—Cualquier cosa… Pero tenemos que mejorar. Así no podemos seguir.
Andrea realizó una profunda inspiración.
—El día que ya no estés enamorada, el día que te guste otro… —Sofia intentó hablar. Pero él le puso en seguida un dedo en la boca—. Deja que termine… —Sofia cerró los ojos un instante; después volvió a abrirlos y asintió. Andrea continuó—: Aunque no hubiera nadie más y sólo fuera porque te has cansado de mí…, tienes que dejarme sin mayor problema.
—Pero…
—No, lo dejaremos como cualquier pareja. Júramelo.
—Te lo juro.
—Pase lo que pase. Si tú ya no tienes ganas de estar conmigo, lo dejaremos y punto. ¿De acuerdo?
—Te lo he jurado.
Andrea la miró a los ojos. Sofia le mantuvo la mirada. Y vio a un hombre distinto al que siempre había conocido. Lo vio frágil, inseguro, necesitado de afecto, de reconstruir todos los puntos de referencia que había tenido hasta entonces.
—Haz que me sienta un hombre como los demás.
Entonces a Sofia se le llenaron los ojos de lágrimas y salió corriendo de la habitación. Poco después volvió. Se había lavado la cara y se había limpiado el rímel que había empezado a emborronársele en los ojos.
—Perdóname.
—No importa, yo también he llorado. —Se echaron a reír. Sofia se sorbió la nariz. Andrea había conseguido levantarse del suelo y subirse a la cama—. No he podido limpiar el suelo…
Sofia le sonrió.
—Eso tampoco lo hacías antes…
Y salió.
—No es verdad… —le gritó Andrea desde la habitación—. Alguna vez hice la cama.
—Una vez, por equivocación. O porque vete tú a saber lo que habrías hecho entre aquellas sábanas.
—Mira que eres mala.
Sofia lo miró levantando una ceja.
—Mucho peor.
Empezó a barrer el suelo y recogió los cristales, las aceitunas y las patatas fritas. Entonces Andrea la cogió por la falda y la atrajo hacia él.
—Perdóname.
—Ya lo he hecho.
Lo abrazó con fuerza.
—Perdóname más.
—También lo he hecho.
—Perdóname con amor.
Sofia lo miró, sonrió y le dio un beso.
—Ya está.
—Ahora soy feliz.
En aquel momento, Sofia se dio cuenta de que tenía toda la falda manchada de sangre.
—¡Pero, cariño, mírate las manos! Están llenas de trozos de cristal…
—Me he sacado alguno.
—¿Y no quedará ninguno más…? —Sofia se levantó; poco después, volvió del baño con un bote de alcohol y las bolitas de algodón que usaba para desmaquillarse—. Bueno… Hay que desinfectar las heridas. —Le pasó un algodón empapado de alcohol por las manos—. ¿Qué tal? ¿Pica?
Andrea sonrió.
—No mucho.
—Pues entonces pongo un poco más. —Y le roció las manos directamente con el alcohol.
—¡Ahora sí!
Sofia no le hizo caso y siguió desinfectándoselas. Después, sin mirarlo a los ojos, le dijo:
—Tienes que hacerme un favor…
—Lo que quieras.
Sofia lo miró.
—Me gustaría que Stefano viniera todos los días.
Andrea levantó una ceja. Después sonrió.
—¿Tanto te gusta?
—Qué idiota. —Se puso seria—. Tenemos que hacer todo lo que podamos. Necesitamos ayuda, tenemos que esforzarnos si queremos seguir adelante, cariño. —Andrea pensó que era bonito que utilizara el plural. Sofia se dio cuenta—. De no ser así, no lo conseguiremos. A cualquiera le resultaría imposible.
Andrea permaneció un rato en silencio.
—De acuerdo. Pero entonces tú tienes que volver a tocar.
—Eso es imposible.
—Tú lo has dicho, tenemos que esforzarnos.
