Sofia se echó a reír; después una azafata bonita y elegante le preguntó si quería algo.
—Nada, gracias…
Un capitán de pelo entrecano y voz un poco ronca la saludó:
—Buenas tardes.
Después se dirigió a la cabina, donde estaba el segundo piloto. El capitán se sentó a su lado. Los vio pulsar unos cuantos botones, bajar varias palancas. El segundo también la saludó con una sonrisa:
—Cuando despeguemos, si quiere, puede venir a la cabina.
—No, no… Gracias —rehusó con educación.
Un momento después, se encontró con una copa en la mano.
—¿Brindamos?
Sofia levantó la copa.
—¿Por qué?
Tancredi lo pensó durante un instante. Luego, no lo dudó:
—Por la música. Que se enseñe, que se escuche, que forme parte de nuestra vida, que siempre sean las notas más bellas… Por la música de nuestro interior.
Sofia se sintió feliz de brindar con él; sonrió y luego bebió. El champán estaba muy frío, lleno de burbujas, ligero, seco, perfecto. Casi no había tenido tiempo de dejar la copa cuando la azafata volvió a llenársela. A continuación desapareció como por arte de magia. Las luces se atenuaron. Desde la gran ventanilla Sofia divisaba la ciudad. Ya estaban a bastante altura, algunas nubéculas se teñían de rosa, parecían ovillos de lana que las alas cortaran por la mitad. A lo lejos se veía el mar. Sobre aquel azul aparecían manchas blancas de espuma de forma espontánea; debían de ser las olas. Entonces se le acercó el auxiliar de vuelo:
—¿Quiere venir, señora? Al capitán le gustaría que se reuniera con él.
Sofia miró a Tancredi como para pedir permiso o simplemente preguntarle: «¿Qué hago?»
—Ve si te apetece… —Tancredi se rio—. Sólo te quiere a ti. De mí ya está harto.
Así que, escoltada por el asistente de vuelo, se dirigió a la cabina. El comandante la saludó:
—Por favor, siéntese.
—Pero a ver si voy a tocar algo y armo un lío.
El comandante soltó una carcajada.
—Al menos así animaría un poco la tarde… —En seguida la tranquilizó—: No se preocupe, no puede suceder nada.
Sofia se sentó a su lado. Miró hacia delante. No había nada, sólo el horizonte a lo lejos y, cuando entraban en una nube, todo se precipitaba a una velocidad increíble. Apenas tenía tiempo de verla cuando ya había pasado. Más allá. Aquello era volar: estar más allá. Como si no hubiera distancias, en un instante estar en otra parte y pertenecer al mundo. Aquella extraña sensación fue la que tuvo Sofia mientras estuvo sentada al lado del comandante.
—Gracias. Es precioso.
—No hay de qué —contestó él. Y ella siguió mirando aquel infinito, delante de sus ojos. Más abajo veía pasar el mar, ciudades, bosques, carreteras, lagos, otros bosques más oscuros. Y poco a poco fue anocheciendo.
—Perdóneme, tendría que recuperar mi puesto —le dijo el segundo mientras sonreía con embarazo.
—Pues claro… Perdóneme usted. —Se levantó y salió de la cabina.
Gregorio Savini observó a la chica mientras regresaba a su asiento y la puerta se cerraba a su espalda. Se sonrieron. Él siguió hojeando el periódico. Sofia se sentó. Cuando la vio llegar, Tancredi se levantó.
—Y bien, ¿cómo ha ido? ¿Has tenido miedo?
—Para nada. Es increíble. Ha habido un momento en el que ha girado a la derecha, así que vamos hacia allí…
Señaló la dirección intentando, curiosa, adivinar adónde iban.
Tancredi asintió.
—Sí…
Entonces le movió un poco el brazo.
—Pero un poco más hacia allá.
—Ah. —Sofia fingió que lo había entendido—. ¿Sabes? Es la primera vez que estoy contenta de haber perdido una apuesta.
Tancredi le sonrió.
