Kate había decidido tirarse un farol en todo aquel teatro mal disimulado y se sentó en una silla en el comedor vacío. Se tomó su tiempo desabrochándose la bota muy despacio, esperando