—Eso es porque no hay nada que ver —confesó Creem.
Retiró el brazo y se quedó mirando a Eph. Esperando a que averiguara el verdadero motivo de su visita.
—El Amo me dijo que debía contactar contigo en privado —le informó Creem.
Eph casi saltó hacia atrás. La linterna se le cayó de las manos, rodando a sus pies. Aturdido, la recogió y estuvo manipulando torpemente hasta que logró apagarla.
El líder de los Zafiros exhibió su sonrisa de plata.
—¿Eres tú? —preguntó Eph.
—¿Y tú? —respondió Creem—. No tiene ningún sentido. —Creem miró hacia la puerta antes de continuar—. Escucha, amigo. Tienes que estar más presente, ¿sabes? Tienes que hablar más, representar tu papel. No estás trabajando lo suficientemente duro.
Eph apenas lo oyó.
—¿Hace cuánto…?
—El Amo vino a mí no hace mucho. Arrasó al resto de mi pandilla. Pero puedo respetar eso. Este es el territorio del Amo ahora, ¿sabes? —Chasqueó con sus dedos de plata—. Pero me salvó. Tenía otros planes. Me hizo una oferta, la misma que yo os he hecho a vosotros.
—¿Entregarnos… a cambio de Manhattan?
—Bueno, por un pedazo. Un pequeño mercado negro, algo de comercio sexual, juegos de azar. Dijo que eso ayudaría a mantener a la gente distraída y a raya.
—Así que esto…, el detonador…, todo es un engaño.
—No, eso es verdad. Se suponía que yo solo me infiltraría en vuestro grupo. Fue Gus quien me hizo la petición.
—¿Qué pasa con el libro?
—¿Ese libro de plata del que siempre estáis murmurando? El Amo no dijo nada. ¿Eso es lo que vosotros le vais a dar?
Eph tuvo que seguirle el juego, así que asintió.
—Tú eres el último en quien yo pensaría. Pero bueno, los otros no tardarán en desear haber hecho un trato antes que nosotros.
Creem volvió a sonreírle, mostrando sus dientes de plata. Su expresión metálica enfermó a Eph.
—¿De verdad crees que cumplirá su palabra contigo? —le preguntó Eph.
—¿Por qué no? ¿Tú crees que cumplirás la tuya?
—No sé de qué me hablas.
—¿Crees que nos va a joder? —Creem se estaba impacientando—. ¿Por qué? ¿Qué estás sacando con esto? No me digas que esta ciudad.
—Mi hijo.
—¿Y?
—Eso es todo.
—¿Eso es todo? Tu hijo. A cambio de ese libro sagrado de mierda y tus amigos.
—Eso es todo lo que quiero.
Creem dio un paso atrás. Parecía impresionado, pero en realidad —Eph lo sabía— estaba convencido de que Eph era idiota.
—Me puse a pensar cuando supe de ti. ¿Por qué dos planes? ¿Qué está pensando el Amo? ¿Hará dos tratos?
—Seguramente ninguno —dijo Eph.
A Creem no le gustó eso.
—De todos modos, se me ocurrió que uno de nosotros es el plan B. Porque si tú haces primero el trato, ¿en qué le sería útil al Amo? Yo quedaría jodido y tú te llevarías la gloria.
—La gloria de traicionar a mis amigos.
Creem asintió. Eph debería haber prestado más atención a la reacción de Creem, pero la agitación de su mente se lo impedía. Se sentía dividido. Aquel mercenario de pacotilla era su propio reflejo.
—Creo que el Amo trata de joderme. Para mí, el segundo acuerdo equivale a no tener ninguno. Por eso les di a tus amigos la localización del arsenal. Porque nunca conseguirán llegar hasta allí. Porque Creem debe hacer su movimiento ahora.
Eph notó la proximidad del pandillero. Le miró las manos y estaban vacías, pero tenía los puños apretados.
