—¿Y vas a hacerlo?
Lavinia se echó a reír.
—Ni un segundo.
—Pues entonces he hecho bien. Hay deseos que son lícitos y te los puedes permitir, ¿no? Cómo lo diría… Son las tentaciones más dulces y también las menos peligrosas.
—Sí… —Lavinia asintió, pero se mostró ligeramente inquieta ante aquella frase—. Ya le explicarás tú esa teoría a la profesora de aeróbic.
—¡Claro! Pero es que, si te paras a pensarlo, es precisamente gracias a estas tentaciones por lo que personas como ella se convierten de pronto en necesarias.
Al cabo de un rato llegó la camarera con lo que habían pedido. Lavinia cogió con el tenedor un trocito de la crep de marrón glasé.
—De acuerdo, lo admito, no puedo resistirme.
Y se lo llevó a la boca. Se echaron a reír.
—Muy bien, así me gusta, eso ya está mejor.
Siguieron comiendo y charlando de todo un poco.
—A propósito. Gracias de nuevo por prestarme el coche el otro día. Me habría mojado con la lluvia.
—No es nada, y no tenías que haberme llenado el depósito.
—¡Era lo mínimo!
—Pero si estaba en el trabajo, no lo necesitaba. Sofia la miró con dulzura.
—Bueno, ayer ya fui a recoger el mío, todo arreglado…
—Mmm.
Lavinia bebió un poco de té. Después dejó la taza en la mesa haciendo el menor ruido posible. No quería estropear la atmósfera que se había creado. Estaban satisfechas, se habían reído y bromeado. Era el momento ideal para contárselo. Y, además, ¿por qué su mejor amiga no iba a entender su otra debilidad? La miró. Estaba cortando un pedazo de crep con el tenedor. Esperó a que empezara a comérselo. Sofia se llevó el tenedor a la boca y advirtió que Lavinia la estaba mirando. Entonces frunció el cejo con curiosidad. Lavinia decidió que aquél era el momento. Cuando menos, al tener la boca llena, necesitaría tomarse un tiempo antes de responder.
—Tengo una historia con alguien.
Sofia estuvo a punto de atragantarse. La crep se le fue por el otro lado e hizo que empezara a toser. Lavinia había previsto aquella reacción. Se levantó, corrió hasta situarse detrás de ella y empezó a darle golpecitos en la espalda.
—Mira hacia arriba… Mira el pajarito…
Después de haberlo dicho sin pensar, cayó en la cuenta y le entró la risa. Entonces Sofia bebió un poco de té, recuperó el aliento y se limpió la boca. Miró a Lavinia fijamente.
—Dime que estás bromeando.
—Por desgracia, no. —Lavinia se arrepintió de aquel «por desgracia», pero se le había escapado. En realidad se sentía feliz, estaba viviendo una historia preciosa. Sofia intentó ordenar sus ideas.
—¿Por qué me lo has dicho?
—Necesitaba contárselo a alguien.
—Pero ¿por qué precisamente a mí?
—Porque eres mi mejor amiga.
—Sí, pero Stefano es el psicoterapeuta de Andrea. Cuando venga a casa, ¿cómo voy a mirarlo? Soy tu cómplice, me sentiré culpable. Ya lo soy, me pondré colorada.
—Te lo ruego, Sofia, haz como si no te hubiera dicho nada. No quería ponerte en un aprieto.
—Ahora ya está hecho.
Bebió otro sorbo de té. Lavinia no dejaba de mirarla.
—¿Estás enfadada conmigo?
Sofia lo meditó un momento y después sacudió la cabeza. Su amiga le sonrió.
—Gracias. Es un momento precioso y si no se lo decía a alguien, si no lo compartía contigo, iba a volverme loca. Soy demasiado feliz.
—¿Y él quién es?
