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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (50 page)

BOOK: Estado de miedo
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—Pero somos… —farfulló Bradley.

—Disculpe, caballero. Solo quieren al señor Evans. Ustedes tendrán que esperar aquí.

Jennifer sonrió a Bradley.

—Yo le haré compañía.

—Estupendo.

Evans salió del coche y siguió al policía a través de la puerta metálica hasta el interior del garaje. Dentro el espacio se hallaba dividido en una hilera de compartimentos alargados, donde los mecánicos trabajaban en los coches. La mayoría de los compartimentos parecían destinados a la reparación de coches de policía. Evans percibió el penetrante olor de las lámparas de acetileno. Sorteó charcos de aceite de motor y manchas de grasa en el suelo.

—¿A qué se debe esto? —preguntó al policía.

—Están esperándole.

Se dirigían hacia el fondo del garaje. Pasaron junto a varios automóviles abollados y manchados de sangre. Asientos empapados de sangre, ventanillas rotas salpicadas de rojo intenso. Algunos coches siniestrados tenían alrededor trozos de cuerda que se extendían en varias direcciones. Uno de ellos estaba siendo medido por un par de técnicos con bata azul; otro era fotografiado por un hombre con una cámara en un trípode.

—¿Es policía, ese hombre? —preguntó Evans.

—No. Abogado. Tenemos que dejarlos entrar.

—¿Así que aquí se ocupan de los accidentes de coche?

—Cuando es necesario.

Doblaron el recodo y Evans vio a Kenner con tres policías vestidos de paisano y dos técnicos con bata azul. Estaban todos de pie alrededor de la carrocería aplastada del Ferrari Spyder de Morton, ahora colocado sobre una plataforma de elevación e iluminado con potentes focos.

—Ah, Peter —dijo Kenner—. ¿Has identificado a George?

—Sí.

—Buen chico.

Evans se situó bajo el coche. Varias secciones de los bajos estaban marcadas con etiquetas amarillas de tela.

—¿Y bien? ¿Qué ocurre?

Los policías cruzaron una mirada y a continuación uno de ellos empezó a hablar.

—Hemos examinado este Ferrari, señor Evans.

—Ya lo veo.

—¿Es este el coche que el señor Morton compró recientemente en Monterey?

—Eso creo.

—¿Cuándo se realizó esa compra?

—No lo sé con exactitud. —Evans intentó recordar—. No hace mucho. El mes pasado o algo así. Su ayudante, Sarah, me dijo que George lo había comprado.

—¿Quién lo encargó?

—Ella.

—¿Participó usted de algún modo?

—No. Simplemente ella me informó de que George había comprado el coche.

—¿Usted no efectuó la compra, ni contrató el seguro, ni nada?

—No. De eso se ocupaban los contables de George.

—¿Nunca vio los papeles del coche?

—No.

—¿Y cuándo vio por primera vez el coche?

—La noche que George se marchó en él del hotel Mark Hopkins —contestó Evans—. La noche que murió.

—¿Vio alguna vez el coche antes de esa noche?

—No.

—¿Contrató a alguien para realizar algún trabajo en el coche?

—No.

—El coche fue transportado de Monterey a un garaje privado de Sonoma, donde permaneció durante dos semanas, antes de llevarlo a San Francisco. ¿Se encargó usted de reservar el garaje privado?

—No.

—El alquiler de la plaza estaba a su nombre.

Evans movió la cabeza en un gesto de negación.

—No sé nada de eso. Pero a menudo Morton ponía los contratos de alquiler y arrendamiento a nombre de sus contables o abogados cuando no quería que se conociese públicamente la verdadera identidad del arrendatario.

—Pero si hacía eso, ¿le informaba?

—No necesariamente.

—¿No sabía usted, pues, que se utilizaba su nombre?

—No.

—¿Quién trabajo en el coche en San José?

—No tengo la menor idea.

