Pero como Evans se hallaba atado a aquel loco —al menos durante los días siguientes— decidió eludido lo máximo posible. Y desde luego no estaba dispuesto a entablar ninguna conversación más con él. No tenía sentido discutir con extremistas.
Miró a Sarah, que caminaba por la pista de hielo del aeródromo junto a él. Tenía las mejillas enrojecidas por el aire frío. Estaba preciosa.
—Opino que este tipo es un chiflado —declaró Evans.
—¿Kenner?
—Sí. ¿Tú qué crees?
Ella se encogió de hombros.
—Es posible.
—Seguro que esas referencias que me ha dado son falsas.
—Es fácil comprobarlo —dijo Sarah.
Tras sacudirse la nieve de los pies dando patadas al suelo, entraron en el primer edificio.
La estación de investigación de Weddell albergaba a treinta y tantos científicos, estudiantes de posgrado, técnicos y personal de apoyo. A Evans le sorprendió gratamente descubrir que el interior era bastante confortable, con una alegre cafetería, una sala de juegos y un gran gimnasio con una hilera de cintas de andar. Había amplias ventanas con vistas panorámicas del mar embravecido. Otras ventanas daban a la vasta y blanca superficie de la plataforma de hielo de Ross, que se extendía hacia el oeste.
El jefe de la estación les brindó una cálida bienvenida. Era un científico robusto y barbudo llamado MacGregor que parecía Papá Noel con un chaleco de la Patagonia. Molesto, Evans advirtió que MacGregor conocía a Kenner, al menos de oídas. Los dos entablaron de inmediato una cordial conversación.
Evans se disculpó, aduciendo que deseaba consultar su correo electrónico. Lo llevaron a una habitación con varios terminales de ordenador. Se identificó como usuario en uno de ellos y fue directamente a la página de la revista
Science
.
Tardó solo unos minutos en verificar las referencias que le había dado Sanjong. Evans leyó primero los extractos y luego el texto completo. Empezó a sentirse un poco mejor. Kenner había resumido correctamente los datos en bruto, pero había extraído una interpretación distinta a la de los autores. Estos defendían firmemente la hipótesis del calentamiento del planeta, y así lo manifestaban en el texto.
Al menos, la mayoría de ellos.
Era un poco complicado. En un artículo, resultaba obvio que si bien los autores hablaban ampliamente de la amenaza del calentamiento del planeta, sus datos parecían indicar lo contrario de lo que decían en el texto. Pero esa aparente confusión, sospechó Evans, se debía probablemente a que el trabajo era obra conjunta de media docena de autores. En resumidas cuentas, respaldaban la idea del calentamiento del planeta, y eso era lo que contaba.
Más perturbador era el artículo sobre el aumento del grosor del hielo en la plataforma de Ross. Allí Evans encontró ciertos puntos inquietantes. En primer lugar, el autor sostenía que la plataforma venía fundiéndose desde hacía seis mil años, desde el Holoceno (dato que Evans no recordaba haber leído en ningún texto sobre el deshielo de la Antártida). Si eso era cierto, no podía considerarse precisamente una novedad. Por el contrario, el autor afirmaba que la verdadera novedad consistía en el final de esa larga tendencia al deshielo, y la aparición de las primeras pruebas del aumento del grosor del hielo. El autor insinuaba que eso podía ser el primer indicio del principio de la siguiente glaciación.
¡Dios santo!
¿La siguiente glaciación?
Llamaron a la puerta a sus espaldas. Sarah asomó la cabeza.
—Kenner nos reclama —dijo—. Ha descubierto algo. Parece que vamos a salir al hielo.
El mapa cubría toda la pared y mostraba el enorme continente en forma de estrella. En el ángulo inferior derecho aparecía la estación de Weddell y el arco curvo de la plataforma de hielo de Ross.
—Hemos averiguado que hace cinco días atracó un barco con un cargamento de material de investigación para un científico norteamericano llamado James Brewster, de la Universidad de Michigan. Brewster es un recién llegado a quien se permitió venir en el último momento porque las condiciones de su beca eran anormalmente generosas respecto a la partida para gastos de estructura, lo cual significaba que la estación obtendría un dinero muy necesario para su funcionamiento.
—¿Así que pagó por su admisión? —dijo Evans.
—En efecto.
—¿Cuándo llegó aquí?
—La semana pasada.
—¿Dónde está ahora?
—Explorando el terreno. —Kenner señaló el mapa—. En algún lugar al sur de las laderas del monte Terror. Y allí vamos a ir nosotros.
—¿Decías que ese hombre es un científico de Michigan? —preguntó Sarah.
—No —contestó Kenner—. Acabamos de ponernos en contacto con la universidad para comprobarlo. Tienen a un profesor James Brewster, eso sí. Es un geofísico de la Universidad de Michigan, y en estos precisos momentos está en Ann Arbor esperando a que su mujer dé a luz.
—¿Y quién es este individuo?
—Nadie lo sabe.
