Excalibur (38 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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Saltamos por el borde de la cima gritando. Los hombres que Cerdic había enviado a investigar se detuvieron y comenzaron a replegarse ante el desbordamiento incesante de lanceros por encima del parapeto. Quinientos hombres fuertes bajamos por la ladera, rápidamente, virando hacia el oeste al encuentro de las primeras tropas de refuerzo de Cerdic.

Abundaban en el campo las matas de hierba y los escollos; la pendiente era pronunciada. Bajamos sin orden ni concierto, compitiendo por ver quién llegaba primero abajo y, allí, tras cruzar a la carrera dos campos de trigo pisoteado y pasar entre dos setos de enredados espinos, formamos la barrera. Me situé en el ala izquierda, Cuneglas en la derecha y, tan pronto como terminamos de formar con los escudos tocándose por los lados, grité a mis hombres que avanzaran. Los sajones que corrían presurosos por el camino empezaron a formar una barrera de escudos en el campo de enfrente para detenernos. Miré a la derecha sin dejar de avanzar y vi la enorme distancia que mediaba entre nosotros y los hombres de Sagramor, una distancia tan grande que ni siquiera divisaba su enseña. Maldije tamaña distancia, maldije el horror que podía colarse por ella y alcanzarnos por la espalda, pero Arturo se había mostrado categórico. «No vaciléis —había dicho—, no esperéis a que Sagramor se una a vosotros. ¡Atacad!». Pensé que Arturo habría convencido a los cristianos de que atacasen sin pausa. Quería llenar de pánico el ánimo de los sajones robándoles tiempo, y había llegado el momento de sumarnos a la contienda.

La barrera de los sajones era pequeña y la habían formado, sobre la marcha, unos doscientos hombres de Cerdic que tal vez no esperasen luchar allí sino añadir su peso a la retaguardia de las filas de Aelle. Además estaban nerviosos y nosotros también, mas no era el momento de dejar que el miedo carcomiera el valor. Teníamos que hacer lo mismo que los hombres de Tewdric, cargar sin detenernos y tomar al enemigo con la guardia baja, así que lancé un grito de guerra y apuré el paso. Desenvainé a Hywelbane y la sujeté por la parte superior de la hoja con la mano izquierda, con el escudo colgado en el antebrazo por las correas. En la derecha llevaba la lanza pesada. El enemigo avanzaba arrastrando los pies, con los escudos trabados, las lanzas en ristre y, a mi izquierda, en alguna parte, soltaron a un perro de guerra que corrió hacia nosotros. Oí el aullido de la bestia y, después, la locura de la batalla me permitió olvidar todo lo que no fueran los rostros barbudos que tenía ante mí.

En la batalla surge un odio terrible, un odio que nace de lo más profundo del espíritu y nos inunda de una rabia feroz y sanguinaria. Y también de júbilo. Sabía que la barrera de escudos del enemigo cedería, lo supe mucho antes de atacar. Era delgada, la habían formado apresuradamente y todos estaban nerviosos, de modo que salí de la primera fila y eché a correr hacia el enemigo echando odio por la boca. En ese momento, mi único deseo era matar. No, quería más, quería que los bardos cantaran la gesta de Derfel Cadarn en Mynydd Baddon. Quería que los hombres, al verme, dijeran, ahí está el guerrero que rompió la barrera en Mynydd Baddon, quería el poder que confiere la fama. En Britania, una docena de hombres se habían ganado ese poder, Arturo, Sagramor y Culhwch entre ellos, y era un poder que se imponía a todos los demás, excepto al rey. En nuestro mundo, el rango se conseguía por la espada; eludirla comportaba la pérdida del honor, y por eso me lancé rebosante de locura, imbuido del brío arrollador que me prestaba el júbilo, contra las víctimas escogidas. Eran dos jóvenes de menor estatura que yo, azogados ambos, con barba rala, y los dos trataron de escabullirse antes incluso de que cayera sobre ellos. Ellos vieron a un señor de la guerra britano en todo su esplendor y yo vi a dos sajones muertos.