—Porque debo decide, señor Evans, que alguien llevó a cabo un trabajo exhaustivo en este Ferrari antes de que Morton subiera. El chasis fue debilitado en los puntos que ve marcados con etiquetas amarillas. El sistema antiderrape, rudimentario en un vehículo de esta antigüedad, estaba inutilizado, y los discos de freno se habían aflojado en la rueda izquierda de la parte delantera y la derecha de la parte trasera. ¿Me sigue?

Evans arrugó el entrecejo.

—Señor Evans, este coche era una trampa mortal. Alguien lo utilizó para matar a su cliente. En un garaje de Sonoma se realizaron modificaciones letales. Y su nombre figura en el contrato de alquiler del garaje.

Fuera, en el coche, Ted Bradley interrogaba a Jennifer Haynes. Podía ser guapa, pero todo en ella resultaba extraño: sus modales, su actitud de hombre duro y sobre todo sus opiniones. Había dicho que trabajaba en la demanda y que el NERF pagaba su salario, pero eso a Ted no le parecía posible. Para empezar, la vinculación de Ted Bradley al NERF era públicamente conocida, y ella, como empleada de la organización, debería haberlo sabido y debería haber tratado sus opiniones con respeto.

Calificar de «gilipolleces» la información que había transmitido a aquellos niños —una charla que no tenía por qué dar, un tiempo que había ofrecido por su gentileza natural y su entrega a la causa ecologista—, calificar eso de «gilipolleces» era indignante. Era en extremo agresivo y demostraba una absoluta falta de respeto. Además, Ted sabía que lo que había dicho era verdad porque, como siempre, el NERF le había facilitado un memorándum que enumeraba los puntos que debían ponerse de relieve, y el NERF no le habría pedido que dijese algo falso. Y los puntos incluidos no hacían la menor referencia a ninguna glaciación. Los comentarios de Jennifer no venían al caso.

Aquellos árboles eran magníficos. Eran los centinelas del medio ambiente, tal como se afirmaba en el memorándum. De hecho, lo sacó del bolsillo de la chaqueta para cerciorarse.

—Me gustaría ver eso —dijo Jennifer.

—No me cabe duda.

—¿Qué problema tiene? —preguntó ella.

«¿Lo ves? —pensó Ted—. Esa actitud. Agresiva».

—Es usted una de esas estrellas de televisión que piensa que todo el mundo quiere tocarle la polla. Pues, ¿sabe qué le digo? Yo no. Creo que es usted un simple actor.

—Y yo creo que usted es una infiltrada. Una espía de la industria.

—Si usted me ha descubierto, no debo de ser muy buena.

—La he descubierto porque usted se ha ido de la lengua, por eso.

—Ese ha sido siempre mi problema.

En el transcurso de esta conversación Bradley había sentido que una peculiar tensión se acumulaba en su pecho. Las mujeres no discutían con Ted Bradley. A veces se mostraban hostiles durante un rato, pero solo porque él, con su apuesta presencia y su poder de estrella, las intimidaba. Querían follar con él, y a menudo él se lo permitía. Pero no discutían con él. Esta sí discutía, y eso lo excitaba y enfurecía en igual medida. La tensión que crecía dentro de él era casi insoportable. La calma de esa mujer, allí sentada tranquilamente, la manera de mirarle a los ojos, la total falta de intimidación… todo ello revelaba una indiferencia a su fama que lo enloquecía. Sí, desde luego era preciosa.

Le cogió la cara entre las manos y la besó con fuerza en la boca. Se dio cuenta de que a ella le gustaba. Para completar su dominación, le metió la lengua hasta la garganta.

De pronto sintió una cegadora punzada de dolor —en el cuello, la cabeza— y debió de perder el conocimiento por unos segundos, porque al cabo de un momento se encontró sentado en el suelo de la limusina, con la respiración entrecortada y la camisa machada de sangre. Ted no sabía muy bien cómo había llegado hasta allí. No sabía muy bien por qué sangraba, ni por qué le dolía la cabeza. Advirtió entonces que le sangraba la lengua.

