Ella miró a Eph. Gus también. A Eph ya no le importaba nada, así que buscó donde había guardado la Vicodina, abrió la cremallera y sacó una bolsita llena de pastillas.
Docenas de tabletas y píldoras de diferentes formas, colores y tamaños. Escogió un par de Lorcets de pocos miligramos, algunos Percodan y cuatro tabletas Dilaudid de dos miligramos.
—Dale esto primero —dijo, señalando las Lorcets—. Guarda las Dilaudids para el final —agregó, entregándole el resto de la bolsa a Nora.
—Toma esto. Estoy harto.
—¿Esto no lo curará? —Gus miró las pastillas en su mano.
—No —dijo Nora—. Solo le controlará el dolor.
—¿Y si…, ya sabes, una amputación? Cortarle la pierna… Yo podría hacerlo.
—No se trata únicamente de la rodilla, Gus. —Nora le tocó el brazo—. Lo siento. Tal como están las cosas, no podemos hacer mucho.
Gus miró aturdido los medicamentos en sus manos, como si sostuviera los miembros destrozados de Joaquín.
Fet entró; los hombros de su gabardina estaban mojados por la lluvia. Se detuvo un momento, sorprendido por lo extraño de la escena: Eph, Gus y Nora juntos, en una actitud muy emotiva.
—Ya está aquí —informó Fet—. Creem ha regresado. Está en el garaje.
Gus apretó las pastillas en la mano.
—Ve tú. Lidia con ese pedazo de mierda. Yo iré después.
Regresó al lado de Joaquín, le acarició la frente sudorosa, y le ayudó a tragar las píldoras.
Gus sabía que le decía adiós a la última persona en el mundo que le importaba. A la última persona que amaba realmente. Su hermano, su madre, sus
compas
más cercanos: todos se habían ido. Ya no le quedaba nada.
C
uando salieron, Fet miró a Nora.
—¿Todo ha ido bien? Habéis tardado mucho tiempo en regresar.
—Nos venían siguiendo —aclaró ella.
Eph los vio abrazarse. Fingió que no le importaba.
—¿El señor Quinlan ha logrado algo con el
Lumen
? —preguntó Eph cuando se separaron.
—No —dijo Fet—. No ha podido adelantar mucho. El asunto es más complicado de lo que pensábamos.
Los tres dejaron atrás la biblioteca, en dirección a la plaza Low, semejante a un anfiteatro griego, situada en el borde del campus, donde estaban los edificios de mantenimiento. El Hummer amarillo de Creem estaba dentro del garaje. Forrado en plata, el líder de los Zafiros de Jersey tenía su gorda mano sobre un carrito lleno de armas semiautomáticas que Gus le había prometido. El pandillero sonrió ampliamente, con sus dientes de plata resplandecientes como los del gato de Cheshire.
—Yo podría hacer mucho daño con estas armas —dijo, desafiante, frente a la puerta abierta del garaje. Miró a los tres con suspicacia—. ¿Dónde está el mexicano?
—Viene ahora —dijo Fet.
Creem, desconfiado por naturaleza, reflexionó un momento antes de decidir que podría esperar.
—¿Estás autorizado a hablar por él? Le hice una oferta justa a ese frijolero.
—Todos estamos al tanto —señaló Fet.
—¿Y?
—Cueste lo que cueste —agregó Fet—. Primero tenemos que ver el detonador.
—Sí, claro, por supuesto. Eso lo podemos arreglar.
—¿Arreglar? —preguntó Nora, echándole un vistazo al Hummer—. Creía que lo habías traído.
—¿Traído? Ni siquiera sé cómo demonios es. ¿Quién soy yo, MacGyver? Os enseñaré adónde tenéis que ir. Un arsenal militar. Si en ese sitio no lo hay, no lo encontraréis en ningún otro.
Nora miró a Fet. Estaba claro que ella no confiaba en Creem.
—Entonces ¿qué?, ¿nos estás ofreciendo una excursión a la tienda? ¿Esa es tu gran contribución?
Creem le sonrió.
—El trabajo de inteligencia y el acceso al arsenal. Eso es lo que he traído a la mesa.
—Si no tienes esa cosa todavía… ¿entonces?, ¿a qué has venido?
Creem blandió el arma descargada.
—He venido a por mis armas, y a por la respuesta del Mex. Y a por municiones para cargar estos bebés.
Abrió la puerta del conductor para sacar algo de entre los asientos delanteros: un mapa de Jersey, con un plano dibujado a mano.
Nora les mostró los mapas a Fet y a Eph.
—Esto es lo que nos están ofreciendo. Por la isla de Manhattan… —Miró a Fet—. Los indios americanos recibieron un pago mejor que nosotros.
A Creem le hizo gracia el comentario.
—Es un mapa del arsenal Picatinny. Como puedes ver, se encuentra al norte de la región Skylands de Nueva Jersey, unos cincuenta o sesenta kilómetros al oeste de aquí. Un gigantesco complejo militar controlado por los chupasangres. Pero puedo entrar; he estado sacando municiones desde hace meses. Ya casi se me han acabado; por eso necesito esto. —Palmeó sus armas mientras volvía a guardarlas en el Hummer—. Fue construido en la Guerra Civil como depósito de pólvora del ejército. Era una fábrica y un centro de investigación militar antes de que los vampiros lo tomaran.
