Esta noche dime que me quieres (24 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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—No tengo miedo.

—Pero tal vez te lo hayas pensado mejor y no te apetezca estar conmigo.

—No me lo he pensado mejor.

Sofia miró hacia delante y se le ocurrió una idea:

—Si mi compromiso no se cancela, tú me dejas durante todo un día a mis anchas con este señor de aquí delante para que me haga de chófer y me lleve a donde quiera.

—¿Incluido el coche?

—¡Claro!

—De acuerdo, y si el compromiso que tienes se cancela te quedas conmigo hasta medianoche…

—Perfecto.

Tancredi le tendió la mano.

—La apuesta está hecha. —Sofia se la estrechó. Sintió un escalofrío. Él la miró a los ojos—. Y las apuestas se pagan.

—Yo siempre las pago.

Le sonrió.

—Mejor así.

Era guapo y se mostraba muy seguro de sí mismo. A veces le daba miedo, otras la hacía reír. Sofia retiró la mano.

—Lo siento. Has perdido…

Tancredi se rio.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque una amiga mía ha comprado entradas…

—Para un concierto.

Sofia se quedó atónita. ¿Cómo podía saberlo? A lo mejor sólo se lo había imaginado, quizá lo hubiera dicho por ver si acertaba.

—Sí, y como sabe que es algo que me gusta muchísimo…

—No te haría nunca una cosa así, ¿es eso? Pero puede que surja un imprevisto, algo que tú no hayas tenido en cuenta. Tal vez te haya escrito un mensaje para avisarte de que por desgracia no puede ir…

Sofia lo miró con fijeza. No podía creérselo, no era posible. Lo decía por decir, se estaba marcando un farol. No conocía a Lavinia. No podía haber organizado todo aquello. Abrió el bolso y buscó en los bolsillos, debajo del monedero, de la agenda, de las llaves, hasta que encontró el móvil. Lo abrió y vio el sobre que parpadeaba. Sí, pero podría ser cualquiera: Andrea, algún amigo, el aviso de que tenía una llamada perdida de un momento en el que no había cobertura. Entonces Sofia leyó el mensaje y se quedó de piedra. Era de Lavinia: «No te enfades. Voy a ver a los U2 con Fabio, no puedo decirte nada, pero creo que tu programa te gustará más, te quiero.»

Tancredi la miró con una sonrisa.

—Mi padre siempre me decía: «Por estar demasiado seguros, se pierden las apuestas más fáciles.»

Sofia se había quedado sin palabras. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué hacía aquello? ¿Había conocido también a Lavinia? ¿Había sido él quien le había dado las entradas? ¿Cómo sabía lo de los U2? Creyó que se volvía loca.

—Déjame bajar.

Tancredi se puso serio.

—Pero no es justo. Has perdido la apuesta. Las deudas hay que pagarlas.

El coche seguía su marcha.

—¡He dicho que me dejes bajar!

Sofia empezó a darle puñetazos al cristal que la separaba del chófer. Savini se dio cuenta. Miró a Tancredi por el espejo retrovisor y él le hizo un gesto de asentimiento. El coche se paró junto a la acera. Sofia se bajó corriendo de la parte de atrás y Tancredi salió inmediatamente detrás de ella.

—Espera, venga, no te enfades… —Intentó detenerla. Ella se liberó en seguida y se volvió para encararse a él:

—No me toques o me pongo a gritar.

—Tienes razón, perdona, pero hablemos un momento… —Sofia se puso a caminar de nuevo a toda prisa. Tancredi iba a su lado—. Sólo quería verte.

—No me gustas. No sabes pedir las cosas.

—¡Es que si te las pido siempre me dices que no!

—Y eso quiere decir que no y basta, hazte a la idea.

Tancredi continuó intentando hacer las paces.

—Perdona, pero eres injusta. ¡Podría haberte pedido mucho más! ¡Yo ya sabía que iba a ganar! En cierto modo he sido honesto…

—Tienes un concepto de la honestidad un poco extraño.