Alzó la vista para mirarla. Ella cruzó las piernas con frialdad, permitiéndole echar un vistazo bajo su falda, pero a él no le interesó. Sentía resentimiento.

—¡Me has mordido la lengua!

—No, gilipollas, te la has mordido tú.

—¡Me has agredido!

Jennifer enarcó una ceja.

—¡Me has agredido, sí! —repitió Ted. Bajó la vista—. Dios santo, y además era una camisa nueva, de Maxfield’s.

Ella lo miró fijamente.

—Me has agredido —volvió a decir él.

—Denúnciame.

—Creo que eso haré.

—Mejor será que consultes antes con tu abogado.

—¿Por qué?

Ella señaló con la cabeza en dirección a la parte delantera del coche.

—Te olvidas del conductor.

—¿Qué pasa con el conductor?

—Lo ha visto todo.

—¿Y qué? Tú me has incitado —dijo Ted con voz sibilante—. Me estabas seduciendo. Cualquier hombre conoce los indicios.

—Por lo visto, tú no.

—Tocapelotas. —Se volvió y cogió el vodka del botellero. Necesitaba enjuagarse la boca. Se sirvió un vaso y miró atrás. Ella estaba leyendo el memorándum. Sostenía el papel entre sus manos. Ted se abalanzó a por él—. Eso no es tuyo.

Jennifer apartó el papel con rapidez y levantó la mano libre, de canto, como un cuchillo de trinchar.

—¿Quieres probar suerte otra vez, Ted?

—Vete a la mierda —respondió él, y tomó un trago de vodka.

Le ardió la lengua. «¡Qué mala zorra! —pensó—. ¡Qué mala zorra de mierda!». Pues al día siguiente tendría que buscarse otro empleo. Él se encargaría de eso. Aquella imbécil de abogada no podía andar jodiendo a Ted Bradley y quedar impune.

De pie bajo el Ferrari aplastado, Evans soportó otros diez minutos de interrogatorio por parte de los policías de paisano que lo rodeaban. En esencia no le veía el menor sentido a aquel asunto.

—George era un buen conductor —dijo Evans—. Si se hicieron todos esos cambios en el coche, ¿no tendría que haberse dado cuenta de que pasaba algo?

—Quizá. Pero no si había bebido mucho.

—Pues desde luego había bebido.

—¿Y quién le hizo beber, señor Evans?

—George bebió por su propia cuenta.

—Según el camarero del banquete, usted le ofreció a Morton una copa tras otra.

—Eso no es verdad. Intenté contenerlo con la bebida. De pronto los policías cambiaron de dirección.

—¿Quién trabajó en el Ferrari, señor Evans?

—No tengo ni idea.

—Sabemos que alquiló usted un garaje privado a las afueras de Sonoma, en la carretera 54. Era un sitio bastante tranquilo y apartado. Cualquier persona o personas que trabajasen en el coche podían ir y venir a su antojo sin ser vistas. ¿Por qué eligió un garaje así?

—Yo no lo elegí.

—Su nombre figura en el contrato.

—¿Cómo se formalizó el alquiler?

—Por teléfono.

—¿Quién lo pagó?

—Se pagó en efectivo.

—¿Quién?

—La entrega se hizo por mensajero.

—¿Aparece mi firma en algún sitio? ¿O mis huellas?

—No. Solo su nombre.

Evans se encogió de hombros.

—Entonces, discúlpenme, pero yo no sé nada de esto. Es un hecho sabido que soy abogado de George Morton. Cualquiera pudo utilizar mi nombre. Si se hizo algo con este coche, se hizo sin mi conocimiento.

Pensó que deberían estar preguntándole a Sarah todo aquello, pero claro, si hacían bien su trabajo, ya debían de haber hablado con ella.