—¿Y qué contiene el equipo descargado? —preguntó Evans.
—Tampoco se sabe. Lo transportaron en helicóptero a la zona de exploración, todavía embalado. Ese hombre lleva allí una semana con dos supuestos estudiantes de posgrado. Sea lo que sea lo que tiene entre manos, por lo visto trabaja en una amplia zona, y traslada con frecuencia su campamento base. Aquí nadie sabe exactamente dónde está. —Kenner bajó la voz—. Uno de los estudiantes volvió ayer para trabajar con los ordenadores. Pero, por razones obvias, no lo utilizaremos para que nos lleve hasta allí. Recurriremos a uno de los empleados de Weddell, Jimmy Bolden. Está muy bien informado.
»El tiempo es demasiado imprevisible para viajar en helicóptero, así que tendremos que usar los vehículos oruga. El campamento está a veintisiete kilómetros. Con los vehículos tardaremos unas dos horas en llegar. La temperatura exterior es perfecta para una primavera en la Antártida: menos treinta y un grados centígrados. Así que abrigaos. ¿Alguna pregunta?
Evans consultó su reloj.
—¿No oscurecerá pronto?
—Ahora que ha llegado la primavera, tenemos mucho menos tiempo nocturno. Será de día continuamente mientras estemos ahí fuera. El único problema al que nos enfrentamos está justo aquí —dijo Kenner, señalando el mapa—. Tenemos que cruzar la zona de corrimiento.
—¿La zona de corrimiento? —dijo Jimmy Bolden mientras avanzaban hacia el cobertizo—. No hay el menor problema. Solo es cuestión de andarse con cuidado.
—Pero ¿qué es? —pregunto Sarah.
—Es una zona donde el hielo está sometido a fuerzas laterales, fuerzas de corrimiento, más o menos como la tierra en California. Pero en lugar de producirse terremotos aparecen grietas. Muchas. Y muy profundas.
—¿Tenemos que cruzar eso?
—No pasa nada —contestó Bolden—. Hace dos años construyeron una carretera por la que cruzar la zona sin peligro. Rellenaron todas las grietas a lo largo de la carretera.
Entraron en el cobertizo de acero ondulado. Evans vio una hilera de vehículos de forma cuadrada con cabinas rojas y llantas articuladas en lugar de ruedas.
—Estos son los vehículos oruga —dijo Bolden—. Usted y Sarah irán en uno; el doctor Kenner en otro, y yo en el tercero, encabezando la marcha.
—¿Por qué no podemos ir todos en uno?
—Elemental precaución. Debe reducirse el peso al mínimo.
No conviene que un vehículo caiga en una grieta.
—¿No decía que hay una carretera donde se han rellenado las grietas?
—La hay. Pero la carretera está sobre un campo de hielo) y el hielo se desplaza unos cinco centímetros al día, lo que significa que la carretera se mueve. No se preocupen; está claramente marcada por banderines. —Bolden subió al pescante—. Permítanme enseñarles las características de estos vehículos. Se conducen como un coche corriente: allí está el embrague y ahí el freno de mano, el acelerador, el volante. La calefacción se enciende con este interruptor —lo señaló— y hay que dejarla encendida siempre. Mantendrá la cabina a unos diez grados bajo cero. Este voluminoso indicador naranja en el salpicadero es el transpondedor. Se activa al apretar este botón y también automáticamente si el vehículo se inclina más de treinta grados respecto a la horizontal.
—Es decir, si caemos en una grieta —dijo Sarah.
—Eso no va a pasar, créame —aseguró Bolden—. Simplemente les enseño las características básicas. El transpondedor emite una señal con un código único para cada vehículo, a fin de que podamos localizarlos. Si por alguna razón es necesario rescatarlos, conviene que sepan que el tiempo medio de rescate es de dos horas. Aquí tienen comida; aquí agua; hay suficiente para diez días. Aquí está el botiquín, que incluye morfina y antibióticos. Aquí tienen el extintor. Esta caja contiene el equipo de expedición: crampones, cuerdas, arneses, todo eso. Aquí están las mantas térmicas, provistas de minicalefactores; los mantendrán por encima de cero grados durante una semana si se envuelven con ellas. Más o menos, eso es todo. Nos comunicamos por radio. El altavoz está en la cabina, el micrófono encima del salpicadero. Se activa por voz; solo tienen que hablar. ¿Entendido?
—Entendido —contestó Sarah, y subió a la cabina.
—Pongámonos en marcha, pues. Profesor, ¿queda todo claro?
—Sí —respondió Kenner a la vez que montaba en el vehículo contiguo.
—Muy bien —dijo Bolden—. Recuerden que siempre que salgan del vehículo estarán a treinta y cinco bajo cero. Protéjanse las manos y la cara. Cualquier porción de piel al descubierto se congela en menos de un minuto. Después de cinco minutos, corren el riesgo de perder una parte de su anatomía. No queremos que vuelvan a casa sin los dedos de las manos o los pies. O sin nariz.
