Estado de miedo (32 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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—Como ves, Sanjong ha identificado las coordenadas GPS exactas —dijo Kenner—. Sin duda habrás notado una pauta en la lista. Del primer incidente ya estamos enterados. El segundo se producirá en algún lugar del desierto estadounidense, bien en Utah, bien en Arizona, bien en Nuevo México. El tercer incidente tendrá lugar en alguna parte del Caribe, al este de Cuba, y el cuarto en las islas Salomón.

—¿Sí? ¿Y?

—Ahora mismo nuestra principal preocupación es el segundo incidente —explicó Kenner—. Y el problema es que entre Utah, Arizona y Nuevo México tenemos ciento treinta mil kilómetros cuadrados de desierto. A menos que consigamos más información, no encontraremos a esos tipos.

—Pero tenéis las coordenadas GPS exactas.

—Que sin duda ellos cambiarán ahora que están al corriente del tropiezo en la Antártida.

—¿Crees que ya han cambiado de planes?

—Por supuesto. Su red supo que algo andaba mal en cuanto llegamos ayer a Weddell. Creo que por eso se marchó el primero de ellos. Casi con toda seguridad, es el jefe de los tres. Los otros eran simples soldados de a pie.

—Y por eso queréis que vaya a ver a Drake —dijo Evans.

—Así es. Y averigües todo lo que puedas.

—Esto no me gusta.

—Lo comprendo, pero es necesario que lo hagas —insistió Kenner.

Evans miró a Sarah, que, todavía somnolienta, se frotaba los ojos. Le molestó ver que se había levantado de la cama perfectamente compuesta, sin arrugas en la cara, tan hermosa como siempre.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Necesito lavarme los dientes —contestó ella—. ¿Cuánto falta para aterrizar?

—Diez minutos.

Sarah se levantó y se dirigió a la parte trasera del avión.

Evans miró por la ventanilla. El sol resplandecía, intenso. No había dormido suficiente. Los puntos en el cuero cabelludo le tiraban. Le dolía todo el cuerpo por haber pasado tanto tiempo encajonado en aquella maldita grieta. Solo apoyar el codo en el brazo del asiento ya era doloroso.

Dejó escapar un suspiro.

—Peter —dijo Kenner—, esos individuos han intentado matarte. Yo que tú no me andaría con muchas contemplaciones a la hora de contraatacar.

—Es posible, pero soy abogado.

—Y podrías acabar siendo un abogado muerto —replicó Kenner—. No te lo aconsejo.

Con una sensación de irrealidad, Peter Evans, al volante de su híbrido, se fundió con el tráfico de la autopista de San Diego, doce carriles de ruidosa circulación sobre una franja de cemento con una anchura equivalente a medio campo de fútbol. El sesenta y cinco por ciento de la superficie de Los Ángeles estaba dedicado a los coches. Las personas debían apiñarse en el poco espacio que quedaba. Era un diseño inhumano, y absurdo desde el punto de vista medio ambiental. Todo estaba tan alejado que era imposible ir a pie a ninguna parte, y los índices de contaminación eran increíbles.

La gente como Kenner no hacía más que criticar la buena labor de las organizaciones ecologistas, sin cuyos esfuerzos el medio ambiente de una ciudad como Los Ángeles sería mucho peor.

«Afrontémoslo», pensó. El mundo necesitaba ayuda. Necesitaba desesperadamente una perspectiva ecologista. Y nada en la artera manipulación de datos de Kenner cambiaría esa verdad.

Sus pensamientos siguieron en esa línea durante otros diez minutos. Hasta que cruzó Mulholland Pass y empezó a descender hacia Beverly Hills.

Lanzó una mirada al asiento del acompañante. El teléfono móvil adaptado relucía bajo el sol. Decidió llevado a la oficina de Drake de inmediato. Quería acabar con aquello cuanto antes.

Telefoneó y preguntó por Drake; le dijeron que estaba en el dentista y regresaría más tarde. La secretaria no sabía exactamente a qué hora.

Evans decidió ir a su apartamento y ducharse.

Aparcó en el garaje y cruzó el pequeño jardín hacia el bloque. El sol lucía entre los edificios; los rosales estaban en flor, preciosos. Lo único que empañaba la imagen, pensó, era el olor a tabaco que flotaba en el aire. Resultaba desagradable pensar que alguien había fumado un puro y lo que quedaba era…

—¡Pssst! ¡Evans!

Se detuvo. Miró alrededor. No vio nada.

Evans oyó un apremiante susurro, como un siseo:

—Vuélvase a la derecha. Coja una rosa.

—¿Cómo?

—No hable, idiota. Y deje de mirar alrededor. Acérquese y coja una rosa.

Evans se dirigió hacia la voz. Allí el olor a tabaco era más intenso. Tras la maraña de arbustos, vio un viejo banco de piedra en el que nunca se había fijado. Tenía algas incrustadas. Sentado en el banco, encorvado, había un hombre con una chaqueta sport. Fumaba un puro.

—Quién es….

—No hable —susurró el hombre—. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Coja la rosa y huélala. Eso le dará una excusa para quedarse ahí un momento. Ahora atiéndame. Soy investigador privado. Me contrató George Morton.

