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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (28 page)

BOOK: Estado de miedo
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Girando la muñeca con suavidad, empezó a balancear la cuerda. El garfio se perdió de vista, volvió a aparecer y se perdió de vista nuevamente.

—No llego… sigue haciéndolo, Sarah.

—Sí.

—No llego, Sarah.

—Sigue intentándolo.

—Tienes que bajarlo más.

—De acuerdo. ¿Cuánto más?

—Unos dos palmos.

—Muy bien. —Sarah bajó el garfio—. ¿Así qué tal?

—Bien, ahora balancéalo.

Sarah lo hizo oscilar. Oyó gruñir a Evans, pero el gancho volvía a aparecer cada vez.

—No puedo, Sarah.

—Sí puedes. Sigue intentándolo.

—No puedo. Tengo los dedos demasiado fríos.

—Sigue intentándolo —insistió ella—. Allá va otra vez.

—No puedo, Sarah, no puedo… ¡eh!

—¿Qué?

—Casi lo he cogido.

Sarah vio girar el garfio cuando apareció de nuevo en su línea de visión. Evans lo había tocado.

—Una vez más —dijo—. Lo conseguirás, Peter.

—Lo intento; es solo que tengo tan poca… lo tengo, Sarah. ¡Lo tengo!

Ella dejó escapar un largo suspiro de alivio.

Evans tosía en la oscuridad. Sarah esperó.

—Muy bien —dijo él—. Lo tengo enganchado en la chaqueta.

—¿Dónde?

—Delante. En el pecho.

Visualizando la situación, Sarah imaginó que si el garfio se desprendía, se le clavaría en la barbilla.

—No, Peter. Engánchatelo en la axila.

—No puedo, a menos que consigas levantarme medio metro.

—De acuerdo. Di cuándo.

Evans tosió.

—Oye, Sarah. ¿Eres lo bastante fuerte como para tirar de mí?

Ella había evitado hasta el momento pensar en eso. Sencillamente había dado por supuesto que de un modo u otro lo conseguiría. Desde luego no sabía si estaba muy encajonado, pero…

—Sí —contestó—. Puedo hacerlo.

—¿Seguro? Peso setenta y cinco kilos. —Evans volvió a toser—. Quizá un poco más, quizá ochenta.

—Te he atado al volante.

—Bien, pero… no me sueltes.

—No te soltaré, Peter.

Se produjo un silencio.

—¿Cuánto pesas?

—Peter nunca le hagas esa pregunta a una mujer, y menos en Los Ángeles.

—No estamos en Los Ángeles.

—No sé cuánto peso —contestó. Lo sabía con toda exactitud, por supuesto. Pesaba sesenta y dos kilos, unos quince menos que él—. Pero sé que puedo levantarte. ¿Estás listo?

—Mierda.

—Peter, ¿estás listo o no?

—Sí. Vamos.

Sarah tensó la cuerda y luego se agachó, plantando los pies firmemente a ambos lados de la puerta abierta. Se sentía como un luchador de sumo al principio del combate. Pero sabía que sus piernas eran mucho más fuertes que sus brazos. Solo así podía hacerlo. Respiro hondo.

—¿Preparado? —preguntó.

—Supongo.

Sarah comenzó a erguirse, notando en las piernas el dolor del esfuerzo. La cuerda se tensó más aún y luego ascendió, primero despacio, solo unos centímetros. Pero se movía.

Se movía.

—Bien, para. ¡Para!

—¿Cómo?

—¡Para!

—De acuerdo. —Seguía parcialmente agachada—. Pero no puedo aguantar mucho tiempo así.

—No es necesario que aguantes. Déjala ir. Despacio. Alrededor de un metro. —Sarah comprendió que debía de haberlo sacado ya en parte de la hendidura. Su voz reflejaba mucho menos miedo, pero tosía casi sin cesar.

—¿Peter?

—Un momento. Estoy enganchándome el garfio en el cinturón.

