Estado de miedo (53 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Bueno, me ha insultado.

—Está bien. Así que Jennifer Haynes estaba allí…

—Es un títere de la industria del carbón y el petróleo. Tiene que serlo.

—¿Y quién más había?

—Sarah Jones.

—Ajá. ¿Fue allí a ver el cadáver?

—No sé qué hacía allí. Estaba con un tal Kenner, un auténtico gilipollas. Otro sabelotodo.

—Descríbelo.

—Más de cuarenta, moreno, bastante fornido. Diría que es militar.

—Ajá. ¿Alguien más?

—No.

—¿Ningún extranjero? ¿Ninguna otra persona?

—No, solo los que te he dicho.

—¿Te pareció que Peter Evans conocía ya a Kenner?

—Sí, bastante bien, diría.

—¿Te dio, pues, la impresión de que trabajaban juntos?

—Sí. Diría que muy juntos.

—Muy bien, Ted. Confiaré en tu intuición. —Drake observó a Bradley ufanarse en el monitor—. Quizá hayas descubierto algo. Evans podría convertirse en un problema para nosotros.

—No me extrañaría.

—Ha sido uno de nuestros abogados de confianza. ¡Pero si estuvo en mi despacho hace solo unos días y le encargué una tarea! Si se ha vuelto contra nosotros, podría perjudicarnos.

—Renegado de mierda —dijo Ted—. Otro Bennett Arnold.

—Quiero que lo acompañes a todas partes durante los próximos días.

—Por mí, encantado.

—No te separes de él, quédate a su lado. Ya sabes, como dos buenos colegas.

—Entendido, Nick. Me pegaré a él como una lapa.

—Estoy seguro de que asistirá a la sesión inaugural del congreso esta mañana —dijo Drake. Y pensó: «Aunque quizá no lo consiga».

WESTWOOD
MIÉRCOLES, 13 DE OCTUBRE
3.40 H

—Debo decir que fue una excelente elección —comentó Kenner—.
Hapalochlaena fasciata
. La más letal de las tres especies de pulpo de anillos azules, así llamado porque ante una amenaza cambia de color y aparecen en su piel anillos de un vivo color azul. Se encuentra en todas las aguas costeras de Australia. Es un animal diminuto; su mordedura es minúscula, casi indetectable, y el envenenamiento suele ser mortal. No existe antídoto. Y es poco probable que una mordedura se reconozca rápidamente en un hospital de Los Ángeles. Ciertamente una elección magistral.
[31]

Evans, que yacía en la sala de urgencias de la VCLA con una máscara de oxígeno en la cara, se limitaba a mirado. Aún era incapaz de hablar. Pero ya no estaba asustado. Janis se había ido a casa enfurruñada, pretextando que tenía que dar una clase por la mañana temprano. Sarah estaba sentada junto a la cama, preciosa, y le frotaba la mano suavemente.

—¿Dónde habrán conseguido uno?

—Imagino que tienen varios —dijo Kenner—. Son delicados, y no viven mucho tiempo. Pero los australianos los capturan en grandes cantidades porque intentan elaborar un antídoto. Seguramente ya sabréis que Australia es el país del mundo con más animales venenosos de mordedura mortal. La serpiente más venenosa, el molusco más venenoso, el pez más venenoso… todos se encuentran en Australia o proceden de allí.

Evans pensó: «Estupendo».

—Pero ahora, claro, la VCLA ha tenido tres casos. Están en ello.

—Sí, estamos en ello —confirmó un interno que en ese momento entraba en la habitación. Comprobó la vía intravenosa de Evans y la máscara de oxígeno—. Tenemos el resultado preliminar de los análisis de sangre. Se trata de una tetrodotoxina, como en los otros dos casos. Debería estar en pie y recuperado dentro de unas tres horas. Un hombre con suerte. —Dirigió una encantadora sonrisa a Sarah y volvió a salir.

—En todo caso, me alegro de que estés bien —continuó Kenner—. Habría sido un engorro perderte.

Evans pensó: «¿De qué habla?». Recuperaba gradualmente la movilidad de los músculos de los ojos, y miró a Sarah. Pero ella solo sonrió.

—Sí, Peter —dijo Kenner—, te necesito vivo. Al menos durante un tiempo.

Sentado en un rincón con el teléfono móvil, Sanjong anunció:

—Bueno, vamos a tener un poco de acción.

—¿Es donde pensábamos? —preguntó Kenner.

—Sí.

—¿Qué ha pasado?

—Acaba de llegarnos la información referente al recibo. Alquilaron un avión de transporte el mes pasado, un C-57.

—Uf —dijo Kenner.

—¿Qué significa eso? —quiso saber Sarah.

—Un aparato grande. Probablemente lo necesitan para rociar.

Ella lo miró perpleja.

—¿Rociar?

—Está bastante claro que van a diseminar bacterias oxidantes del amonio en grandes cantidades. Y quizá también nanopartículas hidrofílicas.

—¿Para qué?

