Excusas para no pensar (29 page)

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Authors: Eduardo Punset

BOOK: Excusas para no pensar
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El cuidado de nuestra salud física provoca una mejora de la salud mental.

© Douglas Waters / Getty Images

Pistas para alcanzar el éxito

En la historia de la evolución, las personas que tuvieron éxito pudieron elegir pareja en mayor medida que los demás, sus hijos vivían más tiempo y sus genes acababan siendo mayoritarios en la reserva genética. Y, sin embargo, son muchos los que no tienen éxito. ¿Por qué?

La ciencia está corroborando algunas de las convicciones heredadas en este campo y desmintiendo otras. La primera pista para tener éxito es quererlo. Fijarse objetivos es imprescindible, pero hay personas que tienen expectativas desmesuradas; al no alcanzarlas, generan ansiedad y miedo. Otras se ponen objetivos por debajo de sus posibilidades, sin alcanzar los niveles de creatividad necesarios para el éxito. ¿A qué grupo pertenezco yo? La respuesta a esta pregunta constituye la primera clave para el éxito.

Distinguir entre la concepción geológica y divisionaria del tiempo es la segunda pista. Los paleontólogos y geólogos están familiarizados con lo que ellos llaman el
deep time
. La unidad de tiempo viene dada por millones de años, mientras que en el mundo moderno la pauta viene dada por cuartos de hora. Los primeros tienden a no tener prisa. ¿Cómo salir corriendo después de acariciar un
trilobites
de hace cuatrocientos millones de años? Las prisas son malas compañeras del éxito, no tanto porque no dan tiempo para pensar, sino, simplemente, porque estresan.

La tercera pista consiste en compartir ideas. En lugar de predicar todo el rato para que lo entiendan a uno, es fundamental intuir lo que piensan los demás, aunque pertenezcan a universos distintos o separados. «Los que más me han enseñado son los que no sabían nada de mi especialidad», me dijo en una ocasión el premio Nobel octogenario Sydney Brenner. En términos más pretenciosos, la comunidad científica llama a esta apertura a compartir las ideas de los demás multidisciplinariedad.

Convertir el gusto o la vocación por algo en enamoramiento es la cuarta clave. Es difícil convencer de algo de lo que no se está enamorado. Las cualidades innatas sólo se desarrollan cuando a uno le gusta lo que está haciendo. Los diseñadores de productos saben que la gente tiene que enamorarse de su diseño y si el perfil no suscita amor, no se vende. Los directivos de los departamentos de recursos humanos saben que un equipo sólo funciona cuando está enamorado del proyecto en el que está embarcado.

Persistir en el empeño, he ahí otra pista con la que la gente se enreda a veces. En un momento dado, se puede pecar por exceso; seguir insistiendo en el proyecto de uno, cuando no se dan todavía las condiciones necesarias —ni se darán en mucho tiempo— conduce al fracaso. Pero lo normal es pecar por defecto. Sobre todo las ideas brillantes requieren tiempo para tener éxito. Muy a menudo, nos estamos refiriendo a sugerencias que suponen un cambio mental en los demás, y los cambios mentales son de una lentitud exasperante.

La sexta pista para el éxito consiste en probar y hacer cosas nuevas. Construir entornos insospechados en los que asentar emociones nuevas, explorar temas y personas distintas del pan nuestro de cada día, investigar simultáneamente en disciplinas diferentes. En definitiva, estar abierto al conocimiento de las demás cosas y personas. No intentar saber cada vez más de menos —como decía Marx de los monetaristas— «hasta que lo saben todo de nada».

La última pista para tener éxito no es realmente una pista. Se le suele dar, sin embargo, una gran importancia en todas las culturas. Me refiero a la suerte y requiere una explicación un poco más larga. Referida al tiempo, sí puede considerarse la suerte como un factor de éxito. Puede que no haya llegado el momento para que cristalice la demanda de una idea o un producto. Mala suerte, porque nadie sabe realmente anticipar lo inesperado. Otra cosa distinta es llegar a la meta después del tiempo fijado. Aquí no se trata de mala suerte, sino de estar distraído o de no haberse preparado.