Bolden se dirigió al tercer vehículo.
—Avanzaremos en fila —anunció—. A una distancia equivalente a tres vehículos. No más cerca en ninguna circunstancia; tampoco más lejos. Si se levanta tormenta y disminuye la visibilidad, mantendremos la misma distancia pero reduciremos la velocidad. ¿Está claro?
Todos asintieron.
—Entonces vamos.
Al fondo del cobertizo se elevó una puerta acanalada entre los chirridos del metal helado. Fuera lucía el sol.
—Por lo visto, hace buen día —comentó Bolden. Y acompañado de un petardeo del tubo de escape del motor diésel, cruzó la puerta a bordo del primer vehículo oruga.
Durante el viaje, el traqueteo y las violentas sacudidas eran continuos. El campo de hielo, en apariencia tan llano y uniforme a lo lejos, era sorprendentemente irregular al experimentarlo de cerca, salpicado de largas hondonadas y escarpados montículos. Evans tuvo la sensación de ir en un barco a través de un mar encrespado) solo que allí, claro, ese mar estaba helado y avanzaban despacio por él.
Conducía Sarah, sujetando con mano firme y segura el volante. Evans ocupaba el asiento del acompañante) aferrado al salpicadero para no perder el equilibrio.
—¿A qué velocidad vamos?
—A menos de quince kilómetros por hora.
Evans dejó escapar un gruñido cuando descendieron bruscamente por una corta zanja y volvieron a subir.
—¿Y esto va a durar dos horas?
—Eso ha dicho Bolden. Por cierto, ¿has comprobado las referencias de Kenner?
—Sí —respondió Evans, malhumorado.
—¿Se las había inventado?
—No.
Su vehículo era el tercero de la fila. Los precedía el de Kenner, y Bolden encabezaba la marcha.
Se oyó el susurro de la radio.
—Bueno —dijo Bolden por el altavoz—. Nos acercamos a la zona de corrimiento. Mantengan las distancias y permanezcan entre los banderines.
Evans no vio diferencia alguna —seguía pareciendo un campo de hielo resplandeciente bajo el sol—, pero unos banderines rojos enarbolados en postes de un metro ochenta de altura delimitaban los márgenes de la ruta.
—¿Cuál es la profundidad de las grietas? —preguntó Evans.
—La más profunda que hemos encontrado tiene un kilómetro —informó Bolden por la radio—. Algunas son de trescientos metros. La mayoría no llega a los cien metros.
—¿Todas tienen ese color?
—Sí. Pero no le conviene acercarse a mirar.
Pese a las advertencias de peligro, atravesaron el campo sanos y salvos y dejaron atrás los banderines. Desde allí se veían a la izquierda la pendiente de una montaña y nubes blancas.
—Ese es el Erebus —dijo Bolden—. Un volcán activo. Lo que se ve es vapor procedente de la cumbre. A veces lanza lava pero nunca llega hasta aquí. El monte Terror está inactivo. Pueden verlo al frente, aquella pequeña ladera.
Evans se sintió decepcionado. El nombre, monte Terror, lo había inducido a imaginar algo temible, y no aquella colina de suaves laderas con un afloramiento de roca en lo alto. Si no le hubieran señalado la montaña, quizá ni siquiera habría reparado en ella.
—¿Por qué se llama monte Terror? —preguntó—. No es aterrador.
—No tiene nada que ver con eso. Los primeros puntos de referencia de la Antártida recibieron el nombre de los barcos que los descubrían —explicó Bolden—. Por lo visto,
Terror
era el nombre de un barco del siglo XIX.
—¿Dónde está el campamento de Brewster? —preguntó Sarah.
—Debería verse de un momento a otro —contestó Bolden—. ¿Son ustedes inspectores, pues?
—Somos de la IADG, la agencia internacional de inspección —dijo Kenner—. Se nos exige que nos aseguremos de que ningún proyecto de investigación estadounidense viola los acuerdos internacionales sobre la Antártida.
Aja…
—El doctor Brewster se presentó aquí tan deprisa que ni siquiera sometió su propuesta de investigación a la aprobación de la IADG. Así que nosotros lo comprobaremos sobre el terreno. Es simple rutina.
Bamboleándose, avanzaron en silencio entre los crujidos del hielo durante varios minutos. Seguían sin ver el campamento.
—Vaya —dijo Bolden—. Quizá se han trasladado.
—¿Qué clase de investigación lleva a cabo Brewster? —preguntó Kenner.
—No estoy muy seguro —respondió Bolden—, pero he oído que estudia la mecánica de los desprendimientos de hielo, ya saben, cuando el hielo fluye hasta el borde y se desprende de la plataforma. Brewster ha colocado unidades de GPS en el hielo para registrar su desplazamiento hacia el mar.
—¿Estamos cerca del mar? —quiso saber Evans.
—A unos diecisiete o dieciocho kilómetros —respondió Bolden—. Al norte.