Lavinia le dedicó una sonrisa.
—Pero yo sigo siendo la misma, tu amiga la liante… ¡Sólo que ahora follo un poco más!
—Ah.
Sofia estaba a punto de empezar a hablar de nuevo cuando Lavinia la detuvo:
—Venga, estaba bromeando. —Después le regaló una preciosa sonrisa—. En realidad te he invitado aquí porque tengo una sorpresa para ti. —Y sin darle tiempo a replicar, se sacó una entrada del bolsillo.
Sofia se quedó sin palabras.
—Los U2. ¡No me lo puedo creer!
Lavinia estaba muy contenta.
—¿Lo ves? Eres tú la que siempre quiere echarme la bronca…
—¡Porque te lo mereces! ¿Cuándo es el concierto?
—Esta noche.
—Ostras, me lo podrías haber dicho antes.
—Lo sé, pero no estaba segura de poder conseguirlas. ¡No sabes lo que he tenido que hacer!
—Podría haber avisado a Andrea, ¿a qué hora es?
—A las nueve. Es perfecto. Venga, te recojo en la iglesia y vamos al concierto como dos quinceañeras.
Entonces volvió el camarero.
—¿Y bien? ¿Cómo estaba todo? ¡Pero si no os lo habéis terminado!
—Se nos ha pasado el hambre. ¿Puedes traernos los postres, por favor?
—Como queráis.
Recogió los platos y se alejó.
Sofia buscó el móvil en el bolso y llamó a Andrea.
—Hola, ¿qué haces?
—Estaba trabajando con el ordenador, ¿todo bien?
—Sí, estoy comiendo con Lavinia…
Sofia, al darse cuenta de que Lavinia la estaba observando, se levantó y salió del local. Su amiga bebió un poco de agua y luego contempló a Sofia mientras ésta caminaba arriba y abajo con el móvil puesto en la oreja. Le estaba explicando toda la historia a Andrea, o al menos la que ella creía saber. ¿Cómo iba a reaccionar cuando lo descubriera? Sólo esperaba que no se enfadara demasiado. Tal vez se hubiera equivocado, pero entonces ya era tarde, no podía hacer nada. En aquel mismo momento, Sofia entró y se sentó delante de ella. Era feliz.
—No hay problema. Andrea se organiza él solo. Pedirá una pizza, lo ha hecho otras veces.
Les llevaron la macedonia y el dulce. Las dos empezaron a comer.
—¿Cómo está? —preguntó Sofia señalando el tiramisú.
—Riquísimo… ¿Quieres?
—No debería… Pero hoy es un día especial… —Alargó el tenedor y cogió un trozo—. Mmm, qué bueno. Se come bien aquí.
—¡Sí! ¿Qué ha dicho Andrea? ¿Está contento de que vayas conmigo al concierto o no?
—Sí. Me he tenido que inventar que habíamos discutido un montón a causa de tu comportamiento, que te había amenazado con que no volvería a verte más y que tú hoy habías intentado arreglarlo con los U2…
—Es casi verdad…
—¿Y sabes qué más me ha dicho?
—¿Qué?
—¿No será que os cubrís la una a la otra? —Lavinia estuvo a punto de atragantarse. Bebió un poco de agua. Andrea no sabía lo cerca que había estado de acertar—. ¿Entiendes cómo me ve ahora? Tan culpable como tú… Con una pequeña diferencia.
—¿Cuál?
—¡Que tú follas con otro y yo no!
—Sí… —Lavinia quiso añadir algo más, pero pensó que era mejor no hacerlo.
—Los hombres que aman son celosos.
—Seguramente…
Sofia se comió el último trozo de melocotón.
—Sólo hay una cosa extraña.
Lavinia se quedó helada. «Oh, no —pensó—. ¿En qué me he equivocado? Lo sabía, lo sabía…»
—¿Qué? —preguntó intentando esconder al máximo su miedo.