—Es la primera vez que yo estoy contento de ir a Verona.
El avión aterrizó un poco más tarde. A la salida del aeropuerto, los esperaba un coche idéntico al de Roma. Tancredi se hizo el gracioso y abrió el cajón de madera, el de en medio de los dos asientos delanteros del vehículo.
—Bueno, ¿puedo ofrecerte algo? ¿Una cerveza, un bíter blanco o rojo, un poco de vino, champán…?
Sofia le siguió el juego.
—Me parece que esta escena ya la he vivido. —Se puso el índice sobre los labios, como si fuera una niña pequeña—. ¿O no? —Aquel gesto excitó muchísimo a Tancredi—. Es como estar en aquella película en la que cada día se repetía la misma historia…
—Ya sé cuál dices, la de Bill Murray, esa en la que siempre vive la misma jornada y así consigue conquistar a las mujeres, porque aprende a conocer sus gustos. La primera vez puede que te equivoques, pero si al final lo sabes todo sobre la persona que te interesa, está claro que resulta más fácil…
—Sí…
—Pero así no tendría ninguna gracia, ¿no?
—No, creo que no.
Tancredi hizo como si nada. Al cabo de un momento, se lo pensó mejor:
—Algunas películas hacen que la vida parezca mucho más fácil de lo que es. Por eso llegan las decepciones después.
—O tal vez nos sintamos decepcionados por haber pedido demasiado. —Permanecieron un rato en silencio. Entonces Sofia se volvió hacia él—. Pero esta noche es tan bonita como una película.
—Me alegra que te estés divirtiendo. Aquí es, hemos llegado.
El Bentley se detuvo delante del Due Torri Hotel Baglioni. Gregorio Savini se bajó del coche y le abrió la puerta para que bajara. Sofia se quedó impresionada por la belleza del hotel, en pleno centro de Verona. Entonces se puso tensa. ¿Para qué se habían parado en un hotel? ¿Qué iban a hacer allí? Intentó calmarse. Tal vez formara parte de la sorpresa.
—¿Está aquí el secreto?
Tancredi sacudió la cabeza.
—No, aquí descansaremos un poco…
—Pero si no estoy cansada.
—Si quieres, charlamos un poco o nos damos una ducha.
—¿Es aquí donde traes a tus mujeres? —le preguntó Sofia, molesta.
La llegada del director, que apareció en aquel instante, salvó a Tancredi.
—Doctor Ferri Mariani. ¡Por fin! Estoy encantado de que nos visite, es un placer conocerlo.
—¿Lo ves?, es la primera vez… —susurró Tancredi.
El director llamó a unos mozos.
—¿Llevan maletas, algún equipaje?
—No, estamos de paso, nos vamos casi en seguida.
El director se sorprendió.
—Cuando me llamó el año pasado para informarse sobre el hotel, me sentí muy honrado y, cuando después lo compró, fui muy consciente de mis responsabilidades… ¿Quiere verlo?
—No, volveré pronto. Hoy estamos de vacaciones.
—Muy bien, como usted desee. Entonces les acompaño. —El director pasó a la recepción y a continuación tomaron el ascensor—. Por aquí, señora. Ésta es su suite… —Abrió la puerta con una tarjeta magnética e invitó a Sofia a entrar—. Por favor… Aquí está el dormitorio, por si quiere descansar; aquí está el salón, aquí el baño y ésta es la vidriera que da a la terraza. Desde aquí se pueden ver los campos y las viñas de nuestro buen Valpolicella, allí se ve la Arena donde… —Advirtió la mirada de Tancredi y comprendió que estaba hablando demasiado—. Bueno, en definitiva, es una suite muy famosa. Para cualquier cosa, llámenos, estaremos encantados de serle útiles.
