Sofia levantó la cabeza y observó al Jesús estilizado y, a continuación, al Cristo de la cruz moderna. Le pareció que la miraban con buenos ojos. Entonces, casi se avergonzó, porque sabía que Él ya estaba al corriente de lo que ella quería pedirle. Pero era como si quisiera oírselo decir con claridad, para no equivocarse. Así que Sofia lo dijo en su corazón, en voz alta a pesar de continuar en silencio. «Me gustaría ser feliz.» Y fue como si, de repente, el Cristo estilizado se hubiera acercado a ella y como si el Cristo moderno también hubiera bajado de la cruz y ambos hubieran ido corriendo a su encuentro. Estaban allí, de pie, delante de ella, para oír, para entender mejor. ¿Qué significa esa petición? «¿Me gustaría ser feliz?» Pero ¿qué quiere decir exactamente? Era como si la miraran a los ojos, como si hurgaran en su corazón, como si estuvieran allí para excavar, para buscar, para encontrar el verdadero significado de aquellas palabras.
Sofia bajó la cabeza y, en aquel instante, se sintió más sucia que nunca. Se avergonzó de lo que había pedido. Quería lavarse las manos, quería que su felicidad se la diera Dios directamente o, mejor, la muerte. Sí, porque si la operación no salía bien, ella sería libre. Sin tener que decir nada, sin dar explicaciones, sin ninguna responsabilidad. Y, sobre todo, sin tener que escoger.
Si Andrea moría, ella no tendría que sentirse culpable por ser feliz.
Entonces se imaginó ante un tribunal, sentada en el banquillo de los acusados. El juez invitó a la sala a guardar silencio. «¿Han llegado a un veredicto?»
«Sí, Su Señoría.» El jurado tenía la sentencia en la mano. La miró durante unos segundos y, a continuación, la leyó: «Inocente culpable.»
Sofia cogió el ascensor y volvió a la habitación 539. Se quedó allí, en silencio, sentada en el sofá, con la cabeza entre las manos. Oía pasar los segundos en el gran reloj que había colgado encima de la puerta. Cada uno de los sonidos de las manecillas la acercaba a un final.
Más abajo, mucho más abajo, en el frío de una sala de operaciones, el cirujano y sus ayudantes se movían alrededor de la mesa. Era como una partida en un tablero de juego. Pero sólo había un hombre que pudiera perder.
Habían transcurrido más de diez horas. Sofia sostenía un vaso en la mano. Lo acababa de llenar para beber cuando llamaron a la puerta de la habitación. Interrumpió el gesto a medio camino y dejó el vaso sobre la mesa que había a su lado.
—Adelante…
El pomo descendió lentamente y en el umbral apareció una enfermera. Era una mujer que no había visto antes. Se quedó un momento inmóvil, como si no supiera qué decir, como buscando las palabras adecuadas. Entonces el profesor se le adelantó.
—Ha ido todo muy bien.
Unas cuantas horas más tarde, entró la cama, transportada por otros enfermeros, que llevaba a Andrea dormido. Lo dejaron en su sitio y le colocaron bien el gotero. Después, el anestesista le dio unos golpecitos para comprobar que estaba efectivamente despierto, y Andrea reaccionó.
Todos salieron de la habitación de inmediato. Sofia se acercó a la cama. Andrea abrió los ojos poco a poco y la vio. Movió la mano hacia ella sobre las sábanas. Era como si la buscara, como si necesitara oír que todo era verdad. Entonces Sofia le cogió la mano y se la apretó con fuerza. Andrea cerró los ojos, sonrió más tranquilo y en aquel momento Sofia quiso morirse por lo que se había atrevido a pedirle al destino.
En la villa Ferri Mariani.
Sólo el silencio y el eco de aquellas estancias vacías. El gran salón con la chimenea en el centro. La escalera que subía hacia sus habitaciones.
