Cada año Ludovica Biamonti cambiaba completamente la decoración para que las casas estuvieran a la última. Excepto en la de las Fiji, pues era una isla tan bella y natural que no necesitaba ir cambiando con los tiempos. Allí, el proyecto de un gran arquitecto había convertido la villa en una joya engarzada en las rocas y en perfecta armonía con el verdor de la isla. Una piscina natural se adentraba en la casa. En el fondo de la misma, vivían morenas, tiburones y grandes tortugas detrás de un cristal de más de diez centímetros de grosor. Era como bañarse en un gran acuario sin correr ningún tipo de peligro.
El salón era de una madera blanca que procedía de los grandes bosques rusos, donde Tancredi había comprado parcelas de terreno durante años hasta ampliar así su imperio de forma desmesurada y sin que su nombre apareciera nunca en ningún sitio. A los ojos de los demás era un simple chico de treinta y cinco años, más o menos elegante, al que le gustaban las cosas bonitas. Pero nadie habría podido imaginar jamás que ocupaba los primeros puestos de la lista de los hombres más ricos del mundo.
Ludovica Biamonti había pensado en todo. Aquella residencia era encantadora: tenía un salón elegante, una única vidriera sumergida en la naturaleza, sofás de color castaño perfectamente a juego con los dos cuadros —
Aha oe feii?
, de Paul Gauguin, y
A Bigger Splash
, de David Hockney—; en un rincón había también una escultura de Damien Hirst,
El tiburón
. Aquella casa era ideal para una vida de amor. Quizá por ello era donde Tancredi se quedaba con menor asiduidad durante sus viajes. Porque era el hombre culto, rico, el hombre que no quería amar. Aquella casa, al igual que las demás, nunca oiría las risas de una mujer feliz y amada, como tampoco disfrutaría las carcajadas de un hijo. Y, sin embargo, Ludovica Biamonti todavía no sabía que se equivocaba en una cosa.
Un año después de haberla contratado, Tancredi examinó personalmente todas sus propiedades. Repasó con cuidado todos los detalles —desde las neveras hasta las cortinas nuevas, desde las alfombras hasta las toallas, desde las sábanas hasta los platos—. Viajó de manera ininterrumpida con su
jet
y volvió pocos días después de haber visitado todas las casas. Sólo entonces confirmó su contratación.
—Es perfecta, ¡cógela! —le dijo a Gregorio; no obstante, a continuación, cuando salían del despacho, se lo quedó mirando—. Pero está casada de verdad, ¿no? No me gustaría encontrarme a Sara otra vez en la piscina… —continuó bromeando.
Gregorio se echó a reír. Sin embargo, al día siguiente comprobó personalmente los documentos que atestiguaban la boda de la señora Ludovica Biamonti con un tal Claudio Spatellaro. Todo era cierto. Se habían casado por la iglesia y por lo civil. Sólo entonces pudo Savini exhalar un suspiro de alivio.
De pronto se oyó un trueno. Como si fuera un signo del destino. A cielo abierto, en una espléndida tarde de junio. Inesperado. Violento. Sordo. Y de repente el mundo se transformó. El cielo se tornó oscuro. El sol desapareció y un ligero viento levantó las pocas hojas que había en el suelo. Empezó a llover de golpe, de una manera violenta, rabiosa, abundante. A cántaros, como verdaderos cubos de agua que cayeran desde arriba, lanzados por algún inquilino molesto por tener que aguantar una charla nocturna.
Tancredi iba escuchando a Ben Harper cuando se vio atrapado por aquel chaparrón estival. Aceleró el paso, ya completamente empapado; el agua le calaba la camiseta, los pantalones, los calzoncillos, los calcetines y las zapatillas deportivas. Le entraron ganas de echarse a reír; él, siempre tan preciso, tan metódico, un hombre al que le molestaba cualquier imprevisto que surgiera en su camino, volvía a ser un chiquillo bajo aquel aguacero. El cielo se había puesto aún más oscuro y la lluvia estaba fría. Un momento después, era granizo. Caía sin medida: piedras pequeñas y grandes que resonaban sobre cualquier cosa que hubiera alrededor —cubos de la basura, planchas, coches—. Parecía una manera fácil de dar en el blanco desde arriba o un extraño concierto de ritmo rápido y continuo sacado de algún repertorio africano.