Una vez sola, Sofia se sentó en la cama, se dejó caer hacia atrás y se quedó tendida mirando hacia el techo. «No me lo puedo creer. Este hotel es precioso y Tancredi lo ha comprado. Sólo esta habitación es más grande que toda mi casa.» Dio unas cuantas vueltas por el salón: había un televisor de plasma de al menos cuarenta pulgadas colgado de la pared como un cuadro; también había un lector de CD Bang & Olufsen sobre la mesa; contaba con dos grandes altavoces y una superficie plana y vertical para los CD que se abría con tan sólo rozarla. Luego fue al baño. Era de un mármol perfectamente trabajado y la ducha tenía un enorme grifo cuadrado. Probó el agua, que se podía regular con unos botones. Brotaba como una especie de lluvia tropical, o con un chorro más lento —como el agua que baja de los canalones—, o con un chorro único, más fuerte, como una cascada.
Oyó que el teléfono sonaba. También se podía contestar desde el baño.
—¿Sí?
—¿Estás en la cama? ¿Duermes?
«Ya está, lo sabía», pensó Sofia.
—No. Y además, si estoy durmiendo, ¿cómo voy a contestar?
—Bueno, quizá porque te hubiera despertado… ¿Puedes salir a la terraza?
—Claro. —Sofia colgó y se dirigió hacia la vidriera. Salió afuera. El balcón lindaba con la otra habitación. Miró a su alrededor. Tancredi estaba al fondo de la baranda, así que se dirigió hacia allí.
—Mira… —Le señaló las colinas lejanas y el sol todavía alto sobre los viñedos—. Cuando el director me habló de esto, me convenció. ¿A que parece una mujer tendida sobre un manto verde? Aquellos son sus senos y lo de abajo unas piernas largas. Y esos viñedos, ¿no te parecen la tela de su vestido, y el sol de ahí al fondo su sonrisa?
Sofia entrecerró los ojos. Las colinas sí que recordaban el cuerpo de una mujer.
—Es verdad.
—A veces no sabemos apreciar lo que nos rodea. Siempre tenemos demasiada prisa…
—¿Qué quieres decir?
Sacudió la cabeza.
—¿Lo ves? Tú buscas otra cosa en mis palabras, tal vez una insinuación. Sin embargo, yo simplemente quería decir lo que he dicho. La belleza está a nuestro alrededor. A veces estamos ciegos. —Sofia sonrió y al fin se relajó. Tancredi se dio cuenta—. Eso es, ahora parece que me he explicado bien, lo veo. Es una lástima perderse las cosas bonitas de esta vida. ¿Nos vemos abajo a las seis? —Miró el reloj—. Dentro de cuarenta minutos, ¿de acuerdo?
—Sí.
Sofia volvió a entrar en su habitación, se quitó los zapatos y se tendió en la cama. Cruzó las piernas y se puso las manos en la barriga. Cerró los ojos y empezó a pensar. Poco a poco fue repasando todo lo que había ocurrido con Tancredi: el encuentro en la iglesia, la charla en la escalera, después el nuevo tropiezo en el bar y, al final, aquel día, Lavinia, las entradas para los U2, Ekaterina Zacharova, el avión y, entonces, Verona. No podía creérselo, se sentía como arrastrada, arrancada de sus puntos de referencia. Y se había dejado llevar. ¿Dónde acabaría?
Se echó a reír. Qué exagerada, ¿dónde podía acabar? En ningún sitio. Iba a vivir aquel día y más tarde lo recordaría. Se lo contaría a Lavinia después de echarle una buena bronca. Como se conocía, cogió el móvil, programó el despertador a las seis menos diez y lo apagó. De todos modos, estaba en clase con sus chicos, ¿no? Tampoco podía tenerlo encendido. Y con aquel pensamiento, se durmió.
El cielo rosado del atardecer. Unas gaviotas vuelan bajas, cada vez más, y rozan el agua. Una de ellas coge algo con el pico; durante un segundo, se la ve a contraluz, brilla en el azul del mar. Luego toma altura, va subiendo, cada vez más arriba, y se pierde entre las nubes con su pescado. Sofia está tendida en la arena, apoyada sobre los codos, las piernas ligeramente dobladas. No lleva nada, está desnuda y bronceada. Divisa unos rizos claros entre las piernas y ninguna marca de bañador. Se toca el pecho, se acaricia el pezón, se vuelve a poner un poco de crema.
