Expatriados (27 page)

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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

BOOK: Expatriados
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—Te buscaré cuando lo tenga.

Empezó a nevar cuando se encontraban a medio camino del ascenso a la montaña y los copos se hicieron más espesos mientras el coche avanzaba, con el tráfico volviéndose más lento y las cunetas llenándose de camionetas cuyos conductores estaban arrodillados en la grava húmeda colocando cadenas. Un cambio de rasante después de otro, rectas de apenas cien metros y después la bajada, la carretera encajada entre barrancos pronunciados, tozudos pinos y chalés de madera encaramados precariamente a la montaña.

El lunes por la mañana había caído casi un metro de nieve y las nubes había huido durante la noche. Por la ventana que daba a la estación de esquí, al centro infantil y a los cafés y tiendas, el amanecer se veía rosa y gris. Cuando Kate entró en la sala de estar, se quedó boquiabierta por el paisaje, que durante las primeras treinta y seis horas que había pasado en la montaña había permanecido envuelto en nubes y niebla pero que ahora estaba completamente claro, la fotografía perfecta de los Alpes. Alpe sobre Alpe sobre Alpe, todos cubiertos con una nieve blanca que parecía recién pintada.

Julia se acercó esquiando desde el remonte, deslizándose sin esfuerzo.

—Madre mía —dijo—, menuda preciosidad.

Besó a Kate en la mejilla. Bill también llegó esquiando y estrechó la mano de Dexter y le dio una palmada en el brazo.

La nieve era de un blanco cegador y el paraje parecía extenderse hasta el infinito en todas las direcciones, como si el mundo entero hubiera sido colocado debajo de un microscopio con una lente recién limpiada. Las vistas hacia el norte abarcaban cuatro montañas, a continuación un lago de aguas plateadas y luego más montañas a lo lejos, como pequeñas muescas en la inmensidad del cielo azul.

—¿Vamos? —dijo Bill impulsándose con los palos de esquí.

—¡Vamos a ello! —contestó Dexter, más entusiasta ahora que hacía un rato. Se había mostrado inseguro, aterrorizado, cuando habían tenido que esquiar después de la tormenta, cuando el remonte que llevaba hasta la cima dejaba a los esquiadores en mitad de una extensión de nieve de casi tres mil metros de altura, por encima de las copas de los árboles, sin bosques que mitigaran los elementos y ningún lugar donde esconderse, imposible ver los límites de las pistas, visibilidad de solo veinte metros, a un segundo de no ver adónde ibas. Después de subir una sola vez, Dexter se había negado a esquiar en los picos más altos y se había retirado a los pies de la montaña, a las tranquilas pistas que discurrían entre árboles.

—Necesito saber adónde narices voy —había dicho. Mientras descendían por una de las pistas fáciles, Kate no había podido evitar ponerse a filosofar. También a ella le gustaría saber adónde narices iba y se preguntaba si alguna vez podría.

Ahora estaban de vuelta en la cima, una experiencia del todo distinta con aquel sol cegador. Kate bajó las gafas que llevaba encajadas en el casco y se las ajustó alrededor de los ojos, notando cómo la suave gomaespuma le oprimía ligeramente los pómulos y la frente, sellándole los ojos en un capullo color rosa.
La vie en rose
. Le vino a la mente como un fogonazo la sangre en la alfombra manando de la cabeza de Torres, sus ojos inertes, el llanto de un bebé.

Se sacudió el recuerdo con un escalofrío y esquió hasta el borde de la pista, un descenso rápido con el viento en la cara y levantando remolinos de nieve sobre la superficie.

—Voy yo primero —dijo Bill mientras se lanzaba desde la salida. Dexter no parecía muy convencido sobre esta pista, pero le imitó, obediente. Después Julia.

Kate se quedó arriba mirándolos, los tres esperando a verla saltar por un barranco.

Se detuvo al llegar a una curva pronunciada de la pista. Habían transcurrido tres días desde su encuentro con Kyle en Ginebra y era el momento de que apareciera esquiando como salido de ninguna parte, se detuviera y le contara…, ¿le contara qué?

Que aquellos agentes del FBI estaban investigando algo que no tenía nada que ver ni con ella ni con Dexter. Eso era lo que Kate más quería en el mundo ahora mismo: esa noticia harto improbable.

Esperó unos cuantos segundos más, medio minuto, mirando el mullido y blanco paisaje, campos de malvavisco. No vino nadie.

Renunció a seguir esperando y reanudó el descenso, trazando las curvas en silencio sobre la nieve en polvo. Los límites de la pista estaban señalados por estacas que llegaban hasta el final, allí donde convergían media docena de pistas y había tres remontes, un puñado de cafés, cientos de hamacas de lona dispuestas al sol, gente reclinada sin sus anoraks, fumando y bebiendo cerveza a las once de la mañana. Dexter y Julia estaban en uno de los cafés, con las botas desabrochadas, descansando.