Clavé la lanza en el gaznate a uno de ellos y allí la abandoné cuando un hacha me golpeó en el escudo, pero la había visto venir y desvié la descarga; luego embestí con el escudo contra el segundo hombre y empujé con el hombro al tiempo que asestaba un golpe con Hywelbane. Seguí cortando con la espada, una astilla saltó del astil de una pica sajona, y entonces mis hombres me siguieron en masa. Blandí la espada por encima de la cabeza, volví a descargarla cortando, grite de nuevo, di una estocada a un lado y de pronto, delante de mí, no había sino el campo abierto, campanillas, el camino y las praderas del río al fondo. Había atravesado la barrera y gritaba victoria. Me volví, hundí Hywelbane a un hombre al final de la espalda, la saqué con un giro, vi la sangre que empapaba la hoja y, entonces, el enemigo desapareció de la vista. La barrera sajona había desaparecido, o se había convertido en carne muerta o moribunda que se desangraba sobre la hierba. Recuerdo que levanté espada y escudo hacia el sol y di gracias a Mitra con grandes aullidos.

—¡Barrera de escudos! —oí gritar a Issa mientras celebraba el triunfo. Me agaché a recuperar la lanza y, al girarme, vi que llegaban otros sajones apresuradamente desde el este.

—¡Barrera de escudos! —repetí la orden de Issa. Cuneglas estaba formando otra con sus hombres mirando hacia poniente, para protegernos de la retaguardia de Aelle, mientras que nuestro frente se orientaba hacia el este, de donde venían los hombres de Cerdic. Mis hombres gritaban chanzas. Habían convertido una barrera de escudos en despojos y querían más. A mi espalda, en el espacio que quedaba entre los hombres de Cuneglas y los míos, aún había algunos sajones supervivientes, pero tres de mis hombres los remataron en un visto y no visto. Les cortaron la garganta, pues no era momento de tomar prisioneros. Vi que Ginebra los ayudaba.

—¡Señor! ¡Señor! —Eachern gritaba desde el extremo derecho de nuestra corta barrera señalando a un gran número de sajones que cruzaban a la carrera el paso entre nosotros y el río. Era un espacio ancho, pero los sajones no nos amenazaban a nosotros sino que acudían en auxilio de Aelle.

—¡Déjalos! —grité. Me preocupaban los enemigos que teníamos delante, pues se habían detenido a formar filas. Habían visto lo que habíamos hecho y no estaban dispuestos a que hiciéramos lo mismo con ellos, de modo que se alinearon de a cuatro o cinco en fondo; luego vitorearon al hechicero que salió brincando a maldecirnos a todos. Estaba loco, la cara se le convulsionaba sin control mientras nos insultaba. Los sajones tenían a esos hombres en gran consideración pues creían que los dioses los escuchaban, pero sus dioses debieron de palidecer ante sus juramentos y maldiciones.

—¿Lo mato? —me preguntó Ginebra. Estaba acariciando el arco.

—Ojalá no estuvierais aquí, señora —dije.

—Es un poco tarde para formular ese deseo, Derfel —contestó.

—Dejadlo —dije. Las maldiciones del hechicero no hacían mella en mis hombres, los cuales, con grandes voces, retaban a los sajones a acercarse a probar sus hojas; pero los sajones no tenían ganas de avanzar. Esperaban refuerzos, que ya se aceren han por detrás—. ¡Lord rey! —llamé a Cuneglas, y se volvió—. ¿Ves a Sagramor? —le pregunté.

—Todavía no.

Tampoco había rastro de Oengus mac Airem y sus Escudos Negros, que tenían que aparecer en tromba por los montes y penetrar más aún en el flanco sajón. Empecé a temer haberme precipitado en la carga, pues nos hallábamos atrapados entre las tropas de Aelle, que ya se recobraban del pánico, y los lanceros de Cerdic, que engrosaban meticulosamente su barrera de escudos antes de echársenos encima.

Entonces, Eachern dio otra voz de alarma y miré al sur, los sajones ya no corrían hacia el oeste sino hacia el este. Los campos que se extendían entre nuestra barrera y el río se llenaron de hombres a la desbandada; me sorprendió tanto que tardé unos momentos en comprender lo que sucedía, hasta que oí el ruido. Un ruido como de tormenta. Cascos de caballo.