—Los U2 son uno de los grupos de rock que más me gustan… Sólo que… Antes también lo he pensado… Nunca te lo había comentado, nunca hemos hablado de ello…
Lavinia no perdió el tiempo:
—Eso es que empiezas a perder facultades. Estábamos en tu casa, viendo una película en la tele los cuatro juntos, y emitieron el anuncio de su concierto: te pusiste como loca.
—Pero ¿cuándo?
Lavinia se comió otra cucharada de tiramisú fingiendo naturalidad.
—No sé… Hará dos o tres años.
—No me acuerdo.
—¿Quieres? —Lavinia le ofreció el último trozo de tiramisú en un intento por distraerla.
—No, no, gracias.
Entonces se lo comió ella con un suspiro. Se había convertido en una buenísima actriz.
Sofia miró el reloj.
—Es tardísimo… ¡Me voy corriendo! ¿Pagas tú? Ya te lo daré esta noche… ¿Vale?
—Sí, claro, no te preocupes.
Sofia cogió el bolso, pero antes de irse se volvió.
—¿Y cuál es mi cantante favorito, incluso más que los U2?
—¡No, eso no me lo has dicho nunca!
—¡Norah Jones! —y salió rápidamente.
Lavinia volvió a sentarse, estaba agotada. A saber cómo acabaría aquello. A lo mejor después de aquella noche Sofia conseguiría entender su historia con Fabio. O tal vez no comprendiera nada y la perdiera como amiga. Las cartas estaban echadas. Miró las dos localidades. De todos modos, había conseguido las dos entradas para los U2 gratis y, si todo salía como esperaba, también lograría que Sofia la cubriera. Cogió el móvil y empezó a escribir el mensaje. Miró la hora. Se lo había pedido explícitamente. Tenía que enviarlo justo al cabo de media hora.
Sofia fue corriendo hasta la iglesia donde se hallaba la escuela de música. No estaba en forma; tal vez debería hacer como Lavinia y apuntarse al gimnasio, pero no para entretenerse, sino para recuperar el aliento. Entonces, de repente, aflojó el paso. Delante de la escalinata vio a una mujer. La había visto antes en alguna parte, pero no recordaba dónde. Le sonreía mientras iba a su encuentro.
—Buenas tardes, soy Ekaterina Zacharova, ¿te acuerdas de mí? Estudiamos juntas en los primeros años de formación en el Conservatorio de Santa Cecilia.
¡Pues claro! ¿Cómo había podido no reconocerla?
—Por supuesto, ¿cómo estás?
—Bien, gracias. ¿Sabes que Olga Vassilieva también me estuvo acompañando a mí durante un tiempo?
Lo recordaba perfectamente, había sentido muchos celos por aquel motivo. Pero no lo admitiría nunca. Ekaterina era mayor que ella, había empezado antes y era natural que en aquella época ganara más concursos que ella. Pero luego lo abandonó todo: se casó, tuvo hijos y Sofia la perdió de vista. Ahora que podía mirarla con más atención, se notaba la diferencia de edad que había entre ellas. Tenía arrugas en la cara y el cabello oscuro que entonces la hacía tan fascinante había perdido el brillo. Sofia sentía curiosidad, pero llegaba con mucho retraso. Tenía que encontrar el modo de cortar por lo sano con aquel encuentro.
—Bueno, ha sido una bonita sorpresa. ¿Qué haces por aquí? ¿Vives cerca?
—La verdad es que no. Vivo en Florencia. Enseño allí, pero hoy me han llamado para sustituirte.
Sofia se quedó sin palabras.
—¿Sustituirme?
—Sí. —Entonces se rio casi con embarazo—. Me han ofrecido tanto dinero que no he podido negarme. Es como un año de clases. —Ekaterina se acercó y le dijo casi al oído, en tono confidencial—: ¿Sabes? Estoy divorciada. He tenido muchos problemas últimamente; esto de hoy es la única cosa buena que me ha ocurrido en el último año… —La sustituta la miró con intensidad. No había previsto aquella reacción—. No te supondrá un problema, ¿verdad? Ya me han pagado.
