Estado de miedo (58 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Pues llevo un todoterreno. A veces.

—¿Qué me dice de su residencia? ¿Tiene paneles solares para el consumo eléctrico?

Bueno, hice venir a casa a unos técnicos para que me asesorasen. Solo que Jerry, mi marido, dice que la instalación es demasiado cara. Pero hago campaña para convencerlo.

—Y sus electrodomésticos…

—Todos son Energystar. Todos.

—Muy bien. ¿Y su familia es muy numerosa?

—Tengo dos hijos. De siete y nueve años.

—Estupendo. ¿Es muy grande su casa?

—No conozco la superficie exacta.

—¿Cuántos metros cuadrados aproximadamente?

Ann vaciló.

—Vamos, Ann, díselo —instó Bradley—. Tiene una pasada de casa. Deben de ser mil o mil doscientos metros cuadrados. Es preciosa. ¡Y qué jardines! Más de media hectárea. Los aspersores funcionan día y noche. Y todo tan bien cuidado… Organiza allí actos benéficos para recaudación de fondos continuamente. Siempre magníficos.

—Mil cien —admitió Ann—. Metros cuadrados.

—¿Para cuatro personas? —preguntó Kenner.

—Bueno, a veces tenemos con nosotros a mi suegra. La criada vive en la parte de atrás, claro está.

—¿Y tiene una segunda residencia? —preguntó Kenner.

—Joder, tiene dos —dijo Bradley—. Una mansión fabulosa en Aspen y también una casa grande en Maine.

—Esa la heredamos —precisó Ann—. Mi marido…

—El apartamento en Londres —añadió Bradley—. ¿Es tuyo o de la empresa de tu marido?

—De la empresa.

—¿Y viajan? —preguntó Kenner—. ¿Usan aviones privados?

—Bueno, no tenemos avión, pero aprovechamos los de otras personas. Viajamos cuando hay alguien que ha de viajar de todos modos. Llenamos el avión, lo cual es bueno.

—Desde luego —dijo Kenner—. Pero debo admitir que esa filosofía me confunde un poco…

—Eh —protestó Ann, de pronto indignada—. Vivo en un entorno en el que debo mantener cierto nivel. Es necesario por los negocios de mi marido y… a propósito, ¿usted dónde vive?

—Tengo un apartamento en Cambridge.

—¿Cómo es de grande?

—Ochenta y tres metros cuadrados. No tengo coche. Vuelo en clase turista.

—No le creo —repuso Ann.

—Pues deberías —dijo Bradley—. Este tipo sabe lo que se…

—Cállate, Ted. Estás borracho.

—No, todavía no —contestó él, al parecer dolido.

—No le estoy juzgando, Ann —dijo Kenner tranquilamente—. Me consta que es usted una abnegada defensora de la ecología. Solo pretendo aclarar cuál es su verdadera posición respecto al medio ambiente.

—Mi posición es que los seres humanos están calentando y envenenando el planeta y tenemos, para con la biosfera, para con todos los animales y plantas que están siendo aniquilados y para con las futuras generaciones de seres humanos, la obligación moral de impedir que estos cambios catastróficos se produzcan. —Se reclinó asintiendo con la cabeza.

—Así pues, nuestra obligación moral es para con otros… otras plantas, otros animales y otras personas.

—Exactamente.

—¿Debemos actuar en beneficio de ellos?

—Lo cual redunda en nuestro beneficio.

—Cabe la posibilidad de que sea beneficioso para ellos y no lo sea para nosotros. El conflicto de intereses es lo habitual. —Todas las criaturas tienen derecho a vivir en el planeta.

—Seguramente no es eso lo que cree —dijo Kenner.

—Sí. No rechazo a ninguna especie, a ninguna criatura viva.

—¿Ni siquiera al parásito de la malaria?

—Bueno, forma parte de la naturaleza.

—¿Se opone, pues, a la erradicación de la polio y la viruela?

También formaban parte de la naturaleza.

—Bueno, debería decir que esa actitud, cambiar el mundo para acomodarlo a los intereses propios, forma parte del comportamiento arrogante del género humano. Un impulso inducido por la testosterona, que las mujeres no compartimos…

—No me ha contestado —la interrumpió Kenner—. ¿Se opone a la erradicación de la polio y la viruela?

—Está jugando con las palabras.

—No precisamente. ¿Es antinatural cambiar el mundo para acomodarlo a nuestros intereses?

—Por supuesto. Es interferir en la naturaleza.

—¿Has visto alguna vez un termitero? ¿Una presa de castor?

Esas criaturas alteran de manera notable el medio ambiente, y eso tiene una incidencia en muchas otras criaturas. ¿Interfieren en la naturaleza?

—El mundo no está en peligro a causa de los termiteros —adujo Ann.

—Posiblemente sí lo está. El peso total de las termitas supera el peso de todos los humanos del mundo. Es mil veces mayor, de hecho. ¿Sabe qué cantidad de metano producen las termitas? Y el metano es un gas de efecto invernadero más potente que el dióxido de carbono.