—Sí, lo sé, pero eso es distinto…
Sofia le explicó que se trataba de una promesa. Y entre los dos establecieron unas cuantas reglas: la primera fue que ella enseñaría música en su antigua escuela de la piazza dell'Oro y que él vería a Stefano tres veces por semana.
El psicoterapeuta volvió al día siguiente. Aquella vez Andrea le habló. Juntos vieron la película que, en cierto modo, había guiado a Stefano hasta su trabajo:
A propósito de Henry
, con Harrison Ford. Cuando terminó, Stefano apagó el televisor y sacó el DVD del lector.
—¿La conocías?
—No.
—Bueno, pues digamos que yo debería ser para ti lo que Bradley es para Harrison Ford.
—Pero él era su fisioterapeuta…
Stefano sonrió. Miró a Sofia.
—Para eso he sido más generoso: te he traído a una mujer… —Entonces entró Marisa, una señora de unos sesenta años con unos brazos que podrían ser los de un camionero—. Pensabas que sería una de esas enfermeras tiernas y dulces, ¿eh…?
Marisa les sonrió a los dos.
—Cuando quiero lo soy… Pero no en este caso… Venga, tú, fuera de aquí.
Echó a Stefano de la habitación y luego le hizo una hora de fisioterapia a Andrea. Fue muy dura y realizó movimientos difíciles para reactivarle la circulación. Más tarde, cuando Marisa se hubo marchado, Andrea se sintió mucho mejor. Stefano volvió a entrar en su habitación y notó un nuevo brillo en su rostro.
—Eso es, así me gusta. La primera curación ocurre aquí —Stefano le señaló la cabeza—, y al mismo tiempo aquí… —Le señaló el corazón—. Por suerte… —le señaló entre las piernas—, ¡Marisa me ha dicho que aquí todo funciona todavía muy bien!
Andrea se ruborizó. Sin quererlo, mientras Marisa lo masajeaba, había tenido una erección.
—No te preocupes… —le había dicho—, estoy acostumbrada y es bueno que suceda, ¡es en casa donde a veces me gustaría tener una varita mágica!
Y se rio de buen grado hasta hacer desaparecer la turbación de Andrea.
Habían pasado más de siete años desde entonces y, poco a poco, Stefano y Andrea se habían ido haciendo amigos. Aquella mañana, Marisa ya había acabado de hacer los ejercicios con Andrea.
—Ya está… ¡Como nuevo!
Andrea se echó a reír.
—Ojalá. De todos modos tengo treinta y tres años, ya no soy un chaval.
Marisa se asomó por la puerta del baño. Se estaba secando las manos después de habérselas lavado.
—Estás mejor que muchos otros que conozco. Los músculos de tus piernas todavía tienen tonicidad, responden al electro-estimulador que usamos siempre. En cierto sentido… —dijo Marisa—, incluso son más fuertes que antes. Hoy en día toda esta gimnasia pasiva se ha convertido en el deporte favorito de un montón de gente.
Andrea la miró mientras se ponía el abrigo. «Ya —pensó—, y en cambio mi sueño sería correr arriba y abajo por un bosque en medio de la naturaleza.»
—Bueno, os dejo, chicos… —Entonces los miró con una expresión maliciosa—. Portaos bien… —Y salió.
Stefano la miró, divertido.
—Qué pasada de mujer. Seguro que de joven era guapa. A mí me parece muy divertida y, además, la idea de la masajista siempre me ha excitado…
—A mí también.
Andrea sonrió al recordar todas las veces que se había excitado con el contacto de las manos de Marisa y cómo ella lo había tranquilizado en todas aquellas ocasiones; pensó en cómo aquella mujer conseguía mantener perfectamente separados los estímulos naturales y físicos del cuerpo de la malicia y los deseos de un hombre.
Stefano se sentó frente a él.
—Y bien, ¿cómo va? No contestes en seguida. Piénsatelo bien. —Andrea sonrió—. Mientras tanto voy a coger algo de beber.