Tancredi decidió que había llegado el momento de escapar de la lluvia. Un poco más allá del arcén de la carretera vio una iglesia. Subió los escalones de dos en dos y, al llegar al pórtico, en seguida encontró cobijo. Pero el viento seguía soplando, incluso parecía haber aumentado. La lluvia y el granizo empezaron a caer de lado y aquel refugio no le servía de nada. Tancredi se apoyó en el gran portón de madera. Estaba abierto. Lo empujó con las dos manos y entró. Lo que más lo impactó de aquella iglesia fueron la luz y el calor. Muchísimas velas de todos los tamaños se consumían en antiguos candelabros, unos pequeños, bajos; otros más elaborados. Todas las llamas ondeaban, se plegaban hacia delante y hacia atrás al compás de aquella repentina corriente. Cuando Tancredi entornó el portón, todo volvió a ser como antes. La puerta se cerró sola con un ruido sordo y entonces, desde el otro lado de la iglesia, le llegó un conjunto de voces.
Dos violines, una viola, una flauta y pocos instrumentos más. Los diez niños terminaron un aria que le pareció bellísima a pesar de haber oído sólo las últimas notas. Siguió un largo silencio. Entonces, una mujer se puso a cantar delante del coro. En alemán. Frente a ella, una anciana maestra, al órgano, tocaba sonriendo, con seguridad, como si fuera la cosa más sencilla del mundo. A su lado, otra mujer acariciaba el aire con las manos, marcando el ritmo. Algo más allá, las llamas de las velas casi parecían seguir el compás, y los dibujos de los vitrales cambiaban repentinamente de color, seguro que debido al transcurrir de las nubes por el cielo. El juego de luces y sombras tornaba la atmósfera de aquella iglesia en algo todavía más mágico.
Erbarme dich, mein Gott, um meiner Zahren willen!
Ten piedad, Dios mío, de mis lágrimas…
Entonces, de repente, sin ningún motivo, Tancredi se volvió. Fue como si hubiera notado algo. Pero no había sido nada. O quizá todo. Desde la oscuridad de la nave, a pocos pasos de él, entre la penumbra más densa, ella dio un paso adelante. De pronto aquellas llamas iluminaron su rostro. Tancredi se quedó boquiabierto. Aquel delicado perfil, aquellos ojos entre azules y verdes, aquellas ligeras pecas, aquel pelo castaño encendido por reflejos rubios, aquella mujer, aquella belleza, los labios entreabiertos, los dientes blancos, perfectos. Tancredi parpadeó como si no creyera en lo que estaba viendo, como si fuera una aparición. Pero, sobre todo, se sintió sorprendido: su corazón latía veloz. Aquella mujer estaba allí, a pocos metros de él, en la penumbra de la iglesia. Las llamas de las velas bailaban y la iluminaban por casualidad, mostrándola por entero. Era alta y esbelta; llevaba una camisa blanca bajo una chaqueta azul, vaqueros y unas zapatillas deportivas. Tancredi intentó descifrar de dónde había salido, quién era. Miró sus manos; tenían marcas y estaban estropeadas por el frío o por quién sabía qué increíble esfuerzo. Sin embargo, se movían ligeras en el aire. Unos pequeños, casi imperceptibles movimientos de cada uno de los dedos seguían el compás, bailaban en el vacío y articulaban perfectamente cada una de las notas. Lo más probable era que fuera pianista. Tancredi se sintió fascinado por aquellas manos. Volvió a mirarle la cara. Tenía los ojos cerrados, mecía lentamente la cabeza a derecha e izquierda siguiendo la música.
