Los guardias sintieron la amenaza detrás de ellos cuando Fet estaba a seis metros. Se dieron media vuelta y Fet sacó la espada de su mochila, sosteniéndola con su brazo sano, pero fue el señor Quinlan quien logró dominarlos; sus fuertes brazos eran como una mancha indefinida, mientras ahogaba y aplastaba los músculos y huesos de sus cuellos.
Fet recorrió la distancia que les separaba sin vacilar y remató a las dos criaturas con su espada. Quinlan sabía que la alarma no se había emitido por vía telepática, pero no había tiempo que perder.
El señor Quinlan salió en busca de otros vigilantes, seguido por Fet, mientras Eph se dirigía a la puerta lateral, que no estaba cerrada con llave.
L
a sala de la segunda planta era el sitio preferido de Barnes. Las paredes cubiertas de libros, una chimenea de cerámica con una gruesa repisa de roble, un cómodo sillón, una lámpara de pie con una luz ambarina y una mesa sobre la cual descansaba su copa de coñac como un globo de cristal perfecto.
Se soltó los tres primeros botones de la camisa de su uniforme y bebió el resto de su tercer cóctel Alexander. La nata fresca, un verdadero lujo ahora, era el secreto del delicioso sabor espeso y dulce de aquella mezcla decadente.
Barnes suspiró profundamente antes de levantarse de su silla. Tardó un momento en recobrar el equilibrio, con la mano apoyada en el brazo del sillón. Estaba poseído por el alcohol que había bebido. Ahora todo el mundo era un globo de delicado cristal, y Barnes flotaba alrededor de él, en una cama de brandy que se agitaba suavemente.
Aquella casa había pertenecido a Bolívar, la estrella de rock: su confortable retiro campestre. Hubo un tiempo en que esa mansión había costado una cifra de ocho dígitos. Barnes recordó vagamente el revuelo de los medios de comunicación cuando Bolívar le compró la propiedad a una antigua y acaudalada familia que estaba atravesando por una época difícil. La transacción fue una especie de capricho de buena fe, porque parecía muy alejada del carácter del cantante gótico. Pero así se había vuelto el mundo antes de que todo se fuera al infierno: las estrellas de rock de pronto se convertían en jugadores de golf, los raperos jugaban al polo y los actores coleccionaban arte moderno.
Barnes se dirigió a los estantes más altos, y comenzó a buscar atentamente en la colección de erotismo clásico de Bolívar. Sacó una edición grande, fina y muy bien encuadernada de
La perla
y la abrió sobre un atril cercano. ¡Ah, los victorianos, tan aficionados a los azotes! Luego sacó un texto encuadernado a mano, más parecido a una colección de recortes ilustrada que a un libro debidamente publicado, y que contenía antiguas impresiones fotográficas pegadas en hojas de papel grueso. Las impresiones aún conservaban la emulsión de plata, y Barnes retiró sus dedos con cuidado. Él era un tradicionalista, inclinado a los arreglos y poses de las primeras épocas, dominadas por los hombres. Le gustaban las mujeres sumisas.
Y entonces llegó el momento de su cuarto y último brandy. Llamó a la cocina por el teléfono interno. ¿Cuál de sus atractivas empleadas domésticas le llevaría su famoso cóctel Alexander esa noche? Como propietario de la casa, él tenía los medios —y, cuando estaba debidamente ebrio, la iniciativa— para que sus fantasías se hicieran realidad. No obtuvo respuesta alguna. ¡Qué impertinencia! Barnes frunció el ceño, colgó el teléfono y volvió a marcar, por temor a que pudiera haber pulsado el botón equivocado. Mientras sonaba por segunda vez, oyó un fuerte golpe en algún lugar de la casa. Tal vez, se imaginó, su petición había sido atendida y estaba a punto de llegar en ese instante. Esbozó una sonrisa alcohólica, dejó el auricular en su base antigua, y avanzó por la gruesa alfombra hacia la puerta grande.
