Estado de miedo (34 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Estado de miedo
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Subió por la escalera y se agachó junto a Kenner. El zumbido se había convertido ya en un agudo chirrido, y el tableteo era más rápido, casi continuo. Kenner señaló el motor de avión y susurró:

—Están sometiendo a ensayo piezas de avión.

Le explicó rápidamente que los aviones recibían con frecuencia el impacto de rayos, y todos sus componentes tenían que estar diseñados a prueba de descargas eléctricas. Dijo algo más, pero Sarah no lo oyó a causa del creciente ruido.

Dentro de la cámara central se apagaron las luces y quedó solo un tenue resplandor azul sobre el motor y su cubierta curva. La voz sintetizada había iniciado la cuenta atrás desde diez.

«Las pruebas empezarán… ahora».

Se oyó un chasquido tan estridente que pareció la detonación de un arma, y un rayo zigzagueante surgió de la pared y cayó en el motor. De inmediato siguieron más rayos procedentes de las otras paredes, impactando en el motor desde todos los ángulos. Los rayos crepitaban sobre la cubierta del motor como dedos incandescentes e irregulares y luego se dirigían hacia el suelo, donde Sarah vio una pieza de metal abovedada de unos treinta centímetros de diámetro.

Advirtió que eran pocos los rayos que impactaban directamente en esta bóveda sin tocar antes el motor.

Conforme proseguía la prueba, los rayos eran más numerosos e intensos. Surcaban el aire con prolongados chasquidos y dejaban vetas negras en la cubierta metálica. Un rayo golpeó las palas del ventilador, que empezó a girar en silencio.

Mientras Sarah observaba, le dio la impresión de que cada vez eran más los rayos que no iban a parar al motor sino a la pequeña bóveda del suelo, hasta que finalmente se formó una telaraña blanca de rayos procedentes de todas partes dirigidos a la bóveda. Y de pronto el ensayo terminó. Se interrumpió el zumbido y se encendieron las luces de la cámara. Un tenue humo se elevaba de la cubierta del motor. Sarah miró hacia la consola y vio a Brewster y Bolden de pie detrás del técnico sentado. Los tres entraron en la cámara, donde se agacharon bajo el motor e inspeccionaron la bóveda metálica.

—¿Qué es? —susurró Sarah.

Kenner se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza. Parecía disgustado.

Dentro de la cámara los hombres dieron la vuelta a la bóveda, y Sarah atisbó su complejidad: placas verdes de circuitos integrados y lustrosos componentes metálicos. Pero los hombres, apiñados alrededor, hablaban con entusiasmo, y Sarah no pudo ver bien el interior. Volvieron a colocar la bóveda en el suelo y salieron de la cámara.

Se reían y se daban palmadas en la espalda, al parecer muy satisfechos con el resultado de la prueba. Oyó a uno de ellos decir que invitaba a una ronda de cerveza, y se produjeron aún más carcajadas; acto seguido, salieron por la puerta delantera. La zona de pruebas quedó en silencio.

Oyeron cerrarse la puerta exterior.

Sarah miró a Kenner. Este aguardó, inmóvil durante todo un minuto, escuchando. Luego, cuando ya no se oía nada, dijo:

—Echémosle un vistazo a eso.

Bajaron de la pasarela.

Ya en el suelo, no vieron ni oyeron nada. En apariencia, la nave industrial estaba vacía. Kenner señaló en dirección a la cámara. Abrieron la puerta y entraron.

El interior estaba bien iluminado. Flotaba en el aire un penetrante olor.

—Ozono —dijo Kenner—. A causa de los rayos. Fue derecho a la bóveda.

—¿Qué crees que es? —preguntó Sarah.

—No lo sé, pero debe de ser un generador de carga portátil. —Se agachó y volvió la bóveda del revés—. Verás, si generas una carga negativa de fuerza suficiente… —se interrumpió. La bóveda estaba vacía. Le habían extraído las entrañas electrónicas.

La puerta se cerró a sus espaldas ruidosamente.

Sarah giró sobre los talones. Bolden estaba al otro lado de la puerta, echando un candado sin prisa.

—¡Mierda! —exclamó Sarah. Detrás de la consola vio a Brewster accionando mandos e interruptores. Conectó un intercomunicador.

—Amigos, está prohibido el paso a estas instalaciones. Fuera lo indica bien claro. Supongo que no habéis leído los carteles.

Brewster se apartó de la consola. Las luces de la cámara se oscurecieron y adquirieron una tonalidad azul, Sarah oyó el inicio del zumbido, cada vez más alto. En la pantalla del monitor apareció el rótulo intermitente DESPEJEN LA ZONA, Y oyó decir a la voz sintetizada: «Por favor, despejen la zona de ensayo. Las pruebas empezarán dentro de… treinta segundos».