—De acuerdo…

—Ahora ya puedo mirar hacia arriba —dijo Evans—. Veo la oruga. Está a algo menos de dos metros por encima de mi cabeza.

—Muy bien.

—Pero cuando tires, la cuerda rozará con el borde de la oruga.

—Resistirá —aseguró ella.

—Y yo quedaré colgando justo encima de, esto…

—No te soltaré, Peter.

Él pasó un rato tosiendo. Sarah esperó.

—Avísame cuando estés lista —dijo Evans.

—Ya lo estoy.

—Entonces acabemos con esto antes de que me entre el miedo.

Sólo hubo un momento difícil. Lo había levantado ya más de un metro, y él había salido por completo de la hendidura, y de pronto Sarah tuvo que soportar todo el peso de su cuerpo. La cogió por sorpresa; la cuerda se deslizó casi un metro hacia abajo. Evans gritó.

—¡Sarah!

Ella agarró la cuerda con fuerza y la detuvo.

—Lo siento.

—¡Joder!

—Lo siento.

Se adaptó al peso adicional y empezó a tirar de nuevo. Gemía por el esfuerzo, pero no tardó en ver aparecer la mano de Evans por encima de la oruga. En cuanto se agarró, comenzó a izarse él mismo. Siguió la otra mano, y después apareció la cabeza. Eso también sorprendió a Sarah. Tenía la cara cubierta de espesa sangre, el pelo rojo y apelmazado. Pero sonreía.

—Sigue tirando, hermana.

—Eso hago, Peter. Eso hago.

Solo cuando por fin Evans se encaramó a la cabina, Sarah se desplomó en el suelo. Empezaron a temblarle las piernas violentamente. Tenía convulsiones en todo el cuerpo. Evans, tendido de costado, tosiendo y resollando junto a ella, apenas se dio cuenta. Al final, los temblores pasaron. Sarah encontró el botiquín y empezó a limpiarle la cara.

—Es solo una herida superficial —dijo—. Pero necesitarás unos puntos.

—Si llegamos a salir de aquí…

—Saldremos, no te quepa duda.

—Me alegra verte tan segura de ti misma. —Evans miró por la ventanilla el hielo que se elevaba por encima de ellos—. ¿Has escalado mucho en hielo?

Sarah negó con la cabeza.

—Pero he escalado bastante en roca. ¿Puede haber mucha diferencia?

—¿Será más resbaladizo, quizá? ¿Y qué pasará cuando lleguemos arriba? —preguntó él.

—No lo sé. No tenemos la menor idea de hacia dónde ir.

—Seguiremos las huellas del otro vehículo.

—Si aún están ahí. Si no se han borrado.

—Y ya sabes que nos encontramos como mínimo a doce o trece kilómetros de Weddell.

—Peter.

—Si se avecina tormenta, quizá estemos mejor aquí abajo.

—No pienso quedarme aquí —contestó Sarah—. Si voy a morir, moriré a la luz del día.

La escalada de la pared de la grieta en sí no fue tan difícil una vez que Sarah descubrió cómo tenía que pisar con los crampones y cuál era la fuerza necesaria para hundir el piolet en el hielo. Tardó solo siete u ocho minutos en cubrir la distancia y salir a la superficie.

Fuera todo parecía exactamente igual que antes. La misma luz tenue, el mismo horizonte gris que se confundía con la tierra. El mismo mundo gris y sin rasgos distintivos.

Ayudó a subir a Evans. Volvía a sangrarle la herida. Tenía la máscara teñida de rojo, rígida sobre la cara por el frío.

—¡Joder, qué frío! —exclamó él—. ¿Hacia dónde crees que tenemos que ir?

Sarah miraba en dirección al sol. Estaba bajo en el horizonte, pero ¿se ponía o se levantaba? ¿Y qué dirección indicaba el sol, en todo caso, cuando uno estaba en el Polo Sur? Frunció el entrecejo: no conseguía deducido, y no se atrevía a cometer un error.

—Seguiremos las huellas —declaró por fin. Se quitó los crampones y comenzó a andar.