El amplio pasillo estaba vacío. Barnes salió, y sus zapatos blancos y pulidos crujieron un poco.
Unas voces abajo, difusas y apagadas, llegaron a sus oídos como algo más que ecos.
No responder su llamada telefónica y hacer ruido abajo eran motivos suficientes para que Barnes pasara revista personalmente a sus empleadas y escogiera quién le iba a llevar su brandy.
Puso un pie delante de otro en el centro del pasillo, impresionado por su capacidad de avanzar en línea recta. Apretó el botón para llamar el ascensor en el rellano de las escaleras. Subió a él desde el vestíbulo de la entrada: era una jaula de oro. Abrió la puerta, deslizó la rejilla a un lado, entró y volvió a cerrarla tirando de la manilla hacia abajo. La jaula descendió, transportándolo a la primera planta, como a Zeus sobre una nube.
Salió del ascensor, haciendo una pausa para mirarse en un espejo dorado. La mitad superior de su camisa estaba arrugada, y las pesadas medallas medio ocultas. Pasó la lengua por sus labios resecos y se ahuecó el cabello para que pareciera que tenía más, suavizando su barba de chivo y asumiendo en general una expresión de dignidad embriagada antes de aventurarse en la cocina.
La cocina amplia y en forma de L estaba vacía. Una bandeja de galletas recién horneadas descansaba en un estante en la larga isleta central, con un par de guantes rojos a un lado. En la alacena de los licores, una botella de coñac y una jarra de nata estaban al lado de una jarra graduada y de un tarro abierto de nuez moscada. El auricular del teléfono colgaba en su soporte de la pared.
—¿Hola? —llamó Barnes.
Oyó un traqueteo, como una estantería que se hubiera venido abajo.
Luego, dos voces femeninas a la vez:
—Aquí.
Intrigado, Barnes se dirigió al rincón de la cocina. Al doblar, vio a cinco de sus empleadas de servicio doméstico, todas bien alimentadas y muy guapas, con largas cabelleras, atadas a los estantes de utensilios de cocina con bandas de sujeción flexibles.
Su mentalidad era tal que el primer impulso, al ver sus manos atadas y sus ojos húmedos y suplicantes, fue de placer. Su mente, impregnada de coñac, procesó la escena como un cuadro erógeno.
La realidad se apartó lentamente de la niebla. Transcurrió un momento largo y vacilante antes de darse cuenta de que, al parecer, alguien había entrado y sometido a su personal.
Que alguien estaba dentro de la casa.
Barnes volvió sobre sus pasos y corrió. Las mujeres gritaron su nombre, y él se golpeó la cadera contra la isleta. Su dolor se hizo más intenso mientras se abría paso por el mostrador de la entrada. Salió corriendo, moviéndose a ciegas por el rellano del primer piso y alrededor de la otra esquina, en dirección a la puerta de la entrada, pensando desconcertado: «¡Huye!». Entonces vio, a través de las vidrieras de color violeta incrustadas en las puertas dobles, un forcejeo en el exterior, que terminó con uno de sus guardias vampiros siendo derribado y golpeado por una figura oscura y brutal. Una segunda figura se acercó blandiendo una espada de plata. Barnes retrocedió, tropezando con sus propios pies, mientras veía a otros guardias abandonar sus posiciones para hacer frente al ataque.
Corrió como pudo de nuevo al rellano. La idea de quedarse atrapado dentro de la jaula del ascensor le produjo pánico y subió por la escalera de caracol, apoyando sus manos en la amplia barandilla. La adrenalina neutralizó una parte del alcohol en su sangre. El estudio. Era allí donde tenía expuestas las armas. Se encaminó por el largo pasillo hacia la sala, cuando un par de manos lo agarraron desde un lateral, empujándolo a la puerta abierta de la sala de estar.