Brewster y Bolden se marcharon sin mirar atrás.

—No me gusta el olor a carne quemada —oyó Sarah decir a Bolden.

Y con un portazo, desaparecieron.

La voz sintetizada advirtió: «Las pruebas empezarán dentro de… quince segundos».

Sarah se volvió hacia Kenner.

—¿Qué hacemos?

Fuera de la nave, Bolden y Brewster entraron en su furgoneta. Bolden puso el motor en marcha. Brewster apoyó una mano en el hombro de su compañero.

—Esperemos un momento.

Observaron la puerta. Una luz roja empezó a parpadear, primero despacio, luego cada vez más deprisa.

—Ha comenzado el ensayo —dijo Brewster.

—Una lástima —dijo Bolden—. ¿Cuánto tiempo crees que sobrevivirán?

—Un rayo, quizá dos. Pero al tercero habrán muerto con toda seguridad. Y probablemente arderán.

—Una lástima —repitió Bolden. Puso la marcha, y se encaminaron hacia el avión que los esperaba.

CIUDAD DEL COMERCIO
SÁBADO, 9 DE OCTUBRE
12.13 H

Dentro de la cámara de ensayo, el aire se tornó eléctrico y crepitante, como la atmósfera antes de una tormenta. Sarah vio que se le erizaba el vello de los brazos. La ropa, aplanada por la carga eléctrica, se le adhería al cuerpo.

—¿Llevas cinturón? —preguntó Kenner.

—No…

—¿Alguna horquilla?

—No.

—¿Algo de metal?

—¡No! ¡Por Dios, no!

Kenner se abalanzó contra la pared de cristal, pero simplemente rebotó. La golpeó con el tacón; fue en vano. Embistió la puerta con todo su peso, pero el candado resistió.

«Las pruebas empezarán dentro de… diez segundos», anunció la voz sintetizada.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sarah, presa del pánico.

—Quítate la ropa.

—¿Cómo?

—Ya. Hazlo. —Kenner estaba despojándose de la camisa, arrancándosela de hecho, y los botones salieron volando—. Vamos, Sarah. Sobre todo el suéter.

Sarah llevaba un suave y sedoso suéter de angora, y extrañamente recordó que había sido regalo de su novio, una de las primeras cosas que le compró. Se lo quitó, y también la camiseta.

—La falda —dijo Kenner. Se encontraba ya en calzoncillos, estaba descalzándose.

—A que viene….

—¡Tiene cremallera!

Torpemente, Sarah se quitó la falda. Se había quedado ya en sujetador y bragas. Se estremeció. La voz sintetizada iniciaba la cuenta atrás. «Diez… nueve… ocho…».

Kenner cubría el motor con la ropa. Cogió la falda de Sarah y la colocó también. Puso el suéter de angora encima de todo lo demás.

—¿Qué haces?

—Túmbate —dijo él—. Tiéndete tan pegada al suelo como puedas y no te muevas.

Sarah apretó su cuerpo contra el frío cemento. El corazón le latía con fuerza. El aire chisporroteaba. Sintió un escalofrío en la nuca.

«Tres… dos… uno…».

Kenner se arrojó al suelo junto a ella y el primer rayo surcó la cámara. A Sarah le sorprendió su violencia, la ráfaga de aire que azotó su cuerpo. El pelo se le levantó, lo notó alzarse sobre el cuello. Siguieron más rayos. Los estampidos eran aterradores y emitían una luz azul tan intensa que la veía incluso a través de los párpados cerrados. Se apretó más aún contra el suelo, obligándose a permanecer totalmente plana, exhalando el aire, y pensó: «Ha llegado el momento de rezar».

Pero de pronto iluminó la cámara una luz distinta, más amarilla, parpadeante, acompañada de un olor penetrante y acre.

Fuego.

Un trozo de su jersey en llamas le cayó en el hombro desnudo. Sintió un dolor abrasador.

—Es fuego…

—¡No te muevas! —gruñó Kenner.

Los rayos seguían crepitando, cada vez más rápidos, por toda la cámara, pero de reojo Sarah vio que la ropa amontonada sobre el motor había prendido y el espacio empezaba a llenarse de humo.

Pensó: «Me arde el pelo». Y sintió de pronto calor en la base del cuello, en el cuero cabelludo… y de repente empezaron a caer chorros de agua del techo de la cámara, se oía el siseo de los rociadores del sistema contraincendios, y cesaron los rayos. Sarah sintió frío; el fuego se apagó; el cemento se encharcó.

—¿Ya puedo levantarme?

—Sí —dijo Kenner—. Ya puedes levantarte.

Kenner pasó varios minutos más intentando en vano romper el cristal. Finalmente desistió y miró alrededor, con el pelo pegoteado a causa del agua.

—No lo entiendo —dijo—. No es posible que una cámara como esta no tenga un mecanismo de seguridad para salir.