Tuvo que admitir que Peter había tenido razón en un detalle: allí en la superficie el frío era mucho más intenso. Al cabo de media hora se levantó un viento fuerte; tendrían que inclinarse para avanzar. Peor aún, la nieve empezó a deslizarse bajo sus pies. Lo que significaba…

—Estamos perdiendo las huellas —dijo Evans.

—Ya lo sé.

—Se están borrando.

—Lo sé.

A veces Evans era como un niño pequeño, pensó Sarah. ¿Qué esperaba que hiciese ella con el viento?

—¿Qué hacemos? —preguntó él.

—No lo sé, Peter. Nunca me había perdido en la Antártida.

—Pues yo tampoco.

Continuaron adelante penosamente.

—Pero ha sido idea tuya subir.

—Peter, cálmate.

—¿Que me calme? Hace un frío de muerte, Sarah. No me siento la nariz, ni las orejas ni los dedos de manos y pies. Ni…

—Peter. —Lo agarró por los hombros y lo sacudió—. ¡Cállate!

Evans guardó silencio. A través de las rendijas de su máscara, la miró fijamente. Tenía las pestañas blancas por el hielo.

—Yo tampoco me siento la nariz —dijo Sarah—. Tenemos que conservar el control.

Dando un giro completo y tratando de ocultar su creciente desesperación, miró alrededor. Ahora el viento arrastraba más nieve. La visibilidad empeoraba. El mundo era más llano y gris, y apenas se tenía sensación de profundidad. Si las condiciones meteorológicas continuaban así, pronto ni siquiera verían el suelo con claridad suficiente para evitar las grietas.

Llegado ese punto, tendrían que detenerse allí donde estuviesen.

En medio de ninguna parte.

—Estás muy guapa cuando te enfadas, ¿sabías? —dijo él.

—Peter, por Dios.

—Es así.

—Sarah siguió caminando, con la mirada fija en el suelo para no perder las huellas.

—Vamos, Peter.

Quizá el rastro los llevase pronto a la carretera, y esta sería más fácil de seguir en la tormenta. Y más segura.

—Creo que estoy enamorándome, Sarah.

—Peter…

—Tenía que decírtelo. Esta puede ser mi última oportunidad.

—Empezó a toser de nuevo.

—Ahorra el aliento, Peter.

—Estoy congelado, joder.

Continuaron avanzando a trompicones, ya sin hablar. El viento silbaba. A Sarah se le adhería la parka al cuerpo. Era cada vez más difícil seguir adelante. Pero no se rindió. No sabía cuánto tiempo llevaban así cuando de pronto levantó una mano y paró. Evans no debió de verla, porque tropezó con ella, gruñó y se detuvo.

Tuvieron que acercar las cabezas y hablar a gritos para oírse con aquel viento.

—¡Tenemos que parar! —vociferó Sarah.

—¡Lo sé!

Entonces, como no sabía qué hacer, se sentó en el suelo, encogió las piernas y apoyó la cabeza en las rodillas, intentando contener el llanto. El estruendo del viento era cada vez mayor. Ahora producía un sonido chirriante. El aire estaba colmado de nieve.

Evans se sentó junto a ella.

—Joder, vamos a morir —dijo.

ZONA DE CORRIMIENTO
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
17.02 H

Sarah empezó a temblar, al principio a rachas, luego de manera casi ininterrumpida. Se sintió como si estuviera a punto de tener un ataque. Por su experiencia como esquiadora, sabía qué significaba eso. Su temperatura interior había descendido peligrosamente, y el temblor era un reflejo fisiológico automático para intentar calentar el cuerpo.

Le castañeteaban los dientes. Era difícil hablar. Pero su cerebro seguía en funcionamiento, seguía buscando una escapatoria.

—¿No hay una manera de construir una casa de nieve? Evans dijo algo. El viento se llevó sus palabras.

—¿Sabes cómo? —preguntó ella.

Él no contestó.