Fet apartó sus ojos del mapa.
—¿Ellos tienen detonadores?
—Si no los tienen, nadie los tendrá —dijo Creem—. He visto fusibles y temporizadores. Tienes que saber de qué tipo lo necesitas. ¿Tu arma nuclear está aquí? Tampoco yo sé lo que estoy buscando.
—Tiene casi un metro por uno y medio —dijo Fet, al cabo de unos momentos—. Son portátiles, pero no caben en una maleta pequeña. Son pesadas, como un barril pequeño o un cubo de basura.
—Encontrarás algo que funcione. O no. Yo no doy garantías, pero te puedo conducir hasta allí. Luego te llevas tu juguete muy lejos y ves cómo funciona. No ofrezco ningún tipo de garantías en términos de devolución de dinero. Los explosivos son problema tuyo, no mío.
—No nos estás ofreciendo prácticamente nada —dijo Nora.
—¿Quieres ir de compras durante unos cuantos años más? Adelante.
—Me alegra que esto te parezca tan divertido —observó Nora.
—Todo es jodidamente divertido para mí, señora —dijo Creem—. Todo este mundo es una fábrica de risas. Me río todo el día y toda la noche. ¿Qué quieres que haga, romper a llorar? Esto de los vampiros es una broma colosal, y tal como yo lo veo, estás dentro de la broma o fuera de ella.
—¿Y tú estás dentro? —preguntó Nora.
—Podemos decirlo de esa manera, belleza calva —respondió Creem, con sus dientes forrados de plata—. Mi objetivo es reírme el último. Así que vosotros, los renegados y los rebeldes, aseguraos de encender la mecha de esa cosa de mierda fuera de aquí, de mi isla. Volad un pedazo de…, del maldito Connecticut o algo así. Pero permaneced fuera de aquí, de mi terreno. Eso forma parte del trato.
—¿Qué esperas hacer con esta ciudad cuando sea tuya? —preguntó Fet con una sonrisa irónica.
—No lo sé. ¿Quién puede pensar tan allá? Nunca he sido propietario. Este lugar es único, pero es una casa que necesita reparaciones. Tal vez convierta esto en un puto casino. O en una pista de patinaje, da igual.
En ese momento entró Gus, con las manos metidas en los bolsillos y una expresión compungida en el rostro. Llevaba gafas oscuras, pero si se le observaba con detenimiento, como lo hizo Nora, se podía constatar que ocultaba las lágrimas.
—Aquí está —dijo Creem—. Parece que tenemos un trato, Mex.
Gus asintió.
—Tenemos un trato.
—Espera —replicó Nora—. No tiene nada, salvo estos mapas.
Gus asintió; no estaba realmente allí.
—¿Cuándo podremos tenerlo?
—¿Qué tal mañana? —propuso Creem.
—Mañana será —aprobó Gus—. Con una condición: espera aquí esta noche; con nosotros. Nos llevarás antes del amanecer.
—¿Tienes un ojo puesto en mí, Mex?
—Te daremos comida —prometió Gus.
—Está bien —aceptó Creem—. Me gusta la carne bien hecha, recuerda. —Cerró la puerta del maletero—. ¿Cuál es tu gran plan, de todos modos?
—Realmente no necesitas saberlo —dijo Gus.
—No puedes tenderle una emboscada a ese hijo de puta. —Creem los miró a todos—. Espero que sepáis eso.
—Puedes hacerlo si tienes algo que él quiera —dijo Gus—. Algo que necesite. Por eso no aparto mis ojos de ti…
Q
uerido Zack:
Esta es la segunda vez que escribo una carta que ningún padre debería escribirle a su hijo: una nota de suicidio. La primera la redacté antes de subirte al tren para sacarte de Nueva York, y te explicaba mis razones para permanecer aquí y combatir en lo que yo sospechaba que era una batalla perdida.
Sigo aquí, aún combatiendo en esa guerra.
Me fuiste arrebatado de la manera más cruel posible. Durante casi dos años ya, he suspirado por ti, he tratado de encontrar un camino para liberarte de las garras de aquellos que te retienen. Piensas que estoy muerto, pero no, todavía no. Yo estoy vivo, y vivo para ti.
Estoy escribiéndote esto para el caso de que me sobrevivas y que el Amo también lo haga. En ese caso —que es para mí el peor de todos—, habré cometido un delito grave contra la humanidad, o contra lo que quedaba de ella. Habré cambiado la última esperanza de libertad de nuestra raza subyugada para preservar tu vida, hijo mío. Y no solo que vivas, sino que lo hagas como un ser humano, sin ser convertido por la plaga del vampirismo difundida por el Amo.