—Espera —dijo Eph, presintiendo lo que Creem estaba a punto de hacer—. Aguarda. Escúchame. Yo… Yo no lo voy a hacer. Fue una locura pensarlo siquiera. No entregaré a estas personas y tú tampoco deberías hacerlo. Sabes dónde hay un detonador. Lo conseguiremos, lo conectamos a la bomba de Fet y buscamos el Sitio Negro del Amo. Así obtendremos lo que queremos. Tendré a mi hijo de nuevo. Podrás tener tu trozo de Manhattan. Y liquidamos a ese hijo de puta de una vez por todas.
Creem asintió, parecía que estaba sopesando la oferta.
—Es curioso —afirmó—. Es exactamente lo que yo diría si las cosas cambiaran y estuvieras a punto de traicionarme.
Adiós
, doc.
Creem agarró del cuello a Eph, sin darle tiempo a defenderse. El puño grueso y los nudillos de plata del pandillero chocaron contra la cabeza de Eph, que no sintió el golpe al principio, solo el giro brusco de la habitación, y luego las sillas dispersándose bajo el peso de su cuerpo. Se golpeó el cráneo contra el suelo y la habitación se volvió blanca y luego muy muy oscura.
La visión
COMO DE COSTUMBRE, las figuras de luz aparecieron en medio del fuego. Eph permanecía inmóvil y abrumado mientras ellos se le acercaban. Su plexo solar fue alcanzado por la energía de uno de ellos, tras golpearlo de lleno. Se resistió durante un lapso que le pareció una eternidad. La segunda figura se sumó al combate, pero Ephraim Goodweather no se dio por vencido. Luchó con valentía y con desesperación, hasta ver de nuevo el rostro de Zack en medio del resplandor.
—Papá —dijo Zack, y el estallido apareció de nuevo.
Pero esta vez Eph no se despertó. La imagen dio paso a un nuevo paisaje de hierba verde bajo un sol amarillo y cálido, ondulándose con una suave brisa.
Un prado. Parte de una granja.
Cielo azul. Nubes veloces. Árboles frondosos.
Eph levantó la mano para protegerse de los rayos del sol y poder apreciar la escena.
Una casa de campo humilde. Pequeña, de ladrillos rojos brillantes, con un techo de tejas negras. La casa estaba a más de cuarenta metros, pero llegó a ella con solo tres pasos. El humo salía de la chimenea en dos columnas simétricas. La brisa cambió, dispersando el humo, que formó letras, como si estuvieran escritas con un trazo impecable.
… L E I R I Z O L E I R I Z O L E I R I Z O L E I R I Z O…
Las letras de humo se disiparon, convirtiéndose en una fina ceniza que descendió sobre la hierba. Eph dobló el tronco a la altura de la cintura, para recoger una brizna de hierba, afilada como una cuchilla. Entonces vio la sangre rezumando de las yemas de sus dedos.
Una ventana de cuatro paneles se abría en la pared de la casa. Eph acercó su rostro, sopló sobre el cristal, y el aliento despejó la superficie opaca.
Una mujer de cabello rubio brillante se encontraba sentada frente a una antigua mesa de cocina. Escribía en un libro grueso con una plumilla, rematada en un pluma de plata, brillante y hermosa, que sumergía en un tintero lleno de sangre.
Kelly giró ligeramente la cabeza hacia la ventana, lo suficiente para que Eph supiera que ella había notado su presencia. El cristal volvió a empañarse, y al limpiarlo con su soplo, la imagen de Kelly se había esfumado.
Eph recorrió la casa de campo en busca de otra ventana o puerta. Pero las paredes eran de ladrillo macizo, y después de darle una vuelta completa, ni siquiera pudo encontrar la pared con la ventana del pincipio. Los ladrillos se habían vuelto negros; al alejarse de la casa, esta se transformó en un castillo. Con cada paso que daba la ceniza extendía su manto negro, afilando aún más las briznas de hierba, que laceraban las plantas de sus pies.