Kate se acercó a Bill. Avanzaron con los esquís puestos a través de la gente, abrieron la cancela y clavaron los palos en el suelo. Se volvieron hacia la silla del remonte que daba la vuelta con gran estruendo metálico, después la barra de acero de delante avanzó hacia ellos hasta chocar contra la parte posterior de sus rodillas, obligándoles a sentarse deprisa y con mayor brusquedad de la que esperaban, haciéndose daño en el trasero.

No había nadie más en el telesilla, que se movía a gran velocidad, primero sobre un terreno llano y después sobre una inclinación pronunciada, la pared de una montaña recubierta de una tela de araña de vetas minerales. Rocas varicosas.

—Es estimulante, ¿no? —preguntó Bill.

El telesilla llegó a un valle poco profundo que se abría en una de las laderas de la montaña, un arroyo caudaloso rodeado de pinos semienterrados en la nieve, orillas pronunciadas y agua de aspecto gélido, un lecho de río pedregoso, miles y miles de piedrecillas, rosas y grises, blancas y negras, marrones y pardas, grandes, pequeñas y medianas.

—Cuando estás bajando, no sabes lo que te vas a encontrar.

Dejaron atrás el valle y pasaron sobre otra cara rocosa, después una ladera accidentada, témpanos y montículos de nieve, grandes piedras desperdigadas como pelotas empujadas por gigantes. Estaban a mucha altura, en uno de esos puntos en un descenso de tres mil metros en que el remonte está más alto que los seis metros acostumbrados, a quince o incluso a veinte.

El remonte redujo la velocidad y después se detuvo.

Expuestos al viento, al frío, balanceándose hacia atrás, la reacción lógica al impulso hacia delante anterior. La tercera ley de Newton, allí, en lo alto de la montaña. Balancearse hacia delante y después hacia atrás. Adelante, atrás.

Un chirrido.

Kate sintió un escalofrío. Aquello era un error. No debería estar sola allí en lo alto, con Bill.

El viento arreció, aullando y aumentando el balanceo de la silla e intensificando el chirrido de los ejes. El frío insoportable de estar atascado en un remonte en un día de viento, expuesto a los elementos.

Kate miró hacia arriba, donde la silla estaba unida al cable por una abrazadera que tenía aspecto de remate de cordón de zapatos.

—Da un poco de miedo, ¿no?

Se llamaba herrete, el remate de cordón de zapato.

Bill se inclinó y miró hacia abajo.

—Si nos caemos desde aquí, ¿tú crees que nos mataríamos? —El cabo con aspecto de herrete parecía haber sido pinzado al cable con unos alicantes gigantes y Kate podía ver la costura por donde se abriría—. ¿Tú qué crees?

Kate miró a Bill. A través de los cristales rosados de sus gafas adivinaba algo nuevo en su semblante, algo que no había visto nunca antes. Algo cruel.

—¿Alguna vez has temido por tu vida, Kate?

Eduardo Torres vivía en una suite del Waldorf, el hotel donde se hospedan los presidentes de gobierno cuando pasan por Nueva York para hacerse una foto en el edificio de Naciones Unidas y en un teatro de Broadway, un partido en el estadio de los Yankees. Torres, sin embargo, no se hospedaba en la suite presidencial, no era presidente ni lo había sido nunca. Pero estaba convencido de que debería serlo. Y no solo presidente de México. Torres tenía planes grandiosos que incluían un supraestado panamericano —el Consejo de las Naciones— del que él sería máxima autoridad, presidente de facto del hemisferio occidental y de los quinientos millones de personas que vivían al sur de la frontera de Estados Unidos.

Pero primero tenía que orquestar un regreso triunfal de su exilio no oficial. Cuando perdió las elecciones, no se había tomado bien la derrota, antes al contrario, había objetado públicamente la misma. Había incitado a la violencia, lo que a su vez había instigado más violencia, poniendo su vida en peligro. Así que había huido de su complejo de Polanco a Manhattan, donde no necesitaba contratar un regimiento entero para poder cenar sin peligro en un restaurante. En Estados Unidos se sentía seguro con solo un puñado de guardaespaldas.

Torres había dedicado el año anterior a intentar forjar alianzas y recaudar dinero para las siguientes elecciones, o para un golpe de Estado o lo que fuera que tuviera planeado para su regreso al poder; se engañaba a sí mismo. Nadie en su sano juicio estaba dispuesto a darle apoyo de ninguna clase.

Empezaba a estar desesperado y su desesperación lo hacía cada vez más inviable como candidato, lo que a su vez aumentaba su desesperación. Un círculo vicioso.

Mientras tanto, Kate acababa de viajar al sur de México en la que resultó ser su última misión en el extranjero. Mantuvo una serie de reuniones no especialmente clandestinas con políticos locales tratando de trabar amistad —o al menos no enemistarse— con aquellos generales, empresarios o alcaldes que tarde o temprano pondrían en marcha sus campañas electorales. Pasó horas sentada en sus jardines interiores con muros encalados cubiertos de buganvilla morada, sorbiendo tazas de café fuerte en tazas de cerámica de alegres colores servidas en bandejas de plata, escuchando su palabrería.