—Haz como si estuvieras en tu casa.
Stefano levantó la voz desde la cocina.
—¡Pero si estoy en mi casa! —Después regresó con dos cervezas, le pasó una y se sentó de nuevo en su sitio. Tomó un largo sorbo de su lata—. Ah… Qué rica. Helada, como a mí me gusta.
Andrea también le dio un buen sorbo a la suya.
—Entonces ¿qué me cuentas? —Stefano lo miraba tranquilamente, con curiosidad—. Es un buen momento, me parece… ¿No?
—Sí, depende del punto de vista.
Stefano asintió.
—Eso también es verdad.
—Depende del punto de vista, de cómo cada uno vea las cosas; el viejo dicho del vaso medio lleno o medio vacío…
—Sí… —Los dos bebieron otro sorbo de cerveza. Se estaba a gusto, los rodeaba una bonita atmósfera, tranquila, sin tensiones, como sucede entre amigos, y ellos lo eran, de alguna manera. Nunca habían tenido secretos el uno para el otro. Aquello era lo que Stefano había intentado hacer con Andrea, que viera que la vida de todas las personas está llena de dificultades, de caídas y de éxitos, de satisfacciones e intolerancias, de compromisos y de felicidad, de oscilaciones para mantener el equilibrio—. ¿Te acuerdas de lo que te dije cuando nos conocimos?
—Me dijiste tantas cosas…
—Eso también es verdad. Cuando te hablé del columpio.
—Ah, sí… ¿Cómo era? —Intentó recordar—: La vida es como un columpio que oscila entre un campo al sol…
—Y una tormenta. —Stefano sonrió—. Bien. Veo que algo ha quedado grabado entre estas sucias sábanas.
—¡Pero si las acabamos de cambiar!
Stefano se echó a reír; después, de repente, cambió de tono.
—Y con Sofia, ¿cómo va?
Andrea terminó de beberse la cerveza y la dejó sobre la mesilla que tenía al lado.
—Bien… Es decir, me parece que bien.
—La verdad es que hoy resulta muy complicado sacar adelante una relación. El mundo está lleno de tentaciones, es tan fácil ser infiel…
Andrea extendió los brazos.
—Digamos que mi mayor tentación ha sido Marisa… Pero no te preocupes, he sabido aguantar.
Stefano sonrió.
—Pero con eso… —señaló el ordenador— podrías hacer todo lo que quisieras, podrías empezar a chatear con alguien, enamorarte y luego hacer que viniera aquí.
—¿Aquí?
—¡Siempre estás solo!
—Bueno, en realidad siempre estoy con algún amigo; de vez en cuando también viene mi madre y, demasiado a menudo, estás tú. Al menos tres veces por semana.
El psicoterapeuta se rio.
—Sabes que no diría nada… La nuestra es una relación profesional.
—De todos modos, hay un pequeño detalle que se llama Sofia; quizá no te acuerdes bien, pero es mi mujer y vive en esta casa. De hecho, la cerveza que te acabas de trincar se la debes precisamente a ella, que es quien hace la compra.
Stefano se puso serio.
—Ya, Sofia…
—¿Qué pasa? ¿Tienes que decirme algo que no sepa?
Andrea se puso tenso de repente.
Su amigo lo tranquilizó.
—No, no, en absoluto. Estoy contento de que ella y Lavinia se hayan hecho tan amigas. ¿Y nunca habéis pensado en tener un hijo?
—Pareces mi madre. Cada vez que viene me dice lo mismo. Le gustaría tener un nieto. A mí me parece que en realidad lo que quiere es tener una distracción en su vida. Al envejecer la gente se vuelve más egoísta… Acuérdate de lo que te digo.
—¡Ah, lo sé por mí mismo! Yo no quiero perder el tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Que quiero ser egoísta desde ya.
—¡Estupendo! Eso sí que está bien. ¿Y tú quieres tener un niño con Lavinia?