—Para controlar el rumbo de una tormenta —contestó Kenner—. Existen pruebas de que las bacterias oxidantes del amonio, diseminadas a cierta altitud, pueden alterar la trayectoria de un huracán o un ciclón. Las nanopartículas hidrofílicas potencian el efecto. Al menos, en teoría. Ignoro si se han probado en sistemas grandes.

—¿Van a controlar un huracán?

—Van a intentado.

—Quizá no —intervino Sanjong—. Según Tokio, el tráfico reciente por internet y teléfono móvil induce a pensar que el proyecto tal vez se ha cancelado.

—¿No disponen de las condiciones iniciales?

—No, parece que no.

Evans tosió.

—Ah, estupendo —dijo Kenner—. Estás recuperándote. —Le dio unas palmadas en el brazo—. Ahora descansa, Peter.

Procura dormir si puedes. Porque, como sabes, hoy es el gran día.

—¿El gran día? —preguntó Sarah.

—El congreso empieza dentro de cinco horas y media aproximadamente —respondió Kenner. Se levantó para marcharse, pero antes de salir se volvió hacia Evans—. Voy a dejar aquí a Sanjong el resto de la noche. No creo que corras peligro, pero ya han atentado una vez contra tu vida, y no quiero que vuelvan a intentarlo.

Sanjong sonrió y se sentó en la silla junto a la cama con una pila de revistas aliado. Abrió el último número de
Time
. El artículo de cabecera era «El catastrófico futuro del cambio climático». Tenía también
Newsweek
: «El cambio climático abrupto: ¿Un nuevo escándalo para la Administración?». Y
The Economist
: «El cambio climático alza su horrenda cabeza». Y
Paris-Match
: «
Climat: le nouveau péril américain
».

Sanjong sonrió jovialmente.

—Ahora descansa —dijo.

Evans cerró los ojos.

SANTA MÓNICA
MIÉRCOLES, 13 DE OCTUBRE
9.00 H

A las nueve de esa mañana, los asistentes invitados al congreso pululaban por la sala, sin ocupar aún sus asientos. Evans tomaba café cerca de la entrada. Sentía un extraordinario cansancio, pero por lo demás se encontraba bien. Un rato antes todavía le temblaban un poco las piernas, pero ya no.

Los delegados presentaban un evidente aspecto académico, muchos de ellos vestían de una manera informal que indicaba una forma de vida al aire libre: pantalones caqui y camisas de campaña, botas de montaña, chalecos Patagonia…

—Parece una convención de leñadores, ¿no? —comentó Jennifer, de pie aliado de Evans—. Nadie diría que esta gente se pasa casi todo el tiempo delante de un ordenador.

—¿Eso es verdad? —preguntó Evans.

—En muchos casos, sí.

—¿Y el calzado de montaña?

Jennifer se encogió de hombros.

—La imagen rústica está de moda en estos momentos.

En el estrado, Nicholas Drake golpeó el micrófono con el dedo.

—Buenos días a todos —saludó—. Empezaremos dentro de diez minutos.

A continuación se apartó y se acercó a Henley.

—Esperan a las cámaras de televisión —explicó Jennifer—. Esta mañana ha habido problemas eléctricos. Los equipos de las unidades móviles aún no han acabado de instalarse. Y todo tiene que supeditarse a la televisión, claro.

En la entrada de la sala de congresos se organizó un alboroto.

Evans miró en esa dirección y vio a un hombre con chaqueta de tweed y corbata forcejear con dos guardias de seguridad.

—¡Pero si estoy invitado! —exclamó—. Debo estar aquí.

—Disculpe, caballero —decían los guardias—, su nombre no figura en la lista.

—¡Pero les digo que estoy invitado!

—¡Vaya, vaya! —dijo Jennifer cabeceando.

—¿Quién es ese?

—El profesor Norman Hoffman. ¿No has oído hablar de él?

—No, ¿por qué?

—¿La ecología del pensamiento? Es un sociólogo famoso, o tristemente famoso, para ser más exactos. Muy crítico con las tesis ecologistas. Tiene algo de perro rabioso. Lo llevamos al gabinete de crisis para conocer sus opiniones. Fue un error. Nunca calla. Habla por los codos y se va por la tangente sin cesar, en cualquier dirección, y es imposible cortarle. Es como un televisor que cambia de canal cada pocos segundos, y sin mando a distancia con que controlarlo.

—No me extraña que no lo quieran aquí.

—Desde luego, causaría problemas. Ya lo está haciendo.

Junto a la entrada, el anciano forcejeaba con los guardias de seguridad.

—¡Suéltenme! ¿Cómo se atreven? ¡Estoy invitado! Por el mismísimo George Morton. Él y yo somos amigos íntimos. Me invitó George Morton.

La mención de George Morton despertó algo en Evans, que se encaminó hacia el anciano.

—Te arrepentirás… —previno Jennifer. Evans se encogió de hombros.

—Disculpen —dijo acercándose a los guardias—. Soy el abogado del señor Morton. ¿Puedo ayudar en algo?

El anciano se revolvía entre las manos de los guardias.