—Eh, pero ¿qué estás tramando tú sola? ¿No me esperas? —Su voz. Cálida, sensual, maliciosa, escondiendo una carcajada. Sofia mira a la derecha, a la izquierda, a su espalda—. Estoy aquí…
Entonces por fin lo ve. Está en el agua, delante de ella. Sofia cierra un poco las piernas mientras él sale del mar. Sonríe mientras camina. El agua le llega al pecho, después desciende más abajo, hasta el vientre, hasta la cadera… Él tampoco lleva bañador. Sigue caminando. Ahora el agua sólo lo cubre hasta la altura de los muslos y Sofia, al verlo, se sonroja. Pero no se vuelve, sino que mira su deseo. También Tancredi sonríe, sin vergüenza, sin pudor, mirándola entre las piernas ya entreabiertas. Entonces se oye el grito fuerte de una gaviota, aún más fuerte, cada vez más. Parece como si el mar se retirara. Las nubes desaparecen, el cielo se despeja.
De pronto Sofia abrió los ojos. El despertador. «¿Ya? ¡Cómo ha volado el tiempo! Para mí que es la tensión de toda esta historia. —Se sentía todavía caliente y excitada—. Menos mal que ha sonado el despertador. —Quién sabe lo que habría ocurrido después, se habría tendido a su lado, ¿y luego? Se sonrojó—. Menos mal que me he despertado. ¿Con qué cara lo habría mirado si hubiera soñado hasta el final?» Se echó a reír, fue al baño, se lavó la cara con agua fría, se maquilló con lo poco que llevaba y se peinó. Después se miró al espejo. «Pero ¿qué te está pasando? ¡Normalmente nunca te acuerdas de los sueños!» Luego salió de la habitación. Llamó el ascensor y, cuando llegó al vestíbulo, miró a su alrededor.
El director salió a su encuentro:
—El doctor Ferri Mariani la está esperando fuera.
Sofia le dio las gracias y se dirigió a la salida.
—¡Aquí estoy! —Tancredi estaba fuera, pedaleando sobre una bicicleta—. Aquélla es la tuya. —Le señaló con la barbilla una bicicleta que estaba aparcada delante del hotel, ligeramente apoyada en el caballete—. Pero sabrás montar, ¿verdad? ¿No te irás a caer? ¡A ver quién aguanta luego a tus alumnos si, en vez de tener un día a Zacharova, la tienen durante un mes!
Sofia rio divertida.
—¡Pues claro! ¡Todavía estoy en forma! —Y diciendo aquello, levantó el caballete, subió a la bicicleta y empezó a pedalear—. Mira… también sé ir sin manos. —Las quitó y recorrió unos metros. En seguida, viendo que se ladeaba, cogió de nuevo el manillar—. Y bien, ¿adónde vamos?
—Por aquí…
—¿Seguro?
—¡El director me ha hecho un plano!
Y de aquel modo se pusieron a pedalear el uno junto al otro, tranquilos, serenos, sin prisa.
—¿Has descansado un poco?
—Sí…
Sofia pensó en su sueño, en la imagen de Tancredi saliendo del agua excitado. Ladeó la cabeza de manera que el pelo le cayera delante de la cara y se escondió al notar que se sonrojaba.
—Aquí es, hemos llegado. Ésta es la famosa casa de Julieta. —Dejaron las bicicletas a un lado—. ¿Habías estado antes en Verona?
—Sólo una vez. —Sofia se acordó de que había tocado en la Arena en un concierto muy importante acompañada por grandes músicos extranjeros—. Pero no había estado en la casa de Julieta.
—Bueno, pues ése es el balcón y ésa es la estatua. Ya sabes qué hay que hacer, ¿no?
—Sí.
Acarició el seno derecho de Julieta y cerró los ojos.