Tancredi estaba allí abajo. Casi le parecía oír la alegría de las fiestas, el ruido de los platos, el vino, el champán, los dulces colocados en las mesas. Las celebraciones importantes: los dieciocho años de su hermano Gianfilippo, los de Claudine, los suyos. El eco de los recuerdos de una familia feliz.
—Venid, abramos los regalos, ya casi es medianoche…
Las muchas Navidades que pasaron juntos.
—Eso es, vamos a pintar los huevos. Los haremos como si fueran muchos personajes: el vigilante, la bailarina, un vaquero, una india… —Ellos, de niños, junto a sus padres, recortando papeles tintados para vestir los huevos de Pascua, pintándolos con acuarelas y pinceles, usando los rotuladores.
—Mirad, aquí hay embutido cortado a rodajas, salchichón. Y aquí tenéis una tarta de queso que he dicho que os hagan para vosotros…
Su madre, Emma, y sus atenciones.
—¡Pero, papá, no es justo! ¡Gianfilippo se está comiendo toda la
pecorella
!
—Tienes razón. Deja un poco de dulce para tu hermana…
Su padre, Vittorio, y sus intentos de que se pusieran de acuerdo.
—¡Pero, papá, la masa de almendras engorda, y ella ya está bastante llenita!
Se rio con aquel recuerdo. No era cierto. Claudine estaba delgada, siempre estaba en forma, era preciosa. Sólo lo dijo porque él también quería comer un poco. Era el más pequeño, y le parecía que lo tenían menos en cuenta.
Claudine. «¿Qué te pasó, Claudine? ¿Por qué te fuiste sin despedirte? Eso no se hace. No es justo. —Recordó aquella noche, el dolor por no haberse quedado a escucharla. Su última sonrisa cuando tal vez ya lo había decidido—. ¿Qué querías decirme, Claudine?»
Subió la escalera. Llegó al piso de arriba. Recorrió el largo pasillo que llevaba a los dormitorios: el suyo, el de Gianfilippo y, al final, en la última habitación del fondo, el de Claudine. Abrió la puerta lentamente. Había alguna telaraña, un poco de polvo. En aquella casa no vivía nadie desde hacía mucho tiempo. Sus padres residían en una villa de la Costa Azul. El clima era mejor allí y decidieron trasladarse porque su padre tenía problemas respiratorios. Se sintió culpable. Hacía por lo menos dos meses que no hablaba con ellos. En realidad, habían pasado seis. Después de la muerte de Claudine, nada había sido fácil entre ellos. Sólo hablaba con Gianfilippo de vez en cuando.
Entró en la habitación de Claudine. Estaba intacta. Todo seguía en el mismo lugar: los peluches sobre la cama, los muñecos en el escritorio, las cortinas de color fucsia con los lazos de un color más claro que las mantenían recogidas. Todo como siempre. Entonces, de repente, se dio cuenta de algo. Acababa de verlo en aquel momento, después de tantos años. Aquella habitación era la de una niña. Había pequeños objetos por todas partes: caramelos, muñecas, peluches, lápices con capuchones divertidos. Cuando Claudine se suicidó, tenía veinte años. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Claudine nunca había crecido. No quería crecer. Pero ¿qué la asustaba?
Abrió los cajones, hurgó entre sus cosas: fotos, frascos de perfume, unas llaves, muchos anillos sin valor, lápices de colores, gomas, postales, varias cartas. Ya había mirado y remirado todas aquellas cosas; las examinó una y otra vez al menos durante dos años después de lo ocurrido. Había leído y vuelto a leer aquellas postales y aquellas cartas miles de veces, pero nunca había encontrado nada, ni una pista, ni una preocupación, nada que pudiera hacer pensar en el motivo de su decisión. Entonces, de repente, se produjo lo que no había ocurrido durante todos aquellos años.