—Soy el profesor Norman Hoffman, y me invitó George Morton —insistió. De cerca, Evans vio que el anciano iba mal afeitado, desaliñado y con el pelo revuelto—. ¿Por qué, si no, iba a venir a este horrible cónclave? Pues por una única razón: me lo pidió George. Quería conocer mi impresión al respecto. Aunque ya podría habérsela dicho hace semanas: aquí no habrá sorpresas. Todo se desarrollará con la majestuosa ceremonia de un funeral barato.

Evans empezaba a pensar que Jennifer tenía razón al prevenido contra aquel hombre.

—¿Tiene una invitación?

—No, no tengo invitación. No la necesito. ¿Qué es lo que no ha entendido, joven? Soy el profesor Norman Hoffman, amigo personal de George Morton. Además, me han quitado la invitación.

—¿Quién?

—Uno de esos guardias.

Evans se dirigió a los guardias:

—¿Le han quitado la invitación?

—No traía.

—¿Tiene un resguardo? —preguntó Evans a Hoffman.

—No, maldita sea, no tengo un resguardo. No necesito un resguardo. No necesito nada de esto, francamente.

—Perdone, profesor, pero…

—Sin embargo, he conseguido quedarme con esto.

Entregó a Evans la esquina arrancada de una invitación. Era auténtica.

—¿Dónde está el resto?

—Ya se lo he dicho, me lo han quitado.

Un guardia situado a un lado hizo una seña a Evans. Este se acercó a él. El guardia volvió la palma de la mano ahuecada y le mostró el resto de la invitación.

—Disculpe —dijo—, pero el señor Drake ha dado instrucciones concretas de que no se permita entrar a este caballero.

—Pero tiene invitación —dijo Evans.

—Quizá quiera discutirlo con el señor Drake.

Para entonces, se había aproximado un equipo de televisión, atraído por el alboroto. Hoffman, forcejeando de nuevo, actuó de inmediato para las cámaras.

—¡No se moleste con Drake! —gritó Hoffman a Evans—. Drake no permitirá que la verdad asome en este acto. —Se volvió hacia la cámara—. Nicholas Drake es un impostor inmoral, y este acto es una farsa para los pobres del mundo. ¡Doy fe de ello a los niños agonizantes de África y Asia, que exhalan su último aliento por culpa de congresos como este! ¡Gente que se dedica a infundir temor! ¡Gente inmoral que se dedica a infundir temor! —Forcejeó como un maníaco. Tenía mirada de loco y saliva en los labios. Sin duda parecía un demente, y las cámaras dejaron de grabar; los equipos se dieron media vuelta, al parecer abochornados. Hoffman puso fin a su forcejeo de inmediato—. Da igual, ya he dicho lo que tenía que decir. Como de costumbre, a nadie le interesa. —Se volvió hacia los guardias—. Ya pueden soltarme. He tenido bastante de este fraude. No soporto quedarme aquí ni un minuto más. ¡Suéltenme!

—Suéltenlo —dijo Evans.

Los guardias dejaron libre a Hoffman. De inmediato, este corrió al centro de la sala, donde un equipo entrevistaba a Ted Bradley. Hoffman se plantó delante de Bradley y declaró:

—¡Este hombre es un chulo! Un ecochulo al servicio de instituciones corruptas que viven de difundir falsos temores. ¿Es que no lo entienden? Los falsos temores son una plaga, una plaga moderna.

Los guardias se abalanzaron de nuevo sobre Hoffman y lo sacaron de la sala a rastras. Esta vez no se resistió. Se quedó inerte y se dejó llevar en volandas, rozando el suelo con los tacones.

—Vayan con cuidado —se limitó a decir—, tengo problemas de espalda. Si me hacen daño los demandaré por agresión.

Lo dejaron en la acera, le arreglaron la ropa y lo soltaron.

—Que tenga un buen día, caballero.

—Eso me propongo. Tengo ya los días contados.

Evans se quedó atrás con Jennifer, observando a Hoffman.

—No dirás que no te lo he advertido —recordó Jennifer.

—Pero ¿quién es?

—Un profesor emérito de la Universidad del Sur de California. Fue uno de los primeros en estudiar con rigurosas estadísticas los medios de comunicación y sus efectos en la sociedad. Es muy interesante, pero, como ves, ha desarrollado… esto… opiniones muy radicales.

—¿Crees que de verdad lo invitó Morton?

—Peter, necesito tu ayuda —dijo una voz.

Al volverse, Evans vio acercarse a Drake a zancadas.

—¿Qué pasa?

—Ese chalado irá derecho a la policía y nos denunciará por agresión —afirmó Drake, señalando a Hoffman con la cabeza—. Esta mañana no nos conviene. Ve a hablar con él, a ver si puedes tranquilizarlo.

—No sé qué puedo hacer —respondió Evans con cautela.

—Pídele que te explique sus absurdas teorías —sugirió Drake—. Eso lo mantendrá ocupado durante horas.

—Pero entonces me perderé el con…

—No te necesitamos aquí. Te necesitamos allí. Con el chiflado.

Se había congregado una gran multitud frente al palacio de congresos. La gente veía el acto en una gran pantalla de televisión, con subtítulos bajo la imagen del ponente. Evans se abrió paso entre la muchedumbre.

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