—No, es que no sabía nada… Pero ¿quién ha sido?
—Ah, no lo sé… Vino a mi casa un señor muy elegante, de unos sesenta años; fue la semana pasada. Me organizó el viaje, me reservó el hotel y me pagó en metálico al momento. —Entonces Ekaterina vio que Sofia llevaba las partituras bajo el brazo—. ¿Puedo? —Sofia la dejó hacer, incapaz de reaccionar—. Ah, tú también usas el Hanon para los ejercicios de técnica… ¡A mí me encanta! Es ideal para dar los primeros pasos en piano. Yo también utilizo este método, ¿sabes? Mejor así… Ahora me voy, ya ha llegado uno de tus chicos. Ya verás cómo se encuentran cómodos conmigo. —Se dio cuenta de que Sofia se había quedado sin palabras e intentó ser amable—: No estés celosa. Es sólo por hoy. Cuando vuelvas estarán más contentos. Has sido siempre tan buena que debe de ser un honor aprender contigo.
Después subió aprisa la escalera.
Ekaterina Zacharova desapareció en el interior de la iglesia e, inesperadamente, un coche se detuvo en el otro extremo de la calle. Permaneció con el motor encendido, tenía los cristales oscuros. Sofia se preguntó si era una casualidad. Cuando la puerta se abrió, todo quedó claro.
Bajó del coche sonriendo; extendió los brazos y levantó las manos, como para disculparse.
—Espera, no te enfades. —Tancredi la miró intentando convencerla—. Sólo te robaré un minuto…
Sofia no podía creérselo. Debía de estar soñando. Tancredi se acercó a ella mientras la joven bajaba la escalera. Estaba bastante enfadada.
—¿Cómo te atreves a entrar en mi vida sin permiso?
—Pero si no he entrado en ella: sólo le he echado un vistazo y he visto que trabajas demasiado. —Para Sofia era una situación completamente absurda. Creyó que lo mejor sería irse a su casa. Tancredi siguió observándola e imaginó lo que estaba pensando—. De acuerdo, hagamos una cosa: esta tarde pasamos un rato juntos y unimos la utilidad con el placer. —Se dio cuenta de que Sofia se estaba poniendo nerviosa, así que continuó—: El placer podría ser que te tomaras unas breves vacaciones, pero, sobre todo, que haces una buena acción, dado que Ekaterina Zacharova, como sabes, no lo está pasando demasiado bien. Lo útil sería que nos conoceríamos.
—¿Y por qué será útil?
—Porque así después podrás decidir si quieres volver a verme. En caso de que la respuesta sea no, desapareceré.
—Ya lo habías prometido, y sin embargo aquí estás.
—No. Pasaba por casualidad por la zona cuando te he visto en la escalinata y, de repente, me he dado cuenta de que tenías la tarde libre… A propósito, ¿no te parece extraño que siempre nos encontremos delante de una iglesia?
—No me parece extraño, todo esto me parece absurdo… —Tancredi estaba de pie frente a ella. Llevaba una americana azul, una camisa blanca y unos pantalones de algodón grises. Iba muy elegante. Sofia no conseguía explicarse aquella situación. Había vuelto a ocurrir y le molestaba aquella intrusión en su vida. Aun así, era cierto que la constancia de Tancredi había conseguido avivar su curiosidad—. No te rindes nunca, ¿eh?
—Casi nunca. A veces sí, sólo cuando me doy cuenta de que podría resultar maleducado. Si me dices que no te busque más, esta vez lo haré.
—¿Mantendrás tu palabra de verdad?
Tancredi cruzó los dedos sobre la boca.
—Lo juro.
Sofia se echó a reír.
—¡No había visto un gesto así desde que dejé los escoltas! ¡Hace casi veinte años!
—¿Lo ves?, me necesitabas a mí para volver a ser una escolta, y sobre todo para hacerte reír.