Suerte y promedios

La mayoría de las leyes físicas y evolutivas se refiere a promedios: el comportamiento de los átomos, la duración del amor o el impacto en la vida adulta de un drama en la infancia más temprana. Lo que es verdad de un promedio puede no serlo de un individuo. Lo que es verdad de una clase —decía Marx refiriéndose a la burguesía— puede no serlo de una persona determinada que pertenece a esa clase. Cuando decimos de alguien que ha tenido buena o mala suerte, nos estamos refiriendo a casos contados o excepcionales de personas que no se comportan como lo hace el promedio, la inmensa mayoría. De ahí que no tengan vigencia científica los consejos para tener suerte y, por tanto, que difícilmente pueda considerarse a ésta como una pauta para tener éxito. Tanto más cuanto que la mayoría de los acontecimientos susceptibles de considerarse una suerte o una desgracia no son tal cosa, sino el resultado de procesos inconscientes que escapan a nuestra atención.

La mayoría de las veces hay que buscar la causa de lo que llamamos tener suerte en la salud, en nuestra dieta, en los hábitos y en el ejercicio físico. Cuando decimos que se ha tenido suerte en el amor hay que buscar las raíces en el amor maternal, en la inversión parental y en la sexualidad. Cuando hablamos de suerte en el trabajo sería necesario ver la preparación previa de esa persona, la concentración de esfuerzos en desarrollar sus cualidades innatas o las reacciones que tiene al estrés.

Cuando un proceso está programado —la embriogénesis, por ejemplo—, no es una cuestión de suerte que unas células se dirijan al espacio reservado a las futuras neuronas y otras, a lo que será el futuro sistema motor del recién nacido. Está genéticamente programado así. No tiene que ver con la suerte.

La vida no es una serie de acontecimientos azarosos que ocurren de forma intempestiva, sino más bien un proceso continuado, que puede interrumpirse por causas exteriores que poco tienen que ver con la supuesta buena o mala suerte de una persona en particular. Una extinción masiva, como las ocurridas a lo largo de la la historia de la evolución, puede interrumpir el proceso de vida de un nido de trilobites, aunque tuvieran la suerte de haber nacido perfectos. Parecería que la mayoría de las veces nos referimos a la suerte cuando no sabemos o no queremos indagar por qué ha ocurrido lo que ha ocurrido.

Más ciencia, menos dogmas

A menudo me pregunto si vivimos en una sociedad basada en el conocimiento, como frecuentemente se dice, o si todavía está basada en grandes dosis de ignorancia. La respuesta es que ambas cosas, con un cierto predominio de la última.

Somos criaturas supersticiosas por naturaleza y esto nunca desaparecerá. La superstición se debe a que somos animales que buscan pautas; buscamos las pautas aleatorias de la naturaleza y unimos los puntos comunes para sacar conclusiones. A renglón seguido, las almacenamos en el cerebro en forma de memoria. Y, por último, basándonos en las dos cosas, hacemos predicciones. Ésa es la función básica del cerebro. Pero cuando cometemos un error en la fase de recogida de pautas, o durante los procesos de memorización —algo que ocurre a menudo—, en vez de hacer predicciones, recurrimos a la superstición.

La clásica ilusión óptica de la mujer joven y la vieja ilustra el inicio de estas dificultades para entender el mundo. Si se predispone a la gente para que vea en la imagen equívoca a la mujer joven primero, verán a la mujer joven; mientras que si se les predispone para que vean a la mujer mayor primero, verán a la anciana. Lo que esto nos dice es que vemos lo que esperamos ver, y esto le complica las cosas a la ciencia. Porque los científicos tienen los mismos sesgos cognitivos que el resto de la gente. Todos somos animales curiosos y exploradores por naturaleza, científicos natos en lo que se refiere a curiosidad, investigación, exploración y ganas de entender el mundo y dotarlo de sentido. Lo que no es tan natural es el método científico: los métodos de comprobación, los grupos de control y experimentación, el control de los efectos del placebo, detectar sesgos en los experimentos. Todo esto es relativamente nuevo: apenas hace un siglo o dos que lo hacemos.

Con la medicina, por ejemplo, somos supersticiosos. Si nos dicen que una prima de nuestra tía María se recuperó de su dolencia porque tomó un extracto de algas, lo probamos sin pensarlo. Pero ¿existe esa supuesta conexión entre las algas y la curación? El único modo de comprobarlo es establecer un grupo de control de mil personas que no tomen extracto de algas, y luego otro grupo de mil personas que sí lo tomen. Después se analizan las diferencias estadísticas entre ambos grupos y se sacan las conclusiones.

Si se predispone a la gente para que vea en la imagen a la mujer joven primero, la verán primero.