En todo caso, ya era demasiado tarde, pensó. Empezaba a perder el control del cuerpo. Apenas podía mantener los brazos alrededor de las rodillas de tanto como temblaba, y empezaba a invadirla una sensación de somnolencia. Miró a Evans. Yacía de costado en el hielo.

Le dio un codazo para que se irguiese, lo golpeó con el pie. Él no se movió. Deseó gritarle, pero no pudo debido al des controlado castañeteo de los dientes.

Sarah se esforzó por permanecer consciente, pero el deseo de dormir era cada vez más poderoso. Procuró mantener los ojos abiertos y, para su asombro, comenzó a ver rápidas escenas de su vida: su infancia, su madre, su clase del parvulario, las clases de ballet, el baile de graduación del insto…

Toda su vida desfilaba ante él, tal como ocurría poco antes de morir, según decían los libros. Y cuando alzó la vista, vio una luz a lo lejos, tal como decían también. Una luz al final de un túnel largo y oscuro…

No podía seguir resistiéndose. Se tendió. En todo caso no sentía el suelo. Estaba abstraída en su propio mundo de dolor y agotamiento. Y ante ella la luz era cada vez más intensa. Y ahora se habían sumado otras dos luces intermitentes de colores amarillo y verde…

¿Amarillo y verde?

Combatió la somnolencia. Intentó erguirse otra vez pero no pudo. Sus músculos se habían debilitado en exceso, sus brazos eran bloques de hielo. No podía moverse. Luces amarillas y verdes, cada vez mayores. Y una luz blanca en el centro. Muy blanca, como una lámpara halógena. Empezaba a ver detalles a través de la nieve arremolinada. Una bóveda plateada, ruedas, grandes letras brillantes. Las letras eran…

NASA.

Tosió. El objeto surgió de la nieve. Era una especie de vehículo pequeño, de alrededor de un metro de altura, no mayor que esos cortacéspedes en que la gente se montaba los domingos. Tenía unas ruedas enormes y una bóveda achatada, y emitía un pitido mientras avanzaba directamente hacia ella.

De hecho, iba a pasar por encima de ella, pensó sin preocupación. No podía hacer nada para evitarlo. Siguió tendida en el suelo, aturdida, indiferente. Las ruedas se hicieron cada vez más grandes. Lo último que recordó fue una voz mecánica que decía: «Hola. Hola. Apártese del camino, por favor. Muchas gracias por su cooperación. Hola. Hola. Apártese del camino…». Y luego nada.

ESTACIÓN DE WEDDELL
MIÉRCOLES, 6 DE OCTUBRE
20.22 H

Oscuridad. Dolor. Voces ásperas.

Dolor.

Alguien le frotaba. Por todo el cuerpo, los brazos y las piernas. Como si le restregasen el cuerpo con fuego.

Gimió.

Oyó una voz, ronca y lejana. Parecía decir: «Posos de café». Siguieron frotándole, de manera enérgica, brusca e insoportable. Y sonaba como papel de lija: un roce chirriante, áspero, terrible.

Algo le golpeó la cara, la boca. Se lamió los labios. Era nieve. Nieve helada.

—¿Taya nsciente? —dijo una voz.

—Nod el odo.

Era una lengua extranjera, chino o algo así. Ahora Sarah oía varias voces. Intentó abrir los ojos pero no pudo. Algo pesado sobre la cara le mantenía cerrados los párpados, como una máscara, o…

Intentó llevarse las manos a la cara pero no pudo. Tenía todos los miembros inmovilizados. Y continuaban frotándole, frotándole, frotándole…

Gimió. Intentó hablar.

—¿Nok res yas ueve?

—Nok cro.

—Sig ehsin arar.

Dolor.

Le frotaban, quienquiera que fuese, mientras yacía inmovilizada en la oscuridad, y gradualmente recuperó la sensibilidad en los miembros y la cara. No se alegró de ello. El dolor se intensificó. Sintió como si le abrasara todo el cuerpo.

BOOK: Estado de miedo
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