—Yo te lo he preguntado primero.
—Por el momento no lo hemos pensado, ¿y tú?
—Nosotros lo hemos intentado. Parecíamos una máquina de reproducción. El día que tocaba, Lavinia volvía a casa a propósito para que lo hiciéramos de aquella manera y a aquella hora exacta… ¡Era terrible!
—Pero ¿era ella quien lo quería?
—No, fui yo quien le pidió un hijo a Lavinia, al igual que fui yo quien le pidió que se casara conmigo.
—Bien hecho. Piensa que en mi caso fue Sofia…
Habían pasado tres años desde el accidente.
—Cariño…, ¿se puede?
Andrea estaba leyendo
Ensayo sobre la ceguera
, de José Saramago. Puso el punto de libro, cerró la novela y la dejó sobre la mesilla.
—Pues claro, entra. ¿Cómo voy a decirte que no? —Sofia entró. Iba maquillada, lucía un vestido negro de seda y llevaba el pelo recogido, aunque dos mechones le caían por delante del rostro, como tirabuzones, y le enmarcaban la sonrisa. Andrea se hizo el tonto—. Debe de haber un error… ¿Dónde está mi novia? ¡Creo que hay que dar dos a cambio para conseguir una tan guapa como ella!
—¡Idiota!
Sofia se le echó encima y lo besó. Poco a poco, Andrea se fue abandonando entre sus brazos, entre aquellos labios suaves. Ella lo besaba con pasión. Cuando se separaron, la miró con curiosidad.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Nada, ¿por qué?
—O sea, vas toda maquillada, superelegante, me besas de este modo, ¿y me dices que no ha pasado nada? Normalmente, en casos como éste, ella lo mata y después huye con otro…
Sofia sacudió la cabeza y se fue a la cocina.
—Nada de todo eso…
Después reapareció empujando un carrito con unos cuantos platos tapados y cubiertos de plata.
—No tenía ni idea de que nos hubiera tocado la lotería; más que nada, porque yo no he jugado. ¿Te ha tocado a ti?
Sofia no le hizo caso.
—Bueno, he traído todo lo que te gusta. Espero que no hayas cambiado de preferencias últimamente.
En efecto, hacía mucho tiempo que no iban a sus restaurantes favoritos.
—
Tagliolini
con trufa blanca y mantequilla, conejo a la cazadora, melocotones y, para terminar, helado de pistacho cubierto de pistachos de Bronte. Todo ello acompañado de… —inclinó hacia él una botella de vino— un excelente Barolo Brunate. ¿Cómo lo he hecho?
—No podrías haberlo hecho mejor… Pero, en serio, dímelo: ¿es mi última cena? Porque si es así no comeré tan de prisa como suelo hacerlo.
Sofia se puso las manos en las caderas.
—Pero ¿por qué tiene que ser todo tan complicado contigo? ¿No habíamos dicho que teníamos que ser una pareja como las demás? ¿Sabes que de vez en cuando los hombres y las mujeres se dan alguna sorpresa, se dan besos amorosos, se hacen carantoñas, son felices?
—¿O fingen que lo son?
—No sé fingir. ¿No eres feliz conmigo?
Su tono cambió. Dejó caer los brazos hasta los costados. Estaba a punto de romper a llorar.
Andrea se dio cuenta.
—Muchísimo, cariño; es que no creo que me lo merezca.
—Tienes razón. Cuando te empeñas en fastidiarme, no te lo mereces en absoluto. Venga, a la mesa.
Y se fue a la cocina.
Andrea aprovechó para acercarse la silla de ruedas y sentarse en ella. Se impulsó rápidamente hacia el armario y se puso una camisa blanca de lino. Intentó ir lo más de prisa posible. Ya estaba listo cuando ella volvió. Le sonrió con embarazo, porque sólo se había podido cambiar hasta la mitad, pero ella hizo como si nada. Puso la mesa y, un poco más tarde, empezaron a cenar.