Los caballos de Arturo eran de gran alzada. En una ocasión, Sagramor me había contado que Arturo había capturado los caballos en las caballerizas de Clovis, rey de los francos, y dichos caballos, criados para los romanos antes de convertirse en propiedad de Clovis, no tenían parangón en Britania, eran los más altos, y Arturo escogía a sus más corpulentos hombres para cabalgar en ellos. Había perdido muchos a manos de Lancelot y casi esperaba encontrarme a las enormes bestias en las filas enemigas, pero Arturo se mofó de mis temores. Me dijo que Lancelot se había apoderado principalmente de yeguas de cría y potros sin adiestrar y que se necesitaba tanto tiempo para adiestrar al caballo como al hombre que hubiera de luchar con una lanza de difícil manejo desde su lomo. Lancelot no tenía hombres entrenados, pero Arturo sí, y en ese momento los conducía por la ladera norte contra los hombres de Aelle enzarzados con Sagramor.

Sólo había sesenta caballos de gran alzada y estaban cansados, pues primero habían cabalgado para tomar el puente del sur y luego se habían trasladado al flanco opuesto de la batalla, pero Arturo los llevó al galope y arrollaron la retaguardia de la línea de batalla de Aelle. Los hombres de la retaguardia empujaban a las primeras filas para aplastar la formación de Sagramor, pero la aparición de Arturo fue tan repentina que no tuvieron tiempo de volverse y formar a su vez una barrera de escudos. Los caballos abrieron grandes brechas en las filas y, al tiempo que los sajones que las formaban salieron en desbandada, los guerreros de Sagramor empujaron y, de repente, el ala derecha del ejército de Aelle se desorganizó. Algunos sajones se dirigieron corriendo al sur, a refugiarse entre el resto del ejército de Aelle, otros huyeron hacia el oeste al encuentro de Cerdic, que eran los que veíamos correr por Lis praderas del río. Arturo y sus jinetes persiguieron a los fugitivos sin piedad. La caballería detuvo la huida de los hombres con sus largas espadas y la pradera de la ribera quedó sembrada de cadáveres, con gran desparrame de escudos y espadas abandonados. Vi pasar a Arturo al galope por delante de nuestra línea, con el manto blanco salpicado de sangre, Excalibur ensangrentada en la mano y una expresión de puro júbilo en su adusto rostro. Hygwydd, su escudero, portaba la enseña del oso, que mostraba una cruz roja en la esquina inferior. Hygwydd, normalmente taciturno como nadie, me sonrió y enseguida nos dejó atrás, siguiendo a Arturo monte arriba donde los caballos podrían recobrar el resuello y amenazar el flanco de Cerdic. Morfans el feo había muerto en el primer ataque contra los hombres de Aelle, pero fue la única baja de Arturo.

La embestida de Arturo destrozó el ala derecha de Aelle y Sagramor llevó a sus hombres por el camino de la Zanja con la intención de unir sus escudos con los míos. Todavía no teníamos rodeado al ejército de Aelle, pero lo habíamos encajonado entre el río y el camino y los disciplinados cristianos de Tewdric avanzaban ya por dicho pasillo segando vidas. Cerdic permanecía fuera de la trampa; por fuerza se le hubo de ocurrir abandonar a Aelle allí y dejar que su rival sajón fuera destruido; sin embargo, decidió que aún era posible la victoria. Si ganaban aquel día, Britania entera se convertiría en Lloegyr.

Cerdic no se dejó impresionar por la amenaza de los caballos de Arturo. Seguro que sabía que habían atacado a los hombres de Aelle donde mayor era el desorden, pero sus disciplinados lanceros, firmes en la barrera, no tendrían nada que temer de la caballería, de modo que les ordenó trabar los escudos, enristrar las lanzas y avanzar.