—Lo conocí en el gimnasio; es alto, moreno, con un cuerpo que quita el hipo…
Sofia escuchó la descripción de aquel hombre y, sin querer, le acudió a la cabeza el recuerdo del que había conocido ella. Más que conocido, se había cruzado con él a la salida de la iglesia. Durante un instante pensó: «¿Y si fuera él? No, no puede ser. Sería una coincidencia imposible.» Interrumpió a Lavinia:
—¿De qué color tiene los ojos?
—Ya te lo he dicho, oscuros, de color avellana, creo. Pero ¿es que no me estás escuchando?
—Sí, sí, claro… —Exhaló un suspiro de alivio, porque, en cierto modo, la idea de que Lavinia estuviera con aquel hombre la había hecho sentirse algo celosa. Le pareció absurdo todo lo que había pensado en un instante. Continuó escuchando a su amiga, pero en su interior se avergonzó.
—Y, sobre todo, folla como Dios…
—¡Lavi!
—Venga, no te hagas la estrecha. Hacer el amor es bonito, ¿no? Pues eso, con él lo es todavía más.
—¿Cuántos años tiene?
—Dos más que yo; de todas maneras tiene novia.
—Ah.
Lavinia lo dijo como si aquella información sirviera para tranquilizarla, pero Sofia no entendía el motivo
—Empezamos a bromear en el gimnasio; hacíamos los mismos ejercicios, claro que él con mucho más peso. Luego asistimos a una clase de aeróbic juntos y, al final, fueron pasando los días y era como si lo sintiera cada vez más cerca de mí…
—¿Más cerca? ¿Qué quieres decir?
—No lo sé, sólo sé que cuando iba al gimnasio y él no estaba lo echaba de menos. Estuvo una semana ausente por trabajo y creí que me iba a volver loca. Después, una noche, salimos.
—¿Y qué dijiste en casa?
—Que estaba contigo.
—¿Conmigo? ¿Sin decirme nada? ¿Y si por casualidad Stefano me hubiera llamado? ¿O si Andrea lo hubiera buscado porque lo necesitara y le hubiera dicho que yo estaba allí con él?
—Me arriesgué…
—Pero tú estás loca.
—Sí…
Lavinia bajó la mirada, cogió el tenedor y empezó a jugar con lo que se había dejado en el plato. Entonces levantó la cara.
—Aquella noche lo hicimos en el coche y fue maravilloso. Consiguió que me corriera dos veces.
Sofia ya no sabía qué hacer, aquélla le parecía una situación absurda.
—Lavi, no sé qué decirte.
—Estoy bien con él, hace que me sienta importante, hablamos un montón, me escucha, nos reímos y después me da sexo.
—Pero ¿las cosas no iban bien con Stefano?
—Sí, pero… Siempre está fuera, y cuando vuelve a casa está cansado y no hablamos, no nos reímos. Resuelve los problemas de un montón de gente, pero no piensa en los suyos. —Al instante, Lavinia se dio cuenta de que entre los problemas de los que hablaba también se encontraba Andrea—. Perdona…
—No pasa nada. En este momento no tiene importancia.
—¿Qué piensas?
—Pienso que se te pasará.
—Pero yo no quiero que se me pase. Estoy enamorada. —Sofia se quedó sorprendida. La situación era más grave de lo que se imaginaba—. Me siento como si tuviera dieciséis años, te lo juro; le mando mensajitos por teléfono y, si no me contesta, me digo que soy una idiota…
«Bueno, no vas tan desencaminada», pensó Sofia. Pero también comprendió que su amiga estaba realmente contenta. Así que tampoco era necesario decírselo.
—Al igual que con la dieta, formas parte de una casuística bastante corriente en nuestro país… —Le sonrió—. O, como has dicho tú, de nuestro planeta. —Lavinia también sonrió y Sofia prosiguió—: Quisiera darte algún consejo, pero ni siquiera sé por dónde empezar… ¡no sé qué decirte! —Lavinia estaba desesperada. Esperaba que Sofia pudiera darle una solución—. Lo único que puedo aconsejarte es que no le digas nada a Stefano… —Sofia la observó preocupada. Su amiga había bajado la mirada y estaba en silencio—. ¿No lo has hecho, verdad?