—Bueno, pues digamos que no me he aprovechado. Sólo te he pedido un poco más de tiempo… Venga, no te pongas así.

Le puso de nuevo la mano en el brazo. Ella se paró de repente y lo miró, molesta. Tancredi levantó rápidamente los brazos, como diciendo: «Tienes razón. ¿Lo ves?, no te toco.» Sofia exhaló un suspiro.

—¿Cómo has conocido a Lavinia?

—Ha sido una casualidad, soy amigo de Fabio. —No era verdad, pero aquello la tranquilizó. Permanecieron un segundo en silencio—. Tienes razón, me he equivocado. Hagamos una cosa: aunque hayas perdido la apuesta, te presto al chófer para que me perdones…

Aquella última frase la hizo reír. Después volvió a ponerse seria.

—No me líes más. —Se volvió de espaldas y regresó al coche caminando de prisa. Tancredi la alcanzó y le abrió la puerta. Sofia lo miró a los ojos—. Te lo repito por última vez: no vuelvas a engañarme nunca más. —Tancredi realizó un movimiento con la mano—. Y no jures como los escoltas.

Sofia subió al coche. Una vez Tancredi también hubo entrado, Gregorio Savini arrancó. De vez en cuando echaba un vistazo por el retrovisor para ver cómo iban las cosas. Era extraña aquella chica, parecía distinta de todas las demás. Tenía más carácter y era independiente. Por lo poco que había leído y comprendido de la documentación, era una muchacha profunda y sensible. Savini volvió a mirar por el espejo. Las cosas se habían arreglado, estaban riendo de nuevo. ¿Habría conseguido Tancredi salirse con la suya? Y, cuando la consiguiera, ¿se cansaría en seguida de ella? Sí. Sería como con las demás: la dejaría una mañana temprano con un regalo, una nota, unas flores, con una de las muchas frases que ya había utilizado para hacerse olvidar sin rencores.

¿Y si fuera ella la apropiada? ¿Existe una mujer adecuada para cada hombre? ¿Era ella la mujer que le estaba destinada a Tancredi? Savini sonrió. Tancredi enamorado, eso sí que habría estado bien.

—Bueno, ¿puedo ofrecerte algo? —El joven abrió un pequeño mueble de madera clara situado en el centro del coche, empotrado entre los dos asientos delanteros. Una luz iluminó diversas clases de bebidas: cerveza, cerveza sin alcohol, Crodino, bíter blanco y rojo, Campari, una botella de medio litro de vino blanco, un tinto, un botellín de champán.

Sofia no mostró ninguna admiración.

—Un Crodino, gracias.

Tancredi lo cogió, le quitó el tapón y lo sirvió en un vaso.

—Aquí tienes, ¿quieres también unas aceitunas, patatas fritas, cacahuetes?

—No, gracias…

Esperó a que él también cogiera algo. Tancredi abrió una cerveza, se la sirvió en un vaso y lo levantó hacia ella.

—Por nuestra primera salida…

Sofia lo miró. Le habría gustado añadir: «… y también la última», pero le pareció demasiado descortés, así que brindó y empezó a beber. Mientras tanto, lo observaba. Qué raro: lo había conocido en pantalones cortos y camiseta, mojado y sin nada con lo que cubrirse, pero se lo volvía a encontrar vestido con elegancia, con un espléndido coche y encima con chófer. «Cómo engañan las apariencias —se dijo espiándolo desde detrás del vaso—. Es guapo, es misterioso, seguramente rico y tal vez deshonesto. Quién sabe cómo habrá conseguido su riqueza. ¡Imagínate que me arrestaran en su compañía! ¡Qué pensarían Andrea, mis padres, mis amigas, Olja!»

—Bueno, ¿a qué te dedicas tú en la vida?

—¿Quieres decir que en qué trabajo?