—¡Prietos! ¡Prietos! —grité, y me abrí camino hasta la primera fila, donde trabé mi escudo concienzudamente con el del compañero de cada lado. Los sajones avanzaban arrastrando los pies, concentrados en mantener los escudos unidos, escrutando nuestra fila en busca de puntos débiles y sin dejar de avanzar como un solo hombre. No vi hechiceros, pero la enseña de Cerdic ondeaba en el centro de la gran formación. Tuve una visión general de barbas y cascos con cuernos, oí el ronquido incesante de un cuerno de carnero y observé las hojas de las hachas y lanzas. Cerdic se encontraba en aquella masa humana, pues le oía gritar a sus hombres: «¡Escudos trabados! ¡Escudos trabados!». Nos soltaron dos enormes perros de guerra, oí gritos y percibí cierto desorden a mi derecha en el momento que los canes se abalanzaron sobre la línea. Los sajones debieron de ver que mi barrera de escudos flaqueaba donde los perros habían atacado, pues de repente prorrumpieron en gritos de triunfo y se lanzaron hacia adelante.

—¡Prietos! —grité, y levanté la lanza por encima de la cabeza. Al menos tres sajones me miraban sin dejar de correr hacia nosotros. Yo era un señor e iba adornado con oro, y si conseguían mandar mi espíritu al otro mundo ganarían renombre y riquezas. Uno de ellos, por alcanzar la gloria, adelantó a sus compañeros con la lanza apuntada hacia mi escudo; pensé que la bajaría en el último momento para herirme en el tobillo. De repente, ya no hubo tiempo para más pensamientos, sólo para luchar. Descargué la lanza contra la cara del hombre y adelanté el escudo bajándolo al mismo tiempo con el fin de desviar su lanzazo. La punta logró rozarme el tobillo tras hender el cuero de la bota derecha que llevaba bajo la greba de Wulfger, pero mi lanza se llenó de sangre de su cara y el hombre cayó de espaldas cuando recuperé el arma; los siguientes se aprestaban ya a darme muerte.

Llegaron al mismo tiempo que las dos líneas de escudos entraban en colisión con un estruendo como dos mundos al chocar. Percibí su olor, olían a cuero, a sudor, a inmundicia, pero no a cerveza. La batalla había comenzado por la mañana temprano, habíamos tomado a los sajones desprevenidos y no habían tenido tiempo de emborracharse para cobrar coraje. Los míos empujaban desde atrás y me encastraban contra mi propio escudo, el cual empujaba el escudo del adversario. Escupí a la cara barbuda, lancé la pica por encima de su hombro y noté que un enemigo la agarraba con la mano. La solté y, con un impulso tremendo, me hice el espacio necesario para sacar a Hywelbane. Golpeé al hombre que tenía delante como si esgrimiera un martillo. Su casco no era más que una capa de cuero en forma de capucha y rellena de trapos, y el filo recién amolado de Hywelbane lo atravesó y llegó a los sesos. Allí se encajó un momento, mientras yo me debatía contra el peso de la víctima, momento que aprovechó un sajón para blandir un hacha sobre mi cabeza.

El golpe cayó de lleno sobre el casco. Un estruendo ensordecedor llenó el universo y una oscuridad súbita rasgada de luz me llenó la cabeza. Mis hombres me dijeron después que me quedé insensible unos minutos, pero no llegué a caer porque la presión de los demás me mantenía de pie. No recuerdo nada, aunque pocos se acuerdan de muchas cosas sucedidas en el choque de escudos. Se empuja, se maldice, se escupe y se golpea cuando hay oportunidad. Uno de mis compañeros de escudo me contó que me tambaleé después del hachazo y que a punto estuve de tropezar con los cuerpos de los hombres que acababa de matar, pero el que estaba detrás de mí me sujetó por el cinturón de la espada, me sostuvo de pie y mis colas de lobo me protegieron apiñándose a mi alrededor. El enemigo supo que estaba malherido y recrudeció la ofensiva abatiendo hachas contra escudos abollados y espadas melladas, pero poco a poco salí de la conmoción y me encontró en la segunda fila, todavía a salvo tras la bendita barrera de escudos y con Hywelbane en la mano. Me dolía la cabeza pero no me daba cuenta, sólo sabía que quería clavar, rasgar, gritar y matar. Issa defendía el hueco abierto por los canes matando denodadamente a los sajones que habían roto nuestra primera fila y cerrando el hueco con sus cadáveres.

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