Barnes se cubrió la cabeza instintivamente, esperando una paliza. Cayó en una de las sillas, donde permaneció, acobardado por el miedo y el desconcierto. No quería ver el rostro de su atacante. Parte de su miedo histérico provenía de una voz en su cabeza que se asemejaba mucho a la de su querida y difunta madre, que le decía: «Estás recibiendo lo que te mereces».
—Mírame.
La voz. Esa voz enfadada. Barnes relajó su mente. Conocía esa voz, pero no podía localizarla. Algo no encajaba. La voz se había vuelto áspera, más profunda con el paso del tiempo.
La curiosidad superó el miedo. Aún temblando, Barnes retiró los brazos de su cabeza y levantó los ojos.
Ephraim Goodweather. O, más acorde con su apariencia personal, el gemelo malvado de Ephraim Goodweather. Este no era el hombre que había conocido, el famoso epidemiólogo. Unas ojeras profundas surcaban sus ojos huidizos. El hambre había vaciado su rostro de todo indicio de alegría y había transformado sus mejillas en riscos, como si toda la carne se le hubiera desprendido de los huesos. Sus bigotes arenosos se aferraban a su piel grisácea, pero no podían llenar los huecos. Llevaba guantes sin dedos, un abrigo sucio y botas desgastadas debajo de sus pantalones húmedos, atadas con alambre en lugar de cordones. El gorro negro de lana que coronaba su cabeza reflejaba la oscuridad de su mente. La empuñadura de una espada que llevaba en la espalda asomó. Eph parecía un vagabundo vengativo.
—Everett —dijo Eph, con voz ronca, poseído.
—¡No! —exclamó Barnes, aterrorizado.
Eph tomó la copa, con el fondo aún recubierto de licor y con un color achocolatado. Se la llevó a la nariz, inhalando su aroma.
—Una copa antes de dormir, ¿eh? ¿Cóctel Alexander? Esa es una maldita bebida de baile de graduación, Barnes. —Puso la gran copa en la mano de su antiguo jefe. Entonces hizo exactamente lo que Barnes temía que iba a hacer: cerró su puño sobre la mano de Barnes, aplastando la copa entre los dedos de su exjefe. Apretándolos contra los múltiples fragmentos de cristal, cortándole la carne y los tendones y llegando hasta el hueso.
Barnes aulló y cayó de rodillas, sangrando y llorando. Se encogió.
—¡Por favor! —suplicó.
—Quiero sacarte un ojo —dijo Eph.
—¡Por favor!
—Pisarte la garganta hasta que mueras. Y luego incinerarte en ese pequeño agujero de la pared.
—Estaba tratando de salvarla… De sacar a Nora del campamento.
—¿De la misma forma que sacaste a las camareras que están abajo? Nora estaba en lo cierto acerca de ti. ¿Sabes lo que te haría si estuviera aquí?
Así que ella no había venido. Gracias a Dios.
—Ella sería razonable —dijo Barnes—. Vería lo que yo puedo ofreceros, cómo podría prestaros un servicio.
—Maldito seas —dijo Eph—. Maldita sea tu negra alma.
Eph golpeó Barnes. Sus puñetazos fueron calculados y brutales.
—No —gimió Barnes—. Basta…, por favor…
—Así que este es el aspecto que tiene la corrupción absoluta —dijo Eph, y le dio unos cuantos golpes más—. ¡El comandante Barnes! Eres un maldito pedazo de mierda, ¿lo sabías? ¿Cómo pudiste traicionar así a tu propia especie? Eras médico, por el amor de Dios, eras el maldito director del CDC. ¿No tienes compasión?
—No, por favor. —Barnes se removió en su asiento, sangrando por todo el suelo, pensando en cómo sacar algo productivo y positivo de aquella conversación. Pero su habilidad para las relaciones públicas se vio obstaculizada por la creciente inflamación de su boca y de los dientes que acababa de perder—. Este es un mundo nuevo, Ephraim. Mira lo que ha hecho contigo.