Evans olió la rosa, inhalando humo de puro.

—Tengo algo importante que darle —dijo el tipo—. Se lo llevaré al apartamento antes de dos horas. Pero quiero que vuelva a salir, así le seguirán. No cierre la puerta con llave.

Evans hizo girar la rosa entre sus dedos, fingiendo examinarla. En realidad, miraba más allá de la rosa, al hombre sentado en el banco. Su cara le sonaba de algo. Evans estaba seguro de haberlo visto antes…

—Sí, sí —dijo el hombre, como si le leyese el pensamiento. Se volvió la solapa para enseñarle una placa—. AV Network Systems. Estaba trabajando en el edificio del NERF. Ahora lo recuerda, ¿verdad? No haga ningún gesto, por amor de Dios. Solo suba al apartamento, cámbiese de ropa y salga un rato. Vaya al gimnasio o a donde quiera, pero váyase. Esos gilipollas —señaló con la cabeza hacia la calle— estaban esperándolo. Así que no los decepcione. Y ahora váyase.

Su apartamento volvía a estar en orden. Lisa había hecho un buen trabajo: había dado la vuelta a los cojines rajados; había colocado los libros en la estantería. Estaban desordenados, pero ya se ocuparía de eso más tarde.

Desde la ancha ventana de la sala de estar, Evans miró la calle.

No vio nada excepto la verde superficie del Roxbury Park. Pese a que aún era temprano, ya había niños jugando y algunas niñeras chismorreaban en corrillos. No había la menor señal de vigilancia.

Todo parecía normal.

Sintiéndose observado, empezó a desabrocharse la camisa y se dio media vuelta. Fue a la ducha y dejó que los chorros de agua caliente lo aguijoneasen. Se miró los dedos de los pies, de un color morado oscuro, poco natural y preocupante. Los movió. Apenas los sentía, pero por lo demás parecían en buen estado.

Se secó y comprobó sus mensajes. Tenía una llamada de Janis preguntándole si estaba libre esa noche. Luego otra también de ella, que, nerviosa, le decía que su novio acababa de volver a la ciudad y estaría ocupada (lo cual significaba que no debía telefoneada). Había una llamada de Lisa, la ayudante de Herb Lowenstein, preguntándole dónde estaba. Lowenstein quería repasar ciertos documentos con él; era importante. Una llamada de Heather para avisarle de que Lowenstein lo buscaba. Una llamada de Marga Lane para decirle que seguía en el hospital y preguntarle por qué no la había llamado. Una llamada del concesionario de BMW cliente suyo para saber cuándo pasaría por su tienda.

Y unas diez llamadas sin mensaje. Muchas más que de costumbre.

Estas le produjeron un escalofrío.

Se vistió deprisa, con traje y corbata. Regresó a la sala de estar y, con cierta inquietud, encendió el televisor justo a tiempo de ver empezar las noticias locales. Se dirigía a la puerta cuando oyó: «Dos nuevos datos ponen de relieve una vez más los peligros del calentamiento del planeta. El primer estudio, realizado en Inglaterra, sostiene que el calentamiento del planeta está alterando literalmente la velocidad de rotación de la Tierra, reduciendo la duración de nuestro día».

Evans se volvió parar mirar. Vio a dos locutores, un hombre y una mujer. El hombre explicaba que más espectacular aún era un estudio que demostraba que el casquete de hielo de Groenlandia se fundiría por completo. Eso provocaría un aumento de seis metros y medio en el nivel del mar.

«¡Así que tendremos que despedimos de Malibú, supongo!», comentó el locutor alegremente. Por supuesto eso tardaría aún unos años en ocurrir. «Pero llegará… a menos que cambiemos de hábitos».

Evans apartó la vista del televisor y se encaminó hacia la puerta. Se preguntó qué tendría Kenner que decir sobre estas últimas noticias. ¿Cambiar la velocidad de rotación de la Tierra? Movió la cabeza en un gesto de negación ante semejante enormidad. ¿Y fundirse todo el hielo de Groenlandia? Evans imaginó la turbación de Kenner.

Pero probablemente lo negaría todo, como tenía por costumbre.

Evans abrió la puerta y la cerró sin echar la llave. Luego se dirigió a su oficina.

CENTURY CITY
SÁBADO, 9 DE OCTUBRE
9.08 H

Se encontró con Herb Lowenstein en el pasillo camino de la sala de reuniones.

—Por Dios —exclamó Lowenstein—. ¿Dónde demonios te habías metido, Peter? No había forma de encontrarte.

—He estado ocupándome de un trabajo confidencial para un cliente.

—Pues la próxima vez dile a tu secretaria cómo localizarte.

Tienes un aspecto lamentable. ¿Qué te ha pasado? ¿Te has metido en una pelea o algo así? ¿Y qué es eso que tienes encima de la oreja? Dios mío, ¿son puntos?

—Me caí.

—Ya. ¿Para qué cliente era ese trabajo confidencial?

—Nick Drake.

—Es curioso. No lo ha mencionado.

—¿No?