Una forma alada atravesó el disco solar como una inmensa ave de rapiña, elevándose rápidamente antes de desaparecer en la distancia, mientras su sombra se confundía con la oscura hierba.
En lo alto del castillo, una chimenea tan alta como la de una fábrica escupía cenizas negras al cielo, transformando la claridad del día en una noche siniestra. Kelly apareció en uno de los terraplenes, y Eph le gritó.
—No puede oír —le explicó Fet, de repente.
Fet llevaba su traje de exterminador y fumaba un cigarro Corona, pero tenía cabeza de rata y los ojos pequeños y rojos.
Eph miró hacia el castillo de nuevo, y el pelo rubio de Kelly se dispersó como si fuera humo. Ahora era Nora, calva, desapareciendo en el interior de la parte más alta del castillo.
—Tenemos que dividirnos —le dijo Fet, separando su cigarro de la boca con una mano humana y exhalando unas volutas de humo gris en medio de sus bigotes ralos y negros—. No tenemos mucho tiempo.
Fet la rata corrió hacia el castillo y apretó su cabeza contra una grieta de los cimientos, deslizando su cuerpo entre dos grandes piedras negras.
En la parte superior, un hombre estaba ahora en la torreta; vestía una camisa de trabajo con las insignias de Sears. Era Matt, el novio de Kelly, el primer sustituto de Eph como figura paterna y el primer vampiro al que Eph había matado. Eph lo miró y Matt sufrió un ataque, arañándose la garganta con sus manos. Se convulsionó, doblándose, ocultando su rostro, retorciéndose…, hasta que sus manos se separaron de su cabeza. Sus dedos medios se transformaron en duras garras. La criatura se irguió, y de repente era quince centímetros más alta. El Amo.
El cielo negro se abrió entonces, la lluvia cayó desde arriba, pero cuando las gotas golpearon el suelo, en lugar del sonido habitual, semejante a un golpeteo, parecían decir: «Papá».
Eph se alejó trastabillando; se dio la vuelta y corrió. Intentó ponerse a salvo de la lluvia mientras corría por la hierba cortante, pero las gotas lo asaltaban a cada paso, gritando en sus oídos: «¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!».
Y luego todo se aclaró. La lluvia cesó y el cielo se transformó en un manto carmesí. La hierba había desaparecido y la tierra del suelo reflejó el rojo del cielo, como si fuera la superficie del océano.
Una figura se aproximó desde la lejanía. Calculó que no se hallaba demasiado lejos, y conforme fue acercándose, Eph pudo apreciar mejor su tamaño. Parecía un ser humano, pero era por lo menos tres veces más alto que él. Se detuvo mucho antes de establecer contacto con él, a pesar de que sus dimensiones le hacían creer que lo tenía muy cerca.
Efectivamente, era un gigante, pero sus proporciones eran perfectas. Estaba cubierto por un nimbo de luz brillante.
Eph intentó hablarle. No tenía miedo a la criatura. Pero se sintió abrumado.
Algo crujió detrás de la espalda del gigante. Dos alas voluminosas de plata se desplegaron de inmediato, con un diámetro más grande incluso que la estatura del gigante. La ráfaga de aire empujó a Eph un paso hacia atrás. Con los brazos a los lados, el arcángel —lo único que podía ser— batió sus alas dos veces más, azotando el aire y emprendiendo el vuelo.
El arcángel ascendió por los aires, con una gracia sobrenatural. Descendió delante de Eph, eclipsándolo con su nimbo de luz. Unas plumas de plata se desprendieron de sus alas y se clavaron en la tierra roja. Otra flotó hacia Eph, y él la cogió en su mano. La pluma se convirtió primero en una punta de marfil, y luego en una espada de plata.
El arcángel descomunal se inclinó hacia Eph. Su rostro permanecía oculto por el halo de luz que irradiaba. Y esta luz era extrañamente fresca, como un girón de niebla.
El arcángel fijó su mirada en algo detrás de Eph, que giró la cabeza de mala gana.