—Bueno, sí, aparte del hecho de que tienes mucho tiempo libre…

—Sí… —Le sonrió, había sido una estocada certera—. ¿A ti qué te parece que hago?

Sofia se lo imaginó todo sudado, con una máscara en la cara, en una gran hacienda en Bolivia, dando vueltas por las cubas y controlando las fases de elaboración de la pasta de coca.

—Pues, no sé. Tal vez te dediques al comercio… —Bebió un poco de Crodino—. Espero que a algo legal…

—También me dedico a eso. Bastante legal. —Sofia lo miró con preocupación—. Quiero decir que tengo empresas en el extranjero e intento explotar al máximo las posibilidades de la importación-exportación. Te pondré un ejemplo: si la madera que se corta en Canadá llega directamente a Italia, pagas una cantidad; pero si la compras desde otros países europeos y después la importas a Italia, te ahorras un cincuenta por ciento…

—Ah… —Pero aquello no la había ayudado a entender en qué trabajaba con exactitud, así que decidió ser más directa—: No me gustaría meterme en ningún lío precisamente hoy, cuando, como dices tú, es nuestra primera salida…

—No. De momento no van a arrestarme… He mirado el horóscopo. —Tancredi podría haberle hablado de los centenares de acciones que formaban parte de su patrimonio, de sus inversiones y de su infinita riqueza, pero lo consideró inútil por completo. Sabía perfectamente que a ella no le interesaba todo aquello—. ¿Tú enseñas música?

—Sí, pero eso ya te lo dijo Simona, tu espía de seis años. Tienes muchas mujeres informadoras.

—Pues sí. —Tancredi sonrió. Sofia se preguntó qué le habría contado Lavinia en realidad, si le habría hablado de sus éxitos internacionales, de su particular historia. De por qué había dejado de tocar…— No me ha contado nada más… —Había adivinado sus pensamientos y no quería ponerla en un aprieto—. Excepto una cosa…

—¿El qué?

—Es una sorpresa.

—Me gustaría saberlo…

—Pero si te lo cuento estropearemos la sorpresa. Así que mira… —consultó el reloj—, lo sabrás, como máximo, dentro de cinco o seis horas. ¿Puedes aguantar?

Sofia pensó que no debía de tratarse de nada importante. Sí, podría aguantar, así que lo dejó correr. Le contó lo que había pensado de él la primera vez que lo vio.

—Pero ¿te das cuenta? Pensé: y ahora éste qué quiere, con sus pantalones cortos y completamente mojado; como mínimo, me roba el bolso, o peor aún, el coche, que justo aquel día me había prestado Lavinia.

—¡Sí hombre!

—¡Sí! Y cuando te encontré en el bar, al principio pensé de verdad que se trataba de una casualidad. Lo cierto es que a veces soy realmente ingenua… —Entonces puso mala cara—. Pero otras veces no, ¿eh…? No si me lo propongo.

—Ah, claro… No lo dudo.

—¿No me crees?

—¡Cómo no! ¿Quieres volver a apostar? Da la casualidad de que tengo alguna fecha libre para la próxima semana…

—¡Mejor que no! A saber en qué otro lío me meto… Tú ya sabías que Lavinia iba a ir al concierto con Fabio. Has jugado sucio.

—Nunca he dicho lo contrario, no habría puesto en peligro a mi chófer tan fácilmente. —Siguieron riendo y bromeando—. Y qué era aquella música del coro…

—Bach,
La Pasión según San Mateo
.

—Era extraordinaria, aunque no la había oído nunca.

—Parece que Bach en esa obra, mientras escribía sobre la crucifixión, se puso a llorar y mojó la partitura con sus lágrimas… —Tancredi estaba embobado mirándole la boca, los labios, las expresiones divertidas—. Pero ¿me estás escuchando?