Volvió a fijarse en sus dedos. Buscó la marca de una alianza, no la encontró y por primera vez fue feliz. Cuando se fijó con más atención y la vio, se disgustó. En seguida pensó que nada es para siempre, que podría conseguirla de todos modos. Esbozó una sonrisa. Se le estaban ocurriendo aquel tipo de ideas precisamente dentro de una iglesia. Siguió mirándola. ¿Y si su mirada se cruzaba con la de ella? ¿Qué haría? ¿Le sonreiría? ¿Le transmitiría su deseo con una mirada intensa?
Justo en aquel momento sucedió. La mujer se volvió lentamente hacia él y sus ojos se fijaron en los de Tancredi. Continuó mirándolo. Y para Tancredi fue como si en aquel instante los ojos de la mujer se metieran dentro de él, en su corazón, echando por tierra las antiguas reglas que lo habían mantenido encerrado, hibernando, recluido en el fondo de una celda secreta. Ella simplemente sonrió. Fue una sonrisa tierna, educada, la de una mujer que sólo compartía una cosa con aquel hombre: la pasión por la música. Tancredi no supo responder, no correspondió a aquella simple, educada sonrisa. Se dio la vuelta e hizo como si nada; bajó la cabeza, un poco incómodo, casi confundido por su reacción.
De improviso, la música acabó. Fue como si Tancredi se despertara. Se volvió. Derecha. Izquierda. Desaliento. Ella ya no estaba. Entonces oyó un aplauso, unas risas; miró hacia el centro de la iglesia: los chicos lo estaban celebrando con la anciana profesora en medio y con aquella mujer que se había reunido con ellos. No conseguía distinguir con claridad lo que decían, pero se dio cuenta de que debían de conocerla. Uno le tiraba de la chaqueta, otro la miraba desde abajo; una niña le sonreía y luego resoplaba para llamar su atención. Entonces la mujer se agachó, le revolvió el pelo, y la muchacha la abrazó con fuerza a pesar de que sus bracitos no llegaban a abarcar ni la mitad de su espalda. Tancredi sonrió. Todos la querían. Le habría gustado ser uno de ellos. Se echó a reír cuando imaginó lo que dirían de él quienes lo conocían si supieran lo que estaba pensando. Bueno, aunque sólo fuera por eso, aquella mujer lo ponía de buen humor.
Sofia cogió a Simona en brazos; aquella pequeña diablilla no tendría más de seis años, pero, en compensación, tenía una voz melodiosa y perfectamente afinada.
—Bueno… —dijo sonriéndole—, te sale de maravilla, ¿cómo lo has conseguido?
—Nuestra profesora Olja. —Y señaló con la barbilla a la anciana maestra—. Ella es quien nos enseña todos los trucos…
Sofia la abrazó.
—Pero no son trucos. No hay engaño en lo que haces, sólo aprovechas tu habilidad, tu esfuerzo, entrenamiento y pasión.
Simona la abrazó escondiéndose entre su pelo.
—Sí, pero contigo me lo pasaba mucho mejor…
Sofia le siguió el juego y le susurró a su vez:
—Sí, es cierto, nosotras siempre nos divertíamos un montón.
Entonces la dejó en el suelo. Simona se fue corriendo de nuevo hacia el grupo, a jugar con los demás.
Olja se acercó a Sofia.
—Me ha gustado que te hayas pasado.
—Sí.
Miró a todos aquellos preciosos niños; tenían un candor, una luz y una pureza únicos. Habían estado cantando hasta aquel momento y, en cierto modo, aquello los había cansado, así que entonces parecían personas mayores que charlaban educadamente sobre las cosas de la vida. Sólo había una única diferencia: no había en ellos ninguna malicia.
—Les ha salido muy bien. Habéis interpretado la «Coral» de Bach… No sé, me he quedado fascinada.