—Y tú dejaste que ese uniforme de almirante de mierda se te subiera a la cabeza. —Eph extendió la mano y agarró el fino y escaso pelo de Barnes, empujando su rostro hacia arriba, dejando el cuello al descubierto. Barnes percibió la decadencia del cuerpo de Eph—. Debería matarte aquí mismo —dijo—. En este mismo instante. —Sacó su espada y se la mostró a Barnes.
—Tú…, tú no eres un asesino —balbuceó Barnes.
—Ah, sí que lo soy. Me he convertido en eso. Y a diferencia de ti, no lo hago apretando un botón o firmando una orden. Lo hago así. De cerca. Personalmente.
La hoja de plata acarició la tráquea de Barnes, que arqueó un poco más el cuello.
—Pero… —dijo Eph, retirando la espada unos cuantos centímetros—, afortunadamente para ti, aún me resultas útil. Necesito que me hagas un favor, y lo vas a hacer. Di que sí.
Eph le movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Bien, escucha con atención. Hay gente esperándome fuera. ¿Entiendes? ¿Estás suficientemente sobrio como para recordar esto, «joven cóctel Alexander»?
Barnes asintió con la cabeza, esta vez por sus propios medios. Por supuesto, en ese momento habría aceptado cualquier cosa.
—El motivo por el cual vine aquí es para hacerte una oferta. En realidad, te hará quedar bien. Estoy aquí para decirte que vayas junto al Amo y le digas que he aceptado cambiar el
Occido lumen
por mi hijo. Demuéstrame que lo entiendes.
—La traición es algo que entiendo, Eph —dijo Barnes.
—Incluso puedes ser el héroe de esta historia. Puedes decirle que vine para matarte, pero que ahora estoy traicionando a mi propia gente, y ofreciéndole este acuerdo. Puedes decirle que me convenciste de aceptar su oferta y te ofreciste a transmitírsela.
—¿Los otros saben esto…?
Eph sintió una oleada de emociones. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Creen que estoy con ellos, y lo estoy…, pero se trata de mi hijo.
Las emociones inundaron el corazón de Ephraim Goodweather. Se sintió mareado, perdido…
—Lo único que necesitas hacer es decirle al Amo que acepto. Que esto no es un farol.
—Vas a entregar ese libro.
—Por mi hijo…
—Sí, sí…, por supuesto. Es perfectamente comprensible…
Eph agarró a Barnes del pelo y lo golpeó dos veces en la boca. Le partió otro diente.
—No quiero tu compasión de mierda, monstruo. Solo entrégale mi mensaje. ¿Comprendes? Conseguiré el verdadero
Lumen
de alguna manera y contactaré con el Amo, tal vez a través de ti, cuando esté listo para entregárselo.
Eph apretó con menos fuerza el pelo de Barnes, quien comprendió que no iba a ser asesinado; ni siquiera lo golpearían de nuevo.
—Yo… me enteré de que el Amo tenía a un niño a su lado…, a un niño humano. Pero no sé por qué…
A Eph le brillaban los ojos.
—Su nombre es Zachary. Fue secuestrado hace dos años.
—¿Por Kelly, tu esposa? —dijo Barnes—. Yo la vi. Con el Amo. Ella es…, bueno, ya no es ella. Pero supongo que ninguno de nosotros lo es.
—Algunos de nosotros —dijo Eph— nos convertimos incluso en vampiros sin ser picados por nadie. —Sus ojos se volvieron vidriosos y húmedos—. Eres un traidor y un cobarde, y unirme a tus filas desgarra mi interior como una enfermedad fatal, pero no veo otra salida, pues tengo que salvar a mi hijo. Tengo que hacerlo. —Apretó de nuevo el pelo de Barnes—. Esta es la opción correcta, es la única opción para un padre. Mi hijo ha sido secuestrado y el precio por el rescate es mi alma y el destino del mundo, y yo lo voy a pagar. Lo pagaré. Maldito sea el Amo, y maldito seas tú.