—Han atrancado la puerta, tú mismo lo has visto.

—Exacto. La han atrancado desde fuera con un candado. El candado debe de estar ahí para que nadie entre en la cámara cuando las instalaciones están cerradas. Aun así, tiene que haber una forma de salir desde dentro.

—Si la hay, yo no la veo. —Sarah se estremeció. Le dolía el hombro por la quemadura. Llevaba la ropa interior empapada. No era pudorosa, pero tenía frío. Y él estaba parloteando sobre…

—Tiene que haber una manera —insistió Kenner, volviéndose lentamente y mirando con atención.

—No se puede romper el cristal…

—No. No se puede. —Pero eso pareció sugerirle algo. Se agachó y examinó el cristal. Con la vista fija en la juntura entre el panel y la pared, la recorrió con el dedo.

Temblando, Sarah lo observó. Los rociadores seguían en funcionamiento y el agua alcanzaba ya una altura de ocho centímetros. No podía entender cómo Kenner era capaz de concentrarse tanto, de fijar tanto la atención.

—Vaya por Dios —dijo él. Había cerrado los dedos en torno a un pequeño pestillo, a ras del marco. Encontró otro en el lado opuesto de la ventana, y los abrió. A continuación empujó la ventana, que estaba articulada en el centro, y la hizo girar para abrirla.

Salió de la cámara.

—No tenía ningún secreto —dijo. Le tendió la mano—. ¿Puedo ofrecerte ropa seca?

—Gracias —dijo ella, y le cogió la mano.

El vestuario de SERRI no era digno de mención, pero Sarah y Kenner se secaron con toallas de papel y encontraron unos monos con los que abrigarse; Sarah empezó a encontrarse mejor. Al mirarse en el espejo, vio que había perdido cinco centímetros de pelo en el lado izquierdo. Tenía las puntas ennegrecidas, irregulares, retorcidas.

—Podría haber sido peor —dijo, pensando: «Tendré que llevar coleta durante un tiempo».

Kenner le curó el hombro, donde, según dijo, tenía solo una quemadura de primer grado con unas cuantas ampollas. Le aplicó hielo y le explicó que las quemaduras no eran en realidad una lesión térmica sino una respuesta nerviosa dentro del cuerpo, y que la aplicación de hielo durante los primeros diez minutos reducía la gravedad de la quemadura porque adormecía el nervio e impedía, por tanto, la respuesta. Así pues, si iban a aparecer ampollas, el hielo lo prevenía.

Sarah dejó de prestarle atención. Como no podía verse la zona quemada, tenía que aceptar su palabra. Empezaba a dolerle. Kenner fue a buscar un botiquín y le llevó una aspirina.

—¿Aspirina? —preguntó Sarah.

—No hay nada mejor. —Colocó dos pastillas en su mano—. La mayoría de la gente no lo sabe, pero la aspirina es una medicina milagrosa; tiene más poder calmante que la morfina, y además es un antiinflamatorio, un antipirético…

—Ahora no, por favor —protestó Sarah. No se veía con ánimos de escuchar otro de sus sermones.

Kenner calló, se limitó a vendarle la herida. Parecía que se le daba bien.

—¿Hay algo que no sepas hacer? —preguntó Sarah.

—Por supuesto.

—¿Cómo qué? ¿Bailar?

—No, sé bailar. Pero se me dan muy mallas idiomas.

—Es un consuelo. —A ella personalmente se le daban bien los idiomas. Había pasado su tercer curso de carrera en Italia y hablaba italiano y francés con una fluidez aceptable y había estudiado chino.

—¿Ya ti qué se te da mal?

—Las relaciones —contestó ella, mirándose en el espejo y tirándose de unos mechones de pelo chamuscados.

BEVERLY HILLS
SÁBADO, 9 DE OCTUBRE
13.13 H

Mientras Evans subía por la escalera a su apartamento, oyó el televisor. Parecía que estaba a un volumen más alto que antes. Oyó ovaciones y risas. Algún programa con público en directo.

Abrió la puerta y entró en la sala de estar. El investigador privado del jardín estaba sentado en el sofá, viendo la televisión de espaldas a Evans. Había dejado la chaqueta colgada de una silla cercana. Tenía el brazo sobre el respaldo del sofá y tamborileaba, impaciente, con los dedos.

—Veo que se ha puesto cómodo —dijo Evans—. Está muy alta, ¿no le parece? ¿Le importaría bajada?

Sin contestar, el hombre mantuvo la mirada fija en el televisor.

—¿Me ha oído? —preguntó Evans—. Bájela, ¿quiere?

El hombre no se movió, excepto por los dedos, que seguían tamborileando, inquietos en el respaldo del sofá.

Evans lo circundó para situarse frente al hombre.

—Perdone, no sé cómo se llama, pero…

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