Eldritch Palmer, el antiguo presidente del Grupo Stoneheart, estaba sentado en una mesa pequeña sobre el borde de un acantilado. Llevaba un traje oscuro de marca y un brazalete con la esvástica roja alrededor del antebrazo derecho. Se estaba comiendo una rata muerta con un tenedor y un cuchillo, servida sobre un plato de porcelana. Una silueta se le acercó por el costado derecho: un lobo grande y blanco que acudía a la mesa. Palmer no levantó la vista del plato. El lobo blanco se abalanzó sobre la garganta de Palmer, derribándolo de la silla y desgarrándole el cuello.
El lobo se detuvo, miró a Eph y fue corriendo hacia él.
Eph no corrió ni blandió su espada. El lobo se detuvo en seco, levantando trozos de tierra con sus patas. El pelaje nevado de su boca estaba manchado con la sangre de Palmer.
Eph reconoció los ojos del lobo. Pertenecían a Abraham Setrakian, al igual que su voz.
—
Ahsudagu-wah
.
Eph sacudió la cabeza, pues no entendía las palabras del lobo, y entonces una gran mano se apoderó de él. Sintió el batir de las alas del arcángel mientras era levantado de la tierra roja, que iba reduciéndose en manchas tornasoladas. Se acercaron a una gran masa de agua, luego enfilaron hacia la derecha, volando sobre un denso archipiélago. El arcángel descendió sobre una de las innumerables islas.
Aterrizaron en un terreno baldío en forma de cuenco, repleto de hierros retorcidos y pedazos de acero humeante. Jirones de ropa y papeles quemados estaban esparcidos en medio de las ruinas carbonizadas; la pequeña isla era la zona cero de una catástrofe. Eph se volvió hacia el arcángel pero este había desaparecido, y en su lugar encontró una puerta. Una puerta solitaria, rodeada solo por un simple marco. Un letrero, escrito con rotulador negro e ilustrado con lápidas, cruces y esqueletos, dibujados por una mano juvenil, decía:
ES PROBABLE QUE NO VIVAS MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO.
Eph conocía esa puerta. Y la letra. Agarró el pomo, abrió la puerta y dio un paso adelante.
La cama de Zack. Y sobre ella, el diario de Eph; pero en lugar de su tapa andrajosa, la cubierta era de plata.
Eph se sentó en la cama, notando la sensación familiar del colchón, oyendo cómo crujía. Abrió el diario, y sus páginas de pergamino eran las del
Occido lumen
, escritas a mano con ilustraciones ribeteadas de oro.
Más extraordinario que eso era el hecho de que Eph pudiera leer y comprender las palabras en latín. Percibió la sutil marca de agua que revelaba una segunda capa de texto debajo del primero.
Logró descifrar el sentido encerrado en aquel texto oculto. Y en ese momento, lo comprendió todo.
—
Ahsudagu-wah
.
Como si hubiera sido convocado al pronunciar estas palabras, el Amo entró por la puerta sin pared. Se echó hacia atrás la capucha que ocultaba su rostro y sus ropas cayeron; la luz del sol carbonizó su piel, volviéndola negra y crujiente. Los gusanos se retorcieron debajo de la carne que cubría su rostro.
El Amo quería el libro. Eph permaneció de pie, y la pluma de su mano se convirtió de nuevo en una fina espada de plata. Pero en lugar de atacar, sujetó el mango de la espada al revés, sosteniéndola con la punta hacia abajo, tal como señalaba el
Lumen
.
Cuando el Amo se abalanzó sobre él, Eph clavó la hoja de plata en el suelo ennegrecido.
La onda de choque se expandió por la tierra como un cataclismo. La erupción que siguió tenía una fuerza divina, una bola de fuego de una luz tan brillante que arrasó al Amo y todo lo que se encontraba a su alrededor, dejando solo a Eph, que se miró las manos, las manos que habían hecho aquello.