—Pues claro, Bach…

—Pero si eso lo he dicho hace media hora…

Se rio a gusto y, por primera vez desde hacía muchos años, se dio cuenta de que no estaba pensando en nada, absolutamente en nada, y se sintió ligera y alegre. No obstante, de repente dejó de sonreír. Sin quererlo, se puso a mirarse desde fuera: era uno de los muchos peatones que había en la acera; veía pasar aquel coche con chófer que llevaba detrás a un hombre y a una mujer que se reían. Se reían. Y aquella mujer era ella. Entonces se acordó de lo que le había dicho Andrea poco antes de que se casaran:

—¿Sabes de qué tengo miedo?

Ella estaba colocando unas camisas en el armario.

—¿Tú? Pero si no has tenido miedo de nada en tu vida…

—Espera, espera, tiene que ver contigo… —dijo él desde el dormitorio. Entonces Sofia dejó lo que estaba haciendo y apareció en la puerta, dispuesta a escucharlo.

—¿De qué?

—De que un día quieras que alguien te corteje…

—¡Para eso estarás tú, espero!

—No, de que te corteje alguien a quien no conoces. Y de cortejar. Eso es lo que me da miedo: tus ganas de que te admiren, tus ganas de gustar y de conquistar; esas frases dichas a medias cuando empiezas a conocerte, los sobreentendidos, las alusiones, el intercambio de ocurrencias que a veces se produce entre un hombre y una mujer para decidir quién tendrá el poder…

—¿El poder? ¿De qué?

—Del amor.

Reflexionó en silencio sobre aquellas palabras. Pensó que se trataba de un miedo normal antes de dar el gran paso y decidió no darle demasiada importancia. Pero entonces, después de cinco años, sus palabras le habían vuelto de pronto a la memoria. ¿Tenía razón Andrea? Tancredi la trasladó hasta el presente con una broma y ella se rio, porque sabía que aquél era el momento de reírse. Y porque la hacía reír, porque aquel hombre era gracioso y guapo y misterioso y rico y fascinante. Y la estaba cortejando. Y ella se sentía admirada, le gustaba gustarle y, de algún modo, quería conquistarlo. Terminó de tomarse el Crodino. Cinco años atrás no habría contestado a aquellas preguntas, pero en aquel momento lo hizo. «Es sólo un pasatiempo, Andrea, no te preocupes. En este caso no tenemos que decidir quién tendrá el poder del amor. Es una simple huida. Ya te lo he dicho: después de hoy no volveré a verlo nunca más, tanto si él lo jura como si no. Lo juro yo, y ya sabes cómo soy.» Entonces Sofia escapó y volvió con Tancredi, a aquel juego.

—¿Adónde vamos? ¿Me lo vas decir o no?

—No puedo, forma parte de la sorpresa…

—Ah…

Entonces, de pronto, otra pregunta de Andrea resonó en su mente:

—¿Estás segura de que sabes cómo eres? ¿No podrías haber cambiado a lo largo de todo este tiempo? —Ella hizo como si nada. Andrea continuó—: ¿Qué pasa, no me contestas? No lo sabes, ¿verdad?

Cerró los ojos durante un instante. Estaba cansada. Cansada de tener que rendir cuentas.

—Hemos llegado.

Tancredi le sonreía y la salvó de aquella ráfaga de preguntas que iban a quedar sin respuesta. Se levantó una barrera y el coche entró en una gran explanada. Entonces ella leyó el cartel:

—Pero si es un aeropuerto…

Gregorio Savini mantuvo la puerta del coche abierta.

—Por favor, por aquí.

La hizo bajar.

Tancredi abrió los brazos.

—Y eso es un avión. En la apuesta no hemos dicho que no pudiéramos desplazarnos…

Sofia se había quedado sin palabras, caminaba entre ellos como alelada.

—Pero yo no llevo nada…

—No necesitas nada…

Al cabo de un momento se encontró sentada en un gran sillón de piel. La puerta se cerró frente a ella.

—Oye, que yo tengo que estar en casa a medianoche…

—Eres peor que Cenicienta. Lo estarás.

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