—Quiero matarlo.
Cuando llegaron, ya se estaba poniendo el sol. Tancredi bajó del coche casi antes de que Savini lo detuviera. Se pegó al timbre de la puerta.
Una camarera fue a abrir; lo reconoció.
—Buenas tardes, señor…
Pero no pudo decir nada más, porque él entró corriendo, cruzó el salón, abrió una puerta tras otra: la del estudio, la de la cocina, la de un dormitorio, la de otro, la de un baño; hasta que llegó a la última.
Su madre estaba allí, sentada en un sillón. Al verlo entrar, sonrió.
—Tancredi, qué bien que hayas venido… —Con aire cansado se levantó, fue a su encuentro y lo abrazó—. A lo largo de estos últimos días te he estado buscando, pero no ha habido manera de encontrarte. Le dije a Gianfilippo que te avisara… —Se separó de él y lo cogió de la mano—. Mira… —Como haría una madre con su hijo más pequeño, lo condujo hasta aquella cama. Su padre, Vittorio, estaba allí, con los ojos cerrados. Una máquina resoplaba, un fuelle verde subía y bajaba mientras bombeaba oxígeno, mientras intentaba hacer que respirara a toda costa, que se mantuviera con vida. Varios goteros sostenían unas bolsas que colgaban a su lado, que se perdían en sus brazos, que lo alimentaban—. Ha entrado en coma.
Tancredi lo miró. Estaba allí, delante de él, inerme.
Tenía los ojos cerrados, aspecto sereno, incluso una especie de sonrisa iluminaba aquel rostro. Era como si se estuviera riendo de él, como si se estuviera divirtiendo con socarronería, como si dijera: «¿Has visto cómo es el destino, hijo mío? La vida a veces nos juega malas pasadas. Ahora que por fin lo sabes todo, no puedes hacer nada, no puedes castigarme. Y no sólo eso, ¿vas a contarlo? ¿Vas a darle ese disgusto a tu madre? ¿A tu hermano? No lo creo. No les dirás quién era en realidad tu padre, no les defraudarás. Deberás llevar siempre contigo el peso de esta verdad.»
—¿Has visto? Pobrecito, lleva así tres días. —Su madre se llevó la mano a la boca y empezó a llorar en silencio. Era una mujer a veces distraída, que a menudo había perdonado las infidelidades de Vittorio, pero que no tenía ni idea del terrible delito que había cometido—. ¿Y cómo es que has venido? ¿Has hablado con Gianfilippo? Le dije que te llamara.
Tancredi se quedó un instante en silencio. Miró de nuevo a su padre, su cara consumida, sus arrugas, aquellas manos inmóviles. Durante un momento, se las imaginó en movimiento. Entonces cerró los ojos horrorizado. Se volvió hacia su madre. Estaba allí, a su lado, sin culpa, con una inocencia que, unida a su vejez, la hacía parecer aún más frágil. Le sonrió.
—Sí, mamá, lo ha hecho. He venido en cuanto he podido.
En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, Tancredi sintió todo el peso de la mentira. Aquella mujer anciana, cansada, aquella mujer ilusa, quizá todavía enamorada de aquel hombre, no podía saberlo. No tenía que saberlo.
Entonces su madre lo abrazó de nuevo y lo estrechó con fuerza.
—Tu padre es fuerte… Pero esta vez tengo miedo.
Tancredi tenía los brazos caídos a los costados y, sin querer, se tocó el bolsillo de la americana. La carta, aquellas terribles fotografías, estaban allí, a un paso de su madre. Habría sido muy fácil enseñárselas para que viera con quién había estado viviendo, qué tipo de monstruo había dormido en su cama, quién se había aprovechado de su hija. Desde que tenía cuatro años y hasta aquella última noche en la que Claudine, exhausta, no sabiendo cómo afrontar el peso de aquella historia, no encontró otra solución. Se quitó la vida.