Tancredi miró el tablero lleno de fotos: recuerdos de las fiestas de los dieciocho años, la de Claudine, las de sus amigas, las de sus amigos; otros momentos de su vida: del colegio, de los pocos viajes, de los muchos veranos. Finalmente, se fijó en una imagen. En ella, Claudine era pequeña, tendría unos once años. La instantánea se la había hecho él. La quitó del tablero y la observó con más atención. Claudine sonreía, escondida entre las hojas; sólo se veían su rostro y las manos que mantenían apartadas las ramas. En un instante, viajó atrás en el tiempo. Hasta aquel día.
—¡Pero si es facilísimo!
—¡Pues yo no puedo!
Tancredi miraba aquella cámara fotográfica e intentaba entender cómo funcionaba.
—¡Tienes que apretar el botón de arriba, el de la izquierda!
—¿Éste?
—Sí, ése de ahí. —Claudine trepó al árbol sirviéndose de los travesaños de madera que había clavados en el tronco y que hacían las veces de escalera. Al llegar arriba se asomó—. Eso es. Ahora mira ahí dentro y enfócame. —Apartó las hojas que tenía delante y apareció con toda su sonrisa en medio de las ramas—. ¡Venga, dispara!
Tancredi apretó el botón.
—Ya está.
Claudine bajó del árbol de un salto. Su peso la impulsó hacia delante, pero consiguió no caerse; dio un paso y en seguida apoyó las manos en el suelo. Se levantó y se las limpió frotándoselas en los pantalones.
—Déjame ver. —Le quitó la Polaroid de las manos—. Sí, perfecta. —A continuación le rodeó el cuello con el brazo y empezaron a andar. Estaban en el bosque, al final del gran jardín, lejos de la casa—. Este lugar sólo lo conoces tú… Y no se lo debes decir a nadie. —Tancredi la escuchaba en silencio—. ¿Has visto las tablas que hay encima? Las he clavado yo sola, una por una. —Entonces Claudine se puso seria—. Si no me encuentras, sabrás que estoy aquí. Pero si se lo cuentas a alguien, no volveré a hablarte nunca más. ¿Lo has entendido?
—Sí.
Después lo soltó, se puso frente a él y lo miró a la cara.
—Jura que no se lo dirás nunca a nadie.
—Lo juro.
—A lo mejor un día te dejo subir.
—Pero ¿cómo lo has llamado? ¿Le has puesto nombre?
—Todavía no. Lo pensaré. Ahora vamos, que la cena ya debe de estar lista.
Tancredi caminaba por el sendero que conducía al bosque. Lo había llamado «La isla». Le puso aquel nombre después de ver los dibujos animados de Peter Pan. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido? Era el único sitio donde no había mirado. Había revisado su ordenador, había buscado entre su correspondencia, en sus mensajes, una pista, un hecho, un porqué de la decisión que había tomado aquella noche. Pero «La isla» no se le había pasado por la cabeza. Tal vez porque nunca había estado allí, porque no habían vuelto a hablar de ello. Porque la había olvidado como si perteneciera a otra época, casi a otra persona.
Poco después, Tancredi se encontró allí abajo, a los pies de aquel árbol. Era como si estuviera viendo a Claudine con once años, subiendo, trepando por aquellas tablas, y haciéndole gestos para que la siguiera. Así que puso una mano en la primera tabla. Estaba mojada. Seguramente había llovido la noche anterior. Se percibía el olor de la lluvia, el aroma de la hierba aún fresca, el del musgo de aquellas tablas. Subió con cautela, con cuidado de mantener el pie contra la tabla para que no se separara del árbol. Ya no era tan ligero como entonces. Momentos después estaba en «La isla».
Las grandes tablas que hacían de suelo oscilaban bajo su peso, rechinaban, pero estaban bien sujetas. Los clavos se habían oxidado; los agujeros de la madera también acreditaban el tiempo que había pasado. Miró a su alrededor. Era como una pequeña casa. Claudine había hecho un buen trabajo. A saber cuánto tiempo había empleado en ello. A saber si lo había hecho ella sola. En el suelo había varias cajas de fruta hechas de madera. Debían de servir como asientos, ya que, un poco más allá, dos grandes tablones clavados entre sí hacían de mesa.