Y en efecto, Sarah dobló en ese momento el recodo hablando por un móvil y dirigió un gesto de asentimiento a Kenner.

Fue entonces cuando intervino Kenner.

—Muy bien, caballeros, a menos que tengan más preguntas, asumo la custodia del señor Evans y me hago plenamente responsable. No creo que exista el menor riesgo de que intente huir. Conmigo estará a buen recaudo.

Los policías, aunque a regañadientes, finalmente accedieron.

Kenner les entregó su tarjeta y luego se encaminó hacia la entrada con el brazo firmemente apoyado en los hombros de Evans.

Sarah lo siguió a unos pasos de distancia. Los policías se quedaron con el Ferrari.

Cuando se aproximaron a la puerta, Kenner dijo:

—Lamento todo esto. Pero la policía ha omitido algunos detalles. El hecho es que fotografiaron el coche desde varios ángulos e introdujeron las imágenes en un ordenador que simula accidentes. Y la simulación generada no coincidió con las fotos del accidente real.

—No sabía que eso podía hacerse.

—Ah, sí. Hoy día todo el mundo utiliza modelos informáticos. Son de rigor para la organización moderna. Provista de esa simulación, la policía volvió al coche siniestrado y decidió que había sido manipulado. En los anteriores exámenes del vehículo, ni siquiera se les pasó por la cabeza. Un claro ejemplo de cómo una simulación por ordenador altera la versión que uno tiene de la realidad. Han dado crédito a la simulación y no a los datos sobre el terreno.

—Ajá.

—Y lógicamente su simulación se optimizó para las clases de automóvil más habituales en las carreteras de Estados Unidos. El ordenador no era capaz de crear un modelo del comportamiento de un coche de carreras italiano de producción limitada con cuarenta años de antigüedad. Llevaron a cabo la simulación de todos modos.

—Pero ¿qué es todo eso del garaje de Sonoma? —preguntó Evans.

Kenner se encogió de hombros.

—Tú no lo sabes. Sarah no lo sabe. Nadie puede verificar si el coche estuvo allí realmente. Pero el garaje se alquiló; supongo que fue el propio George. Aunque nunca lo sabremos con certeza.

Otra vez fuera, Evans abrió la puerta de la limusina y entró. Le asombró encontrar a Ted Bradley con el mentón y la pechera de la camisa cubiertos de sangre.

—¿Qué ha pasado?

—Ted ha resbalado —contestó Jennifer—. Y se ha hecho daño.

CAMINO DE LOS ÁNGELES
MARTES, 12 DE OCTUBRE
22.31 H

En el vuelo de regreso, invadieron a Sarah confusos sentimientos. En primer lugar, la había afectado profundamente la recuperación del cadáver de George Morton; en algún rincón de su cabeza había albergado la vana esperanza de que apareciese vivo. Por otro lado, estaba la cuestión de Peter Evans, justo cuando empezaba a gustarle, cuando empezaba a ver en él, pese a su apariencia de debilidad, un lado fuerte y tenaz a su torpe manera, justo cuando, de hecho, empezaba a experimentar los primeros sentimientos hacia el hombre que le había salvado la vida, se presentaba de pronto aquella mujer, Jennifer algo, y saltaba a la vista que a Peter lo atraía.

Además estaba la llegada de Ted Bradley. Sarah no se hacía ilusiones respecto a Ted; lo había visto en acción en innumerables reuniones del NERF, e incluso una vez le había permitido poner a prueba sus encantos con ella —tenía mucho gancho para los actores—, pero en el último momento decidió que le recordaba demasiado a su ex. ¿Qué tenían, por cierto, los actores? Eran tan afables, tan personales en el trato, tan intensos en los sentimientos, que resultaba difícil darse cuenta de que en realidad solo eran ególatras dispuestos a cualquier cosa con tal de despertar simpatía en los demás. Al menos Ted era así.

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