Claudine. Claudine, que no llegó a conocer el amor, que no había salido con ningún chico, que no había besado a nadie, que no había dicho «te quiero», que no había llorado al terminar una historia ni había celebrado otra que apenas empezaba. Claudine, que había vivido el sexo como una tortura, un castigo recibido de quien, más que nadie, tendría que haberla querido.
Entonces Tancredi abrazó a su madre y empezó a llorar. Y ella casi se sorprendió. Se separó de él, le secó las lágrimas, le acarició el pelo y le sonrió para intentar consolarlo.
—Venga, venga, no llores.
Tancredi, poco a poco, se fue controlando.
—Te quiero, mamá. Te llamaré pronto.
Y se fue llevándose con él aquel único dolor, el peso de la verdad.
—Sofia, mira… —El andador avanzaba lentamente. Andrea podía mover las piernas, progresaba despacio, un paso después de otro, sosteniéndose con fuerza con los brazos, arrastrando las piernas a veces. Pero llegaba incluso a doblarlas—. ¿Lo has visto? ¡Es como si volviera a ser un niño pequeño! —Sonreía feliz. Su entusiasmo llenaba la casa, era como si hubiera una nueva luz, casi se podía tocar la energía de aquella nueva vida. Sofia lo miraba sin dejar de sonreír. Andrea se apartó del andador y se dejó caer en el sofá—. Basta, ya no puedo más.
—No ha pasado ni un mes. Tienen que pasar por lo menos seis para que seas independiente y puedas caminar un poco más sin apoyarte. Ya te lo dijeron.
Andrea estaba completamente sudado.
—De todos modos, para mí ha sido un milagro. Cuando me llegó aquel boletín electrónico y supe lo del profesor, lo de sus estudios sobre las estaminales, que las introducía en la médula ósea… vi que era mi historia, no me lo podía creer… ¡Ésa es la grandeza de las redes de comunicación, de Internet! Lo critican mucho, pero nos permite estar informados continuamente.
Sofia le acarició el brazo.
—Sí… —Tenía las venas dilatadas por el esfuerzo—. ¿Quieres algo de comer?
—Sí, por favor.
Se levantó y fue a la cocina. Poco después, volvió con una botellita de Gatorade.
—Mientras tanto, tómate esto. Es como si cada vez que lo intentas jugaras un partido de fútbol sala.
Andrea sonrió.
—Y a lo mejor dentro de un año puedo jugarlo de verdad.
Seguidamente, le dio un largo trago a la botella. Justo en aquel momento, llamaron al interfono. Sofia se levantó y contestó.
—Sí, te abro. —Regresó al salón en seguida—. Es Stefano, ya sube.
Andrea intentó ponerse de pie apoyándose en los reposabrazos del sofá. Poco a poco, lo consiguió.
Sofia le acercó la silla de ruedas, la sujetó con fuerza, y Andrea pudo dejarse caer sobre ella.
—Ya está.
Después, Sofia cogió una toalla y se la pasó por la frente.
—Total, vas a seguir sudando… Llamaron a la puerta, ella fue a abrir.
—Hola.
Stefano estaba de buen humor.
—¿Está preparado nuestro campeón?
—¡Por supuesto!
Andrea empujó la silla de ruedas y se dirigió hacia la puerta, de manera que Stefano tuvo que apartarse rápidamente.
—¡Casi me pillas!
—Ya verás como antes o después lo conseguiré.
Entonces Stefano se dirigió a Sofia:
—Me ha dicho Lavinia que si os apetece venir a cenar el sábado a casa…
—Por qué no, tal vez la llame más tarde.