Entonces la vio. En seguida se le encogió el corazón. La cogió entre las manos. Estaba mojada, todavía húmeda, descolorida y gastada por la lluvia y el frío de todos aquellos años.
Peonía, así se llamaba su muñeca de trapo. Los botones le colgaban del pecho, se balanceaban tristes, sujetos por algún hilo suelto. Sólo en aquel momento, al dejarla sobre las maderas, advirtió que allí dentro había una cesta. Era de mimbre y tenía una cinta roja que la mantenía cerrada. La cogió, la puso sobre aquella mesa improvisada y la abrió. Una bolsa de plástico transparente protegía su contenido. Claudine había pensado en la posibilidad de que lloviera. Así que la había dejado allí a propósito… Pero no se imaginaba que fuera a pasar tanto tiempo. «Tal vez iba dirigida a alguien en particular. A lo mejor siempre ha estado aquí para mí.» Entonces, poco a poco, desenrolló la bolsa de plástico y la abrió.
Lo primero que encontró fue una carta. Reconoció su letra. Empezó a leerla.
«Hola Tancredi. Sólo tú podías llegar hasta aquí, y ahora entenderás lo que quería decirte, por qué me era imposible seguir adelante. Tenía cuatro, o tal vez cinco años, la primera vez que me prometí a él…»
Siguió devorando las palabras, leyendo una línea tras otra, esperando encontrar algo distinto en lugar de lo que ya sospechaba.
«Al principio incluso estaba contenta de recibir todos aquellos regalos.»
La respiración de Tancredi se fue volviendo más entrecortada.
«Todas aquellas atenciones…» Más agitada. «De sentirme más importante que vosotros dos… Pero luego comprendí que no era así.» Entonces se quedó helado y, en un instante, todo lo que había sido su infancia, aquel precioso castillo encantado, se desmoronó ante sus ojos.
«La primera vez que papá lo hizo fue terrible. Grité, pero estábamos solos. Lloré, me desesperé. El dolor fue enorme y no entendí nada.»
Siguió leyendo, como atontado. Cada palabra era como una puñalada, una herida, y luego otra, y otra más, allí, en el mismo punto, todavía más adentro, cada vez más dolorosa.
«Siguió así, y yo gritaba siempre, pero estábamos solos. Después me acostumbré, aunque todo fue cada vez más terrible. Empezaron los juegos. Pero yo no me divertía.»
Entonces Tancredi miró dentro de la bolsa y, de golpe, su rabia creció hasta el máximo. Cuando cogió aquellas fotos, no pudo creer lo que veían sus ojos. Los tenía como inyectados en sangre, le pesaban como una enorme losa, le quemaban como un hierro candente acabado de salir del fuego, como si aquella tremenda verdad lo estuviera marcando. Entonces oyó un grito y fue como si lo llevara grabado en la piel: culpable. Culpable por no haberlo entendido, por no haberse quedado aquella noche, por haberlo permitido durante años, por no haber sospechado nada. Culpable.
Pensó que se moría y lloró como si Claudine hubiera muerto por segunda vez.
Gregorio Savini paseaba por delante del Mercedes negro. Mataba el tiempo moviendo con el pie las matas de hierba mojada, haciendo rodar de vez en cuando alguna piedra hacia el borde del camino. Cuando lo vio llegar, no lo reconoció. Tenía la cara marcada y tensa. Rabia y dolor, odio y locura convivían en aquellos rasgos. Savini se encontró fuera de lugar, no supo qué decir, nunca lo había visto de aquella manera. Así que, simplemente, le abrió la puerta. Tancredi se dejó caer en el asiento de atrás. A su lado dejó una bolsa con algo dentro. Savini subió delante. Puso las manos en el volante, pero se quedó quieto, en silencio. No tenía valor para mirar por el espejo retrovisor. Entonces escuchó lo último que podría haberse imaginado.