresión. Era especialmente fuerte, intensa. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza en aquel momento? ¿Estaría tomando una decisión? ¿Haciendo una elección? Dejó la foto.

Se acordó de aquella tarde. Habían charlado animadamente, como si se conocieran desde siempre. Aquella noche él se había abierto por primera vez, se lo había contado todo sobre Claudine. Sofia se había quedado en silencio y después había intentado ayudarlo. Habló durante mucho rato, intentó alejar de él aquel sentimiento de culpabilidad. Pero no era fácil. Se acordó de una frase que había dicho: «Es extraño que no dejara nada. Cuando se está tan mal, se tiene la necesidad de escribir, de explicárselo por lo menos a uno mismo.»

Claudine había querido contárselo a él. Había sido a él a quien había acudido, a su hermano. Pero su hermano no tuvo tiempo para ella. Y Tancredi no conseguía aceptarlo. No era capaz de perdonarse. Había muerto por su culpa. Él fue el último que la vio, el último que habría podido hacer que cambiara de idea.

Permaneció en silencio. Lo que le había dicho Sofia era cierto: él no quería amar. Pero había una verdad todavía mayor que aquélla: él no podía amar. No podía ser de nadie porque pertenecía a aquella culpa. Bebió un poco de café. El dolor lo había acompañado durante años, no se despegaba de él, nunca lo abandonaba. Giró lentamente el sillón y se encontró frente a la vidriera que daba a la Séptima Avenida. En la calle principal, a sus pies, el tráfico de la hora punta era lento. Una larga fila de taxis avanzaba a paso de tortuga por la derecha. Las aceras estaban atestadas de personas que caminaban de prisa. Allí abajo, en pocos metros cuadrados, se creaban todas las tendencias de la Gran Manzana. Y, sin embargo, nada cambiaba. En cierto modo, todo seguía siempre igual. Se acordó de otro fragmento de la conversación que había mantenido con Sofia:

«—Y tras la muerte de Claudine, ¿no sucedió nada raro?

»—No. Todo siguió como antes, todo igual.»

Sin embargo, aquello no había sido exactamente así. Había estado reflexionando acerca de toda la época que siguió a la muerte de Claudine. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta? En efecto, sí que hubo algo raro, había tenido lugar un pequeño cambio, tal vez insignificante, pero tenía que comprobarlo. Salió del despacho y se reunió con Savini.

—¿Qué noticias tienes?

—Ya han llegado, se han alojado en la 539, en la quinta planta. Dentro de un rato le harán los análisis y los controles. Creo que la operación será mañana por la mañana a las nueve.

—De acuerdo. —Tancredi le pasó una hoja a Savini—. Quiero saberlo todo de esta persona lo antes posible: cuenta corriente, últimas compras, dónde vive, a qué se dedica… —Savini leyó el nombre. No le resultó desconocido. Pero decidió hacer lo que le había pedido Tancredi sin hacer preguntas—. Y después haz que preparen el avión.

—¿Nos vamos a Atlanta?

—No, cuando descubras dónde está esa persona, iremos a hablar con ella.

45

La habitación 539 del Hospital Shepherd Center de Atlanta estaba compuesta por tres piezas. La primera, la del paciente, era muy grande. Tenía una televisión en la pared, un armario y una preciosa vista al campo de golf Bobby Jones. En el salón de al lado, había un mueble bar, una mesa con cuatro sillas, otro televisor y un sofá para las visitas. La última era el baño. El servicio era impecable. Siempre había flores.

Uno tras otro, varios médicos fueron visitando a Andrea. Le explicaron los diversos pasos de la operación usando términos técnicos que él hizo que le repitieran varias veces para entender mejor en qué consistía. Después llegó el profesor. Mishuna Torkama era un hombre de baja estatura, pero cuando entró todos dejaron de hablar.

—Buenos días. El Shepherd Center está encantado de tenerlo aquí.

A continuación le sonrió con gran seguridad y, al instante, Andrea se sintió más tranquilo. Escuchó sus explicaciones. La operación era complicada, aquello no se podía negar. Usaban estaminales. La duración oscilaba entre las seis y las doce horas. En realidad era un tiempo estimado, ya que una de las intervenciones había durado cuatro horas y otra veinticuatro. Pero todas habían resultado un éxito. Tan sólo había muerto un paciente, pero a causa de complicaciones derivadas de la operación.

—Sin embargo, las otras intervenciones han tenido unos resultados excelentes y un tiempo de recuperación milagroso —concluyó Mishuna Torkama sonriendo de nuevo. Su afirmación desvaneció cualquier duda—. Hasta luego. —Saludó y salió de la habitación.

Otros médicos les llevaron los resultados de los análisis, del electrocardiograma y de las demás pruebas que le habían hecho a Andrea los días anteriores.

—Así que no debería haber ningún problema. De todos modos, tiene que firmar estos papeles.

Un médico le hizo firmar el consentimiento informado, donde se enumeraban todas las posibles complicaciones. Andrea debía declarar oficialmente que estaba al corriente.

Cuando se marchó el último facultativo, se quedaron solos.

—¡Bien, me parece que le he entregado mi vida al patrimonio de la humanidad, o mejor dicho, a los experimentos de Mishuna Torkama!

—¿Por qué dices eso?

—Han querido quitarse de encima cualquier tipo de responsabilidad. Es lo mismo que decir: «Señores, vamos a probar a ver cómo va con este conejillo de Indias.»

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