Lavinia volvió a levantar el rostro.
—Estuve a punto de hacerlo… Una noche le dije «Tengo que hablar contigo…», pero justo en aquel momento sonó el teléfono. Era Andrea, se encontraba mal. No debería decírtelo, pero estuvieron hablando por teléfono una hora. Cuando Stefano volvió conmigo, no me atreví a contárselo.
Sofia pensó que Andrea la había salvado sin darse cuenta. Pero qué raro. Él no le había comentado nada de aquella llamada. Pensó que debía de ser normal, hay mil momentos difíciles durante la jornada para un hombre en sus condiciones.
Justo en aquel momento, volvió a pasar la chica que servía las mesas.
—¿Queréis algo más?
—No, gracias —contestó Sofia y, seguidamente, dijo en voz baja—: ¡En realidad me tomaría un vodka para rehacerme!
Lavinia recuperó la alegría.
—Pues tómatelo, ¿por qué resistirte a las tentaciones más dulces?
—Claro… Y así puedes justificar cualquier cosa… Yo sólo me refería a la comida.
—¡Y yo a la bebida!
—¡No, tú te referías al sexo!
Lavinia volvió a quedarse en silencio. Después, preguntó:
—¿La has tomado conmigo?
—Pero ¿qué dices? Qué va.
Entonces a Lavinia la asaltó una curiosidad.
—¿No será que a ti también te ha pasado y no me lo has contado?
Sofia la miró con la boca abierta.
—Hoy eres toda una revelación. Estoy conociendo a una Lavinia que nunca me habría podido imaginar… Si me lo dicen, no me lo creo.
—Sí, sí… Pero ahora te estás escabullendo. ¿Alguna vez le has sido infiel a Andrea?
—No.
—O sea, que en todos los años que han pasado desde el accidente, a pesar del hecho de que no podáis viajar, de que no pueda salir, ni ir al teatro, ni al cine, ni a una pizzería, ni al gimnasio… ¿nunca lo has engañado?
—Dejando a un lado el hecho de que no puedes engañar a tu pareja por el mero hecho de que no pueda hacer ciertas cosas… Creo que es mucho más importante la relación que mantienes con la persona, lo que sientes, y no si podéis ir juntos al gimnasio o no…
En realidad, por la manera de pensar que tenía Sofia, su situación le parecía una verdadera lata. Bebió un poco de té; estaba frío pero seguía sirviendo para quitarse la sed después de tanta charla. Justo en aquel momento, Lavinia le hizo otra pregunta totalmente inesperada:
—Entonces ¿nunca has engañado a Andrea ni siquiera con la imaginación?
Sofia se quedó sin palabras. Lavinia se había abierto a ella, había sido sincera. Y acababa de formularle aquella pregunta. No podía mentir, no era justo, no se lo merecía.
—Sí, lo engañé una vez.
—¡Oh! —Lavinia parecía entonces mucho más contenta—. ¿Ves como sí que me entiendes? Perdona… —Llamó a la camarera—: Dos vodkas, gracias.
Roma, Aventino. Tancredi miró el reloj. Debía de haber acabado hacía unos diez minutos. Sus cálculos eran exactos. La gran puerta de la iglesia se abrió. Un grupo de niños salió corriendo y bajó rápidamente la escalera. Era miércoles y, a diferencia de la semana anterior, no había llovido. Algunos padres esperaban delante de sus coches; también había un pequeño autocar que seguramente iba a acompañar a algunos de los niños.
Gregorio Savini miraba la escena, curioso y desconcertado al mismo tiempo. Durante aquellos últimos años había hecho muchas cosas, pero aquélla, aunque sólo fuera por su singularidad y simplicidad, las superaba todas.