—No puedo seguir con esto. Le gusta discutir. A mí no. A mí solo me interesa que el mundo sea un lugar mejor. Ahora me voy a leer una revista. —Se marchó a la parte delantera del avión y se sentó, de espaldas a Kenner.

Sarah se quedó donde estaba.

—Su intención es buena —comentó.

—Y su información mala —añadió Kenner—. Una receta para el desastre.

Ted Bradley se enfureció. Había observado la discusión. Ann le caía bien. Estaba casi seguro de que se había acostado con ella; cuando estaba borracho, a veces no se acordaba, pero siempre" recordaba a Ann con un vago afecto, y suponía que esa era la razón.

—Creo que está siendo grosero —dijo Bradley con su tono presidencial—. ¿Cómo puede llamar «receta para el desastre» a una persona como Ann? Le preocupan mucho estas cuestiones. En realidad, ha consagrado su vida a ellas. Le preocupan.

—¿Y qué? —preguntó Kenner—. La preocupación no viene al caso. Los buenos deseos no vienen al caso. Lo único que cuenta son los conocimientos y los resultados. Ella no tiene conocimientos, y peor aún, no lo sabe. Los seres humanos no saben cómo hacer ciertas cosas que, según ella, deberían hacerse.

—¿Como por ejemplo?

—Supervisar el medio ambiente. Eso no sabemos cómo hacerla.

—¿De qué está hablando? —preguntó Bradley levantando las manos—. Eso es absurdo. Claro que podemos supervisar el medio ambiente.

—¿En serio? ¿Sabe usted algo de la historia del parque de Yellowstone? ¿El primer parque nacional?

—He estado allí.

—No es eso lo que le he preguntado.

—¿Podría ir al grano? —repuso Bradley—. Es bastante tarde para un examen, profesor, no sé si me entiende.

—Muy bien, pues —contestó Kenner—. Se lo contaré.

El parque de Yellowstone, explicó, fue el primer espacio natural que se convirtió en reserva en todo el mundo. La región de Wyoming colindante con el río Yellowstone se conocía desde hacía tiempo por la extraordinaria belleza de sus paisajes. Lewis y Clark cantaron sus prodigios. Artistas como Bierstadt y Moran la pintaron. Y la nueva línea férrea de Northern Pacific quería una atracción espectacular para llevar a los turistas al Oeste. Así que en 1872, en parte por la presión del ferrocarril, el presidente Ulysses Grant delimitó ochocientas mil hectáreas y creó el parque nacional de Yellowstone.

Solo había un problema, desconocido entonces y posteriormente. Nadie tenía la menor experiencia en conservación de espacios naturales. Hasta ese momento nunca se había presentado la necesidad. Y se dio por supuesto que sería mucho más fácil de lo que finalmente fue.

Cuando Theodore Roosevelt visitó el parque en 1903, vio un paisaje repleto de caza. Había miles de alces, búfalos, osos negros, ciervos, pumas, osos pardos, coyotes, lobos y borregos cimarrones. Por entonces se aplicaban ya normativas para mantener las cosas como estaban. Poco después se constituyó el Servicio de Parques, una nueva burocracia cuya exclusiva función era mantener el parque en su estado original.

Sin embargo, el paisaje rebosante de vida animal que Roosevelt vio había desaparecido para siempre. Y ello se debía a que los supervisores de parques —encargados de mantener el parque en perfecto estado— habían tomado una serie de medidas que consideraron beneficiosas para la conservación del parque y su fauna. Pero se equivocaron.

—Bueno —dijo Bradley—, nuestros conocimientos han aumentado con el tiempo…

—No, no es así —replicó Kenner—. Ahí quería yo llegar. Siempre se afirma que hoy día sabemos más, y ese supuesto no se ve respaldado por lo que ocurrió.

Que fue lo siguiente: los primeros supervisores del parque creyeron erróneamente que el alce estaba en peligro de extinción. Así pues, intentaron aumentar las manadas de alces dentro del parque eliminando a los depredadores. Con esa finalidad, abatieron a tiros o envenenaron a todos los lobos del parque. Y prohibieron a los indios cazar en el parque, pese a que Yellowstone era un territorio de caza tradicional.

Protegidas, las manadas de alces experimentaron una explosión demográfica y devoraron tal cantidad de ciertos árboles y plantas que la ecología de la zona empezó a cambiar. Los alces se comían los árboles utilizados por los castores para construir sus presas, así que desaparecieron los castores. Fue entonces cuando los supervisores descubrieron que los castores eran vitales para el control general de los espacios acuáticos de la región.

Cuando los castores desaparecieron, se secaron las praderas; se extinguieron la trucha y la nutria; aumentó la erosión del suelo; y la ecología del parque se alteró aún más.

En la década de los veinte estaba ya más que claro que había demasiados alces, así que los guardabosques empezaron a cazarlos a miles. Pero el cambio en la ecología de la flora parecía ya permanente; la antigua combinación de árboles y hierba no se recuperó.