Después regresó a Washington, a su marido y a su primer hijo, entonces de seis meses. Caminaba por G Street, de vuelta a la oficina después de comer, cuando un coche oficial se detuvo junto a la acera. El conductor bajó la ventanilla.

—El señor Torres querría que le dedicara unos minutos.

Kate sopesó rápidamente sus opciones, sus posibles respuestas. Por muy irracional que se estuviera volviendo Torres, era imposible que intentara hacer daño a una agente de la CIA en Washington.

—Se aloja en el Ritz y ahora mismo está libre.

Kate subió al asiento trasero y cinco minutos más tarde entraba en el vestíbulo del hotel, donde un guardaespaldas la recibió e intentó acompañarla a la suite de Torres.

—De ninguna manera —dijo Kate—. Me reuniré con él en el bar.

Torres se juntó con ella en el bar del vestíbulo, pidió una botella de agua e inquirió por su salud, un preámbulo de cortesía que duró treinta segundos antes de que empezara a pontificar. Durante media hora Kate le escuchó hablar de sus penas, de su proyecto para México y para América Latina. Hacía diez años que conocía a Torres y no quería hacerle enfadar a no ser que fuera estrictamente necesario.

Torres pidió la cuenta al camarero. Le dijo a Kate que volvía a Nueva York a la mañana siguiente y que esperaba volver a mantener una charla en cuanto ella pudiera. Kate le dijo que lo consultaría con sus superiores.

Torres asintió despacio cerrando los ojos, como expresando una profunda gratitud.

Kate se levantó.

Fue entonces cuando Torres se llevó la mano a la chaqueta y sacó algo del bolsillo del pecho. Lo apoyó en la mesa de madera de cerezo pulida sin decir nada.

Kate bajó la vista. Era una fotografía de siete por doce centímetros en papel brillo. Se inclinó para verla mejor, era una imagen clara y nítida, obviamente tomada con un potente teleobjetivo.

Se enderezó con deliberada lentitud tratando de mantener la calma. Sus ojos fueron de la fotografía al hombre al otro lado de la mesa.

Torres tenía la mirada perdida, como si aquella amenaza implícita no tuviera nada que ver con él. Como si él solo fuera el mensajero y todo aquello no fuera más que un asunto feo entre Kate y otra persona.

21

Bill descendió delante de Kate por una pista muy inclinada de nieve virgen, con espesos bosques a uno de los lados y en el otro una montaña escarpada con postes que limitaban los bordes que señalaban la dificultad de bajada. Eran negros, por tanto era una pista por encima de las capacidades de Kate. Bill parecía determinado a llevarla hasta el siguiente nivel. Kate podía negarse o intentarlo y fracasar. En cualquier caso, no sería lo que él quería.

Descendió con dificultad por aquella ladera infestada de escollos. Una pareja de adolescentes temerarios pasaron a su lado a gran velocidad y desaparecieron en cuestión de segundos. Kate y Bill estaban de nuevo solos en el profundo silencio de una alta montaña nevada en la frontera franco-suiza.

Atravesó el accidentado trecho hasta donde la montaña terminaba de forma abrupta en la intersección con el cielo. Conforme se acercaba al borde del precipicio, podía ver el paisaje más allá de la montaña, pero no la pared de esta, demasiado vertical. Había un letrero terrorífico, un pictograma de un esquiador precipitándose en el aire como un molinillo, con un solo esquí y agitando un bastón en el aire. Muerte segura, parecía anunciar.

Bill la seguía de cerca.

—Vas muy bien —dijo.

A Kate estas palabras no la tranquilizaron. Decidió pararse, pero no lo hizo, continuó avanzando; de nuevo decidió detenerse, pero una vez más no lo hizo, sino que empezó a esquiar más y más deprisa, mientras se sentía cada vez más nerviosa y oía el ruido de los esquís de Bill a su espalda y era consciente del precipicio a su izquierda, nueve metros hasta un promontorio rocoso y otros siete hasta el fondo de un barranco. Entonces su esquí izquierdo derrapó hasta acercarse al borde, al aire.

Giró súbitamente para ponerse a salvo y clavó los bastones en la nieve mientras hacía fuerza con el esquí derecho hasta detenerse con brusquedad.

Se dio cuenta demasiado tarde de que se había parado sin avisar. Estaba aún procesando esta información cuando escuchó un grito.

Notó el bastón de Bill tratando de apartarla de su camino.

La punta de su esquí contra el de ella.

La colisión, el golpe en la cadera, en el torso, el hombro y el brazo y de repente estaba en el aire, propulsada hacia el borde de la pista, hacia las rocas que limitaban la ladera, precipitándose lateralmente hacia una caída mortal. Había soltado los bastones, que sin embargo seguían sujetos a las tiras de nailon de sus muñecas, había perdido un esquí y trataba de recordar si alguna vez había recibido un consejo —en cualquier sitio, las
girl scouts
o durante su entrenamiento en la Granja, incluso en el ESPN o, quién sabe, quizá en el PBS— sobre qué posición adoptar cuando te caes por un precipicio de más de quince metros de altura sobre un suelo de rocas.

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