—Ya. Podrían hacerlo aún mejor. Todos podemos mejorar. Era precisamente Bach quien siempre lo decía. —Sofia fingió que no lo había oído. Pero Olja la conocía bien y decidió que aquél era el momento de meter un poco más el dedo en la llaga—: Piensa en todo aquello a lo que has renunciado tú. Si de verdad no quieres volver a tocar, estoy segura de que serías una excelente madre. Tu vida se llenaría de nuevo.
Ella no se volvió.
—Olja, mi vida era la música. Tocar es lo que siempre he amado, amo y amaré, y por esa razón decidí renunciar a ello.
—Aún hoy, después de tanto tiempo, hay maestros importantes que me preguntan por ti; les gustaría tenerte, podrías dar conciertos por todo el mundo. Estarían dispuestos a pagarte una fortuna.
—No me hace falta dinero. Lo que necesito no me lo puede dar nadie.
—¿Y qué necesitas, Sofia?
Entonces la mujer miró a su profesora a los ojos.
—Un milagro.
Después de aquello Olja no supo qué responder. Miró cómo se alejaba aquel talento, aquella joven, aquella soberbia promesa que habría podido llegar lejos y que, en cambio, había decidido encerrarse en casa. Exhaló un suspiro.
—Venga, chicos, hagamos un último ensayo. Id a la página doce, quiero que en la misa del domingo todos se queden con la boca abierta con
Ich will hier bei dir stehen
.
Fuera hacía poco que había dejado de llover. Sofia se paró en las escaleras de la iglesia y respiró profundamente. Cerró los ojos y se embriagó con el perfume de la hierba mojada, de la tierra, de la vida. Sí, de la vida. ¿Dónde había ido a parar la suya? ¿Su entusiasmo, las notas de su corazón? Cuando volvió a abrir los ojos, él estaba allí, a pocos pasos de distancia. Había visto a aquel hombre dentro de la iglesia y la había sorprendido que un extraño hubiera ido a escuchar el coro; pero en seguida se había olvidado de él. Le pareció uno de aquellos turistas que van a hacer
footing
por el Aventino y aprovechan para entrar en alguna iglesia. Era un hombre muy guapo y le estaba sonriendo. Durante un instante le pareció que lo conocía. Sin embargo, pensándolo bien, seguro que no lo había visto nunca antes; podría ser perfectamente un extranjero. Tenía los ojos azules, oscuros, intensos y, en cierto modo, fríos. La ropa no podía ayudarla, ya que sólo llevaba una camiseta y unos pantalones cortos.
Mientras esperaba en el exterior de la iglesia, Tancredi se había imaginado su encuentro. ¿Qué frase sería la apropiada para una mujer como aquélla? No sabía absolutamente nada de ella; no conseguía descifrar su extracción social, en qué escuelas había estudiado o sus orígenes; si era de Roma, ¿de qué barrio, en qué trabajaba? Sólo sabía que conocía bien las notas musicales. Sí, era pianista o directora de orquesta; tal vez violinista. Pero él sabía poco de música.
Permanecieron en silencio en las escaleras de la iglesia. El cielo se iba despejando. En un prado cercano, a caballo entre el verde y el cielo, el arcoíris indicaba el final de la lluvia. Tancredi miró a su alrededor: aquella luz especial, ellos dos quietos en la escalinata. La situación se estaba volviendo incómoda.
—Parecemos un cuadro de Magritte. ¿Conoces a Magritte?
«Es italiano —pensó Sofia—. Y atrevido.»
Tancredi sonreía. Sofia lo examinó con detenimiento. Tenía un físico estilizado, bien definido. Era alto y musculoso, pero proporcionado. Podía ser cualquiera, incluso un tipo peligroso. Sin embargo, su sonrisa, en cierto modo, daba seguridad; mejor dicho, había algo en él que dejaba intuir un sufrimiento lejano. Sacudió la cabeza para sí misma. Se estaba montando demasiadas películas. No era más que un desconocido que quería entablar conversación. O peor aún, un desgraciado que quería robarle el bolso aprovechando su atractivo. De manera involuntaria, lo apretó contra sí.