También se puso cada vez más de manifiesto que los cazadores indios de antaño ejercían una valiosa influencia ecológica en el territorio del parque impidiendo el aumento de la población de alces y bisontes. Esta tardía toma de conciencia formó parte de una comprensión más amplia de cómo los aborígenes americanos habían modelado considerablemente la «naturaleza intacta» que vieron los primeros hombres blancos —o creyeron ver— al llegar al Nuevo Mundo. La «naturaleza intacta» no era eso ni mucho menos. Los seres humanos del continente norteamericano habían ejercido una gran influencia en el medio ambiente durante miles de años: quemando la hierba de las llanuras, alterando los bosques, reduciendo determinadas poblaciones animales y cazando otras hasta la extinción.

En retrospectiva, la prohibición de la caza se consideró un error. Pero fue solo uno más de los muchos que siguieron cometiendo los supervisores de parques. Los osos pardos se protegieron; luego se mataron. Los lobos se aniquilaron; luego se reintrodujeron. La investigación de la fauna que exigía estudios de campo y collares con indicadores radiofónicos se interrumpió y se reanudó más tarde cuando se declaró en peligro a ciertas especies. Se aplicaron medidas para la prevención de incendios, sin comprenderse los efectos regenerativos del fuego. Cuando por fin estas medidas se abandonaron, miles de hectáreas ardieron de tal manera que el terreno quedó estéril y los bosques no volvieron a crecer sin replantación. La trucha arco iris se introdujo en la década de los setenta y pronto eliminó a la trucha de garganta cortada, una especie autóctona.

Y así sucesivamente.

—Lo que tenemos, pues —añadió Kenner—, es una historia de intervención ignorante, incompetente y desastrosamente intrusiva, seguida de intentos de reparar el daño causado por la intervención, seguidos de intentos por reparar los daños causados por las reparaciones, tan atroces como los de cualquier vertido tóxico o de petróleo. Solo que en este caso no hay ninguna empresa malévola o economía basada en la explotación de combustibles fósiles a la que culpar. Este desastre lo provocaron los ecologistas encargados de proteger la naturaleza, que cometieron un espantoso error tras otro… y de paso demostraron lo poco que entendían el medio ambiente que pretendían proteger.

—Eso es absurdo —dijo Bradley—. Para preservar un medio natural, simplemente se lo preserva. Hay que dejarlo en paz y permitir que el equilibrio de la naturaleza se imponga. Basta con eso.

—Está muy equivocado —repuso Kenner—. La protección pasiva, dejar las cosas en paz, no preserva el estado existente de un espacio natural, como no lo preserva en su jardín. El mundo está vivo, Ted. Todo fluye continuamente. Las especies ganan, pierden, crecen, decaen, se imponen, se ven apartadas. Aislar un espacio natural no lo detiene en su estado presente, de la misma manera que encerrar a sus hijos en una habitación no les impide crecer. El nuestro es un mundo cambiante, y si quiere preservar un trozo de tierra en un estado determinado, primero debe decidir cuál es ese estado, y luego controlarlo activamente, incluso agresivamente.

—Pero usted mismo ha dicho que no sabemos cómo hacerlo.

—Correcto. No sabemos. Porque cualquier actuación provoca alteraciones en el medio ambiente, Ted. Y toda alteración daña a una planta o animal. Es inevitable. Preservar un bosque antiguo para ayudar al cárabo californiano implica que el gorjeador de Kirtland y otras especies se ven privadas del bosque nuevo que prefieren. Todo tiene un precio.

—Pero…

—Nada de peros, Ted. Dígame una actuación que tenga solo consecuencias positivas.

—Muy bien, se lo diré. Prohibir los CFC para proteger la capa de ozono.

—Eso causó un perjuicio al Tercer Mundo al eliminar los refrigerantes baratos, de manera que sus alimentos se estropeaban más a menudo y más gente moría por intoxicación.

—Pero la capa de ozono es más importante…

—Quizá para usted. Es posible que ellos no estén de acuerdo. Pero hablamos de si es posible una actuación sin consecuencias dañinas.

—Muy bien. Los paneles solares. Los sistemas de reciclaje de agua para las casas.

—Permiten a la gente construir casas en remotos espacios naturales donde antes no era posible debido a la falta de agua y energía. Invade la naturaleza y, por consiguiente, pone en peligro a especies que previamente vivían sin perturbación alguna.

—La prohibición del DDT.

—Sin duda la mayor tragedia del siglo XX. El DDT era el mejor agente contra los mosquitos, y pese a toda la retórica nunca ha existido nada ni remotamente tan bueno y seguro. Desde la prohibición, mueren de malaria dos millones de personas al año innecesariamente, en su mayoría niños. En conjunto, la prohibición ha causado más de cincuenta millones de muertes.
[35]
La prohibición del DDT ha matado más personas que Hitler. Y el movimiento ecologista presionó mucho para conseguirla.
[36]

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