© Carles Salom

Eso es la aplicación del método científico, y su uso creciente hará menos dogmática a la gente. El equilibrio emocional de una nación no depende de que haya muchos científicos ni tampoco muchos practicantes del yoga y la meditación, sino de que cada vez haya más personas que utilizan el método científico: preguntar a la naturaleza más que a las personas, comprobar las ideas sugeridas como convicciones y, cuando sea posible, medirlas.

En los últimos cien años las cosas han mejorado mucho. La gente es menos supersticiosa gracias a la educación pública y al auge de la ciencia. Pero si tomamos los últimos cuarenta o cincuenta años, el panorama no es tan bueno. No resulta natural todavía pensar escépticamente, desaprender lo aprendido, cuestionar las convicciones heredadas. La disponibilidad a cambiar de opinión a raíz de la experimentación y la prueba debiera incorporarse al proceso educativo. ¡Ésa es la magia, la humildad y el potencial del método científico!

¿Qué pasa cuando morimos?

Las bacterias practican el sexo intercambiando trozos de material genético y así pueden aumentar el número de las que desarrollan resistencias a ciertos antibióticos. Cambia su genoma, pero no pasa nada. Un tipo de reproducción sexual como la nuestra es muy distinta, porque ésta implica la generación de un individuo nuevo provisto de un material genético diferente al de sus padres. Los padres no cambian; por lo menos sus genes. La gran novedad es el hijo.

Lo nuestro es muy sofisticado y complejo. Lo suyo es de una sencillez apabullante. Ahora bien, a un microbio, claro, le resulta imposible dejar de ser microbio y ponerse a construir catedrales. Pero tienen una pequeña ventaja: sus genes no mueren. Y nosotros, para perpetuarnos, tenemos que tener hijos porque nuestras células —la mayoría somáticas— mueren.

La gente me pide, a menudo, que les ayude a despejar el interrogante que más les abruma: «¿Hay algo después de la muerte?», preguntan. «¡No es posible que todo termine! ¡Que todo esto no haya servido para nada!», insisten. «Usted que ha hablado con tantos científicos, ¿qué piensa?»

«No lo sé», les respondo de entrada. Y luego sólo se me ocurre hacer referencia al secuestro incomprensible de las células germinales en la historia de la evolución. Tal vez la pregunta podría formularse en otros términos: Cuando uno se muere, ¿qué es lo que se muere? Porque los átomos de los que estamos hechos son, prácticamente, eternos y sólo las células somáticas realmente se mueren. Las germinales, responsables de la perpetuación de la especie, son inmortales.

Cuando sospecho que mi bienintencionada respuesta no les conforta del todo, echo mano de mi último recurso dialéctico: «A lo mejor, lo único que se muere es nuestra capacidad de alucinar y soñar».

Al final, recurro —siempre con ánimo de sosegar— a la fantasía:

«Gracias a la brevedad de la vida, a su finitud, sentimos intensamente. Si la vida durara eternamente, resultaría muy difícil concentrarse en algo. Ni notaríamos el esplendor de las puestas de sol…» Nunca he tenido la sensación probada de que mis argumentos hayan disipado la ansiedad de mis amables interlocutores.

Superar el mundo de la clonación para acceder al de la individualidad, supone aceptar la finitud y la muerte. Una bacteria que se repite a sí misma no muere nunca. Un individuo único e irrepetible, por propia definición, no se da dos veces. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte. Ahora entiendo, tal vez, por qué la gente me sigue haciendo el tipo de preguntas a que me refería antes, y el lector aceptará, quizá mejor, mi tipo de respuesta.

Diez mandamientos para no ser infeliz

Cualquier momento puede ser bueno para repasar lo aprendido sobre la felicidad. Ahí van los diez mandamientos para no ser infeliz.

Primero
. No intente ser feliz todo el rato. La felicidad es una emoción positiva universal y, como todas las emociones básicas, efímera. Ahora bien, cuando sienta ese gusanillo en su interior que le dice que se siente bien, dígaselo en voz alta a sí mismo: «¡Estoy bien!».

Segundo
. Intente disfrutar la preparación y la búsqueda de sus metas y objetivos. Haga como mi perra, que es más feliz cuando está esperando la comida que cuando pone el hocico en el plato de cereales.

Tercero
. La felicidad es, primordialmente, la ausencia del miedo. Aparte de su imaginación, todo lo que le puede generar miedo e intranquilidad. Cabe una cierta ansiedad provocada por los preparativos, pero elimine los grandes miedos de su vida, por lo menos durante una temporada. Para perder el miedo a las cosas pequeñas hay que habérselo perdido a las cosas grandes, como la perspectiva de la muerte o la falta de trabajo.

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