—Ahí está, es ella.
Tancredi la señaló haciendo un gesto con la cabeza.
Una niñita de pelo rizado, con las mejillas llenas de pecas y dos grandes ojos oscuros bajaba corriendo la escalera.
—¡Mamá, mamá, ya estoy aquí!
Gesticulaba para hacerse ver, como si no destacara ya lo suficiente entre todas las demás.
Era la niña más alegre, la más vivaracha y también la más mona de las que acababan de salir de la iglesia. Aunque Tancredi, a decir verdad, no había ni mirado a las otras. Esperó un poco más antes de moverse. Durante un instante, tuvo la esperanza de que de aquella iglesia saliera también ella, la Última Romántica, pero habría sido demasiado fácil. Y a él las cosas demasiado sencillas no le gustaban. Todavía no sabía lo difícil que iba a resultarle aquella vez.
La pequeña Simona le dio un beso a su madre y en seguida volcó en ella todo su entusiasmo, sin darle ni un segundo de tregua.
—Olja ha dicho que voy a hacer un solo, que en el próximo coro haré de solista, mamá, qué bien. Me encanta. ¡A lo mejor hasta viene la tele!
—Pero Simona…
La madre sacudió la cabeza ante aquella última afirmación. Simona se dio cuenta de su reproche e intentó justificarse.
—No, quiero decir que tal vez vengan los de las noticias, de vez en cuando los domingos hacen un programa desde la iglesia.
—Pero ésa es la misa que oficia el papa.
—¿Qué quiere decir oficiar? ¿Qué no es oficial?
La madre se echó a reír. Durante un instante se había olvidado de que aquella criatura tan salada que estaba frente a ella tenía sólo seis años.
—Quiere decir celebrada para los fieles, para todos los creyentes y los cristianos; o para los turistas que están delante del papa en la plaza de San Pedro.
—Ah…
Le puso bien la chaqueta y después abrió la puerta para que entrara en el coche, pero a su espalda resonó una voz que la detuvo:
—Disculpe, señora…
Un hombre elegante, vestido con una americana azul, una camisa blanca y unos pantalones gris oscuro, se había parado frente a ella y le sonreía. Era guapo, tendría unos treinta y cinco años —quizá fuera incluso más joven—, estaba bronceado y tenía el pelo cuidado, una sonrisa amable y unos magníficos ojos azules. La madre de Simona se quedó atónita durante unos segundos. ¿Seguro que la buscaba a ella? ¿Qué quería? En aquel momento, detrás del hombre se detuvo un coche oscuro, un Bentley. De él se apeó otro señor de más edad que él, pero igualmente elegante. ¿Sería un secuestro? «Y por qué iba a serlo. Si no tenemos un céntimo.» Al fin, el que estaba más cerca de ella puso fin a sus dudas.
—Perdone que la moleste, pero quería hablar con esta niña. ¿Es su hija?
—Sí. —La madre se puso tensa—. Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué quiere hablar con ella? —Desconcertada por todo lo que estaba sucediendo, sacó el móvil del bolso y lo abrió para amenazarlos—: Miren que llamo a la policía…
A Gregorio Savini, al oír aquellas palabras, se le cayó el alma a los pies. Tancredi y sus ideas. Durante años habían afrontado situaciones mucho más delicadas sin encontrar el más mínimo problema. ¿Y aquello? En un momento iban a poner en peligro el trabajo de una vida. Pero Tancredi intervino en seguida para tranquilizarla:
—No, señora, no me malinterprete. Ante todo, discúlpeme, he sido un maleducado al no presentarme. Soy Tancredi Ferri Mariani y el señor que amablemente me acompaña es el doctor Savini.
«Doctor Savini —pensó Gregorio—. Nunca me había llamado así. Pero… no me disgusta.»
Tancredi siguió sonriendo.
—Y usted es la señora…
—Carla Francinelli.