—No, y acaba de marcharse. He pasado toda la mañana con él. Está muy disgustado por el documento de rescisión del donativo de diez millones de dólares de la Fundación Morton. Especialmente por esa cláusula.

—Lo sé —dijo Evans.

—Quiere saber de dónde ha salido la cláusula.

—Lo sé.

—¿De dónde ha salido?

—George me pidió que no lo divulgara.

—George está muerto.

—No oficialmente.

—Eso es una estupidez, Peter. ¿De dónde salió esa cláusula?

Evans negó con la cabeza.

—Lo siento, Herb. Tengo instrucciones concretas del cliente.

—Trabajamos en el mismo bufete. Y también es mi cliente.

—Me lo ordenó por escrito, Herb.

—¿Por escrito? Gilipolleces. George no escribía nada.

—En una nota a mano —añadió Evans.

—Nick quiere incumplir las condiciones del documento.

—No me cabe duda.

—Y le he dicho que nos encargaríamos de eso por él —dijo Lowenstein.

—No veo cómo.

—Morton no estaba en su sano juicio.

—Sí lo estaba, Herb —repuso Evans—. Retirarás diez millones de su patrimonio. Y si alguien susurra al oído de su hija…

—Es una cocainómana sin remedio…

—… a quien le dura tan poco el dinero como a un mono los plátanos. Y si alguien le susurra al oído, este bufete será responsable de los diez millones, y los prejuicios causados por complicidad en un fraude. ¿Has hablado con otros socios mayoritarios acerca de ese cauce de acción?

—Estás poniendo obstáculos.

—Estoy siendo cauto. Quizá debería expresarte mis preocupaciones por correo electrónico.

—No es así como se progresa en este bufete, Peter.

—Creo que actúo en interés del bufete —afirmó Evans—. Desde luego, no veo cómo puedes abrogar ese documento sin, como mínimo, obtener primero las opiniones por escrito de otros abogados externos al bufete.

—Pero ningún abogado externo aceptaría… —se interrumpió. Lanzó una mirada iracunda a Evans—. Drake querrá hablar contigo de esto.

—Por mí no hay inconveniente.

—Le diré que le llamarás.

—Bien.

Lowenstein se alejó. De pronto se dio media vuelta.

—¿Y qué es eso de la policía y tu apartamento?

—Entraron a robar.

—¿Qué buscaban? ¿Drogas?

—No, Herb.

—Mi secretaria tuvo que dejar la oficina para ayudarte en un asunto con la policía.

—Así es. Como favor personal. Y fue después del horario de oficina si no recuerdo mal.

Lowenstein resopló y se alejó por el pasillo con paso enérgico. Evans tomó nota mentalmente de que debía telefonear a Drake. Y dejar atrás todo aquel asunto.

LOS ÁNGELES
SÁBADO, 9 DE OCTUBRE
11.04 H

Bajo el abrasador sol de mediodía, Kenner dejó el coche en el aparcamiento del centro y salió a la calle con Sarah. El calor reverberaba en el asfalto. Allí los letreros estaban todos en español, excepto unas cuantas frases en inglés: SE CAMBIAN CHEQUES Y PRÉSTAMOS. Chirriantes altavoces reproducían música mariachi a todo volumen.

—¿Preparada? —preguntó Kenner.

Sarah comprobó la pequeña bolsa de deporte que llevaba al hombro. Tenía los extremos de redecilla de nailon. La redecilla ocultaba la lente de la videocámara.

—Sí —contestó—. Estoy lista.

Juntos, caminaron hacia la gran tienda de la esquina:
EXCEDENTES DEL EJÉRCITO Y LA MARINA BRADER
.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó Sarah.

—El FEL compró una gran cantidad de misiles —informó Kenner.

Sarah frunció el entrecejo.

—¿Misiles?

—Pequeños. De peso ligero. Poco más de medio metro de longitud. Son versiones desfasadas de un dispositivo llamado Hotfire que utilizaba el Pacto de Varsovia en la década de los ochenta. Misiles de mano, guiados por cable, con propergol sólido, unos mil metros de alcance.

Sarah no sabía muy bien qué significaba todo aquello.

—Entonces, ¿son armas?

—Dudo que las comprasen por eso.

—¿Cuántos compraron?

—Quinientos. Con lanzadores.

—Guau.

—Digamos que probablemente no sean simples aficionados.

Sobre la puerta, un cartel desconchado de colores amarillo y verde rezaba:
EQUIPO DE ACAMPADA, PAINTBALL, CAZADORAS DE PARACAIDISTA, BRÚJULAS, SACOS DE DORMIR Y MUCHO, MUCHO MÁS
.

Cuando entraron, sonó una campanilla en la puerta delantera. Era una tienda grande y desordenada, repleta de material militar colocado en estantes y apilado de cualquier manera en el suelo. El aire olía a moho, como a lona vieja. A esa hora solo había unas cuantas personas. Kenner fue derecho al chico de la caja, le enseñó el billetero y preguntó por el señor Brader.

—En la trastienda.

El chico sonrió a Sarah. Kenner fue a la parte de atrás. Sarah se quedó delante.

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