Ella levantó una ceja.
—¿No volveremos a vernos después de hoy?
—Si tú no quieres, no, ya te lo he dicho.
—¿Y si me secuestras?
Tancredi suspiró.
—¿Gregorio? —Se abrió la ventanilla delantera. Savini se asomó—. ¿A que no voy a secuestrarla?
—En absoluto, señora, puede fiarse de él.
Sofia miró a Tancredi y él extendió los brazos como diciendo: «Lo has visto, ¿cómo no te vas a fiar?» Entonces ella también sonrió. Había que reconocer que la situación era bastante divertida, no había nada de malo en charlar un rato con él. Darían una vuelta y luego no volverían a verse. Decidió aceptar la invitación.
—De acuerdo.
Tancredi abrió la puerta del coche y la hizo subir; después la cerró y rodeó el vehículo hasta alcanzar la otra portezuela. Subió él también y el elegante Bentley Mulsanne arrancó sigilosamente. Tancredi la miró. Sofia parecía encontrarse a sus anchas.
—Estoy muy contento de haber sido capaz de convencerte. Habría sido un error no darnos esta oportunidad de conocernos un poco mejor.
Sofia levantó las cejas.
—¿Un error para quién?
—Para los dos, tal vez…
El automóvil circulaba de prisa. Tancredi pulsó un botón y una gruesa mampara de cristal se interpuso entre ellos y el chófer. Cuando se cerró del todo, Tancredi la miró: era más bonita de lo que recordaba, de como aparecía en todas aquellas grabaciones y en las fotos. Mientras observaba su boca, sus ojos que miraban hacia delante, sus manos inmóviles sobre las piernas, recordó las redacciones que había leído, sus poesías, las frases que había subrayado en aquellos libros, las que había escrito en sus diarios. Se acordó de cómo la había visto de jovencita en las fotos del pueblo, en aquella motocicleta…
Sofia se volvió hacia él.
—Has conseguido lo que querías, ¿estás contento?
—Mucho. ¿Tú no?
—Yo no lo he buscado.
—Tienes razón.
—Si te hubieran dado a ti una sorpresa así, ¿cómo te la habrías tomado?
Tancredi sonrió.
—Buena pregunta. ¿Me dejas que lo medite un momento?
—Claro.
Sofia, en cambio, pensó en su vida, en sus alumnos con Ekaterina Zacharova, en ella en aquel coche con un desconocido. Y luego en su marido. ¿Qué habría dicho Andrea de todo aquello? Y de repente se acordó de una frase de Lavinia:
«"El sentimiento de culpa pertenece a nuestra cultura, nos lo ha inculcado la Iglesia…" ¿Y entonces? ¿Yo me siento culpable? —Y en aquel instante se dio cuenta—: No. Me siento libre.»
—Quizá me hubiera dado miedo.
Las palabras de Tancredi la sacaron de sus pensamientos.
—¿En qué sentido?
—El mundo está lleno de locos… Pero si después hubiera visto a Savini, me habría tranquilizado. Mejor dicho, me habría gustado una sorpresa así. ¿Quieres darme una tú también?
—No sería capaz. No soy tan testaruda como tú, nunca habría podido encontrar a Ekaterina. Y además, cuando me dicen que no, con una vez tengo bastante.
—Es que yo finjo que no oigo.
—Esta vez lo has jurado.
—Es verdad… —Repitió el signo de los escoltas y Sofia volvió a reírse.
—De todos modos, hacia las ocho y media tengo que estar de nuevo en la iglesia. Tengo un compromiso esta noche.
—¿Seguro?
—Claro. No te estoy mintiendo.
Tancredi permaneció en silencio durante unos segundos.
—Entonces haremos una cosa: si el compromiso de esta noche se cancela, te quedas conmigo.
—Es imposible que se cancele.
—Apostémonos algo.
—¿Y yo qué gano?
—Lo que quieras. ¿Quieres bajar del coche? ¿Tienes miedo?