Mi mayor esperanza es que hayas comprendido que el camino del Amo es execrable, en su forma más vil. Un refrán muy sabio dice: «La historia la escriben los vencedores». No te escribo acerca de la historia, sino de la esperanza. Alguna vez tuvimos una vida juntos, Zack. Una vida hermosa, y al honrarla también incluyo a tu madre. Por favor, recuerda esa vida, la luz del sol, las risas y las alegrías simples. Esa fue tu juventud. Te han hecho crecer demasiado rápido, y tu confusión sobre quien te ama realmente y quiere lo mejor para ti es explicable. Yo te perdono todo. Y por favor, haz tú lo mismo, y perdona mi traición en tu nombre. Mi vida es un pequeño precio a cambio de la tuya, pero las vidas de mis amigos y el futuro de la humanidad son un precio demasiado alto.
Muchas veces he perdido la esperanza en mí, pero nunca en ti. Solo lamento no poder ver al hombre en el que te convertirás. Por favor, deja que mi sacrificio te guíe por el camino del bien.
Y ahora tengo algo muy importante que decirte. Si, como digo, este plan acaba como me temo, entonces habré sido convertido y seré un vampiro. Y debes entender que, debido al vínculo de amor hacia ti, mi amor de vampiro irá a por ti. Nunca se detendrá. Si en el momento de leer esto ya me has matado, te lo agradezco. Te doy las gracias una y mil veces. No debes sentirte culpable ni avergonzado; has hecho lo que tenías que hacer.
Estoy en paz.
Pero si por alguna razón no me has liberado todavía, por favor, destrúyeme en la próxima oportunidad que tengas. Esta es mi última petición. También querrás liberar a tu madre. Ambos te amamos.
Si has encontrado este diario donde tengo la intención de dejarlo, en la cama de tu infancia, en casa de tu madre en la calle Kelton en Woodside, Queens, entonces encontrarás, debajo de tu cama, una bolsa con armas forjadas en plata, que espero que hagan tu camino más fácil en este mundo. Es todo lo que tengo para legarte.
Es un mundo cruel, Zachary Goodweather. Haz lo que esté a tu alcance para mejorarlo.
Tu padre,
Doctor Ephraim Goodweather
E
ph había ignorado la comida prometida por Gus con el fin de redactar su carta a Zack en una de las aulas vacías del pasillo donde se encontraba Joaquín. Mientras la escribía, Eph despreció al Amo más que en cualquier otro momento de aquella larga y terrible prueba.
Tenía el cuaderno delante de él. Leyó lo que acababa de escribir, tratando de acercarse al texto como lo haría Zack.
Eph nunca se había detenido a considerar esta situación desde la perspectiva de Zachary. ¿Qué podría pensar él?
«Sí, mi padre me quería».
«Sí, mi padre fue un traidor para sus amigos y la humanidad».
Eph comprendió, al pensar en esto, toda la culpa con la que habría de cargar Zack. Sobrellevar el peso del mundo perdido sobre sus hombros. Su padre había elegido la esclavitud de todos por la libertad de uno.
¿Era realmente un acto de amor? ¿O era algo más?
Era una trampa. El camino más fácil. Zack podría llegar a vivir como un humano esclavizado —si el Amo cumplía su parte del trato— y el planeta se convertiría en un nido de vampiros durante toda la eternidad.
Eph tuvo la sensación de despertar de un sueño febril. ¿Cómo pudo siquiera haber considerado esa posibilidad? Era como si, al admitir la voz del Amo en su mente, se hubiera permitido también un poco de corrupción o de locura. Como si la presencia maligna del Amo anidara en la mente de Eph y comenzara a ramificarse. Pensar en ello le hizo temer más que nunca por Zack: temía que su hijo viviera al lado de ese monstruo.
Eph oyó que alguien se acercaba por el pasillo y rápidamente cerró su diario y lo deslizó debajo de su bolsa, justo cuando la puerta se abría.
Era Creem. Su cuerpo ocupaba casi todo el marco de la puerta. Eph pensó inicialmente que se trataba del señor Quinlan, y le desconcertó ver al pandillero. Pero al mismo tiempo se sintió aliviado: el señor Quinlan habría notado de inmediato su angustia.
—Hey, doc. Te estaba buscando. Un rato a solas, ¿eh?
—Ordenando mis pensamientos.
—Estaba buscando a la doctora Martínez, pero está ocupada.
—Ignoro dónde se encuentra.
—Por ahí con el tipo grande, con el exterminador…
Creem entró y cerró la puerta, extendiendo el brazo, con la manga enrollada a la altura del codo. Tenía un vendaje cuadrado en el antebrazo.
—Necesito que le eches un vistazo a este corte. He visto a Joaquín, el chico del Mex. Francamente está jodido. Necesito que me revises esto.
—Sí, claro. —Eph intentó despejar su mente—. Veamos.
Creem se acercó y el médico sacó una linterna de su mochila y tomó el voluminoso antebrazo en su mano.
El color de su piel se veía bien bajo el haz luminoso.
—Quítate el vendaje —dijo Eph.
Creem lo hizo, con sus dedos gruesos como salchichas adornados con anillos de plata.
El vendaje se desprendió, arrancándole el vello negro y ensortijado, pero aquel hombre no se inmutó.
Eph iluminó la carne expuesta con su linterna. No había cortes ni abrasiones.
—No veo nada —señaló Eph.