Luego cerró la puerta. Se quedó en el repentino silencio de aquella casa. Se sentó en la mesa y empezó a pensar. La vida y sus mil derroteros. Stefano se había ofrecido a acompañar a Andrea a fisioterapia todas las tardes. ¿Stefano el bueno o Stefano el que de alguna manera se sentía en deuda? Quizá el mérito se debiera a que la historia entre Lavinia y Fabio se había acabado. Lavinia y Stefano nunca habían hablado de aquella infidelidad, era como si no hubiera ocurrido. Habían hecho como si nada. La pareja seguía estando tan unida como antes, más que antes, felices como siempre. En el salón, Sofia miró a su alrededor. Vio algunas fotos de sus vacaciones, de su boda, y el andador. «¿Es así como quiero que sea mi vida? Esta segunda oportunidad que tiene Andrea, ¿significa algo diferente para mí?»
Se acordó de su madre, de cuando fue al parque con la maleta, encandilada, dispuesta a irse. ¿Y por qué no lo hizo? Porque él estaba casado y amaba a su mujer. Pero ¿es necesario estar siempre tan seguros, hay que tenerlo todo tan claro para atrevernos a abandonar lo que no nos gusta de nuestra vida, para tener una vida bella? Sí, una vida bella. Y ¿es la vida la que de repente decide ser bella para ti o eres tú el que puedes hacer que lo sea? Sin querer se acordó de las últimas palabras que había dicho Andrea, como de pasada. Acudieron a su mente, como un eco, resonaron en su cabeza como una nota disonante en toda aquella historia. «Cuando me llegó aquel boletín electrónico y supe lo del profesor…» Pero ¿cómo? Siempre había dicho que lo había encontrado él, que lo había descubierto navegando por Internet. Entonces Sofia cogió el ordenador. ¿Qué era aquello del boletín electrónico? Sólo había una persona que podía ayudarla.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no damos clase pero tengo que ayudarte con esto?
Jacopo Betti, el chico de doce años obsesionado con la tecnología, miró a Sofia sorprendido.
—Sí, pero antes de la noche. Tengo que llevármelo a casa.
—De acuerdo… Lo haré. Como máximo dentro de dos horas estaré aquí.
Sofia continuó la clase con la joven Alessandra, una pequeña promesa con estilo propio. Al menos por saber hacer de la música clásica una verdadera moda.
—Me gustaría ser un poco como Giovanni Allevi.
—¿Qué quieres decir?
—Que es un genio, finge que no entiende nada y así puede dar las respuestas más incoherentes y, de paso, ganar un montón de dinero haciendo lo que más le gusta. Como dice mi hermano, «¡La ventaja de ser inteligente es que siempre puedes hacer el idiota!».
Sofia se rio.
—Pero ¿no crees que lo único que le ocurre es que siente una gran pasión por lo que hace?
Alessandra se encogió de hombros.
—Bueno, no lo sé. Cada vez hay menos gente que haga las cosas de manera sincera.
Sofia la miró con más atención. ¿Once años y ya estaba tan desencantada? ¿Cómo era ella a los once años? Amaba la música y punto; escuchaba discos de música clásica, los interpretaba al piano, intentaba desesperadamente repetir de oído conciertos imposibles. A los once años se divertía. A los once años era sincera.
Al rato, la clase terminó.
Sofia se había quedado sola en la habitación. Oyó que alguien llamaba. Abrió la puerta con curiosidad.
—Hola, quería despedirme. —Era Olja.
—¿Te vas a casa?
—Sí, pero a mi casa. Vuelvo a Rusia. —A Sofia se le encogió el corazón. Para ella había sido mucho más que una profesora. Se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar, le sucedía demasiado a menudo en los últimos tiempos. Olja le cogió la mano y se la estrechó—. No llores. Rusia está cerca. Hace poco inauguraron un nuevo tren. Por ahora se llama «17 18». Es como el viejo Orient Express. Yo me voy en él y tú podrás venir cuando quieras. Si decides insistir y te empeñas en volver a tocar, bueno, está claro que no seré yo quien te lo impida. Al revés, estaré encantada de ser…
—Mi maestra.
—Sí, tu maestra.
Y se sonrieron como dos amigas, sin que se notara la diferencia de edad, sólo un gran cariño.
Cuando Sofia se quedó sola, tocó algunos acordes al piano para matar el tiempo, pero al final advirtió que era tarde y se encaminó a la calle. Empezó a bajar la escalera cuando lo vio llegar corriendo.
—Eh, profe, perdona, pero no ha sido fácil. —Jacopo Betti estaba completamente sudado y llevaba su ordenador debajo del brazo—. ¡Toma! Está todo aquí. —Le pasó una hoja. Jacopo la miraba satisfecho—. ¡Martin Jay es el mejor
hacker
de toda Europa, para mí es el mejor del mundo! Si para él ha sido difícil, quiere decir que para cualquier otro habría sido imposible. Ha encontrado al que envió ese boletín electrónico; el nombre está escrito en ese papel. Si necesitas algo más, cuenta conmigo.
Le sonrió y se fue sin más, con los pantalones algo caídos. Aquel muchacho era una extraña mezcla entre rapero y hacker obligado por sus padres a enfrentarse con Chopin.
Sofia desplegó la hoja y, cuando vio el nombre, vaciló: «Nautilus.» La sociedad que estaba en el mismo edificio que el despacho del abogado Guarneri.
Así que fueron ellos los que sugirieron la operación. Ellos enviaron el correo electrónico a la dirección de Andrea y quizá fueran ellos quienes pusieran el precio. Reunir cinco millones de euros habría sido imposible para cualquiera, pero, al mismo tiempo, habían encontrado su punto débil: sólo así cedería y sería posible comprarla. Pero ¿por qué le dijo Andrea que había encontrado la noticia navegando por Internet? ¿Por qué no le comentó que había recibido un boletín electrónico? ¿Era una distracción o era una mentira? ¿Era posible que Andrea también supiera algo? ¿Y, entonces, qué sabía? ¿Lo sabía todo y lo había aceptado? Pero si Sofia lo había hecho por amor hacia Andrea, él había fingido sólo por sí mismo y por sus piernas. A ella la habían comprado, pero había sido él quien la había vendido.
Se quedó desconcertada. Verdades escondidas, aparentes, todo y lo contrario de todo. En aquel momento ya nada estaba claro, sólo estaba segura de una cosa: quería vivir una vida bella.
Estaba al otro lado de la calle. Habían pasado varios meses desde aquellos cinco días. No había vuelto a hablar con ella. No la había buscado más. Pero de su corazón, de su mente, no se había alejado ni un instante.
Había contemplado una y otra vez aquellas fotos, había desgastado las imágenes pasando y volviendo a pasar las filmaciones. Estaba hambriento de ella y, cuando la vio doblar la esquina del final de la calle, se quedó sin respiración. El corazón empezó a palpitarle con fuerza, cada vez más fuerte, tanto que casi se ahogó.
Sofia caminaba de prisa, lucía un abrigo largo de espiga gris y grandes bolsillos en los que tenía metidas las manos. Llevaba un bolso colgado del hombro izquierdo. Debajo, vestía unos pantalones grises de rayas, unas botas negras y un jersey de cuello cisne de color crudo. Llevaba parte del pelo recogido. Estaba guapa. Sugestivamente guapa y desenvuelta. Entonces marcó el número y se escondió en el portal de al lado, en la penumbra. Al otro lado de la calle, Sofia se detuvo. Abrió el bolso y hurgó entre sus cosas hasta que encontró el teléfono. En seguida vio el número. Nunca lo había borrado. En vez de hacerlo, lo grabó poniendo simplemente una interrogación en lugar del nombre. Se quedó quieta, inmóvil. Cerró los ojos y a continuación exhaló un suspiro. Hacía mucho tiempo que esperaba aquella llamada. Le habría gustado no recibirla, pero sabía que llegaría. Entonces abrió el teléfono. Se quedó en silencio. Oyó su respiración. Tancredi, al final de la calle, lejos de ella, en la penumbra de aquel portal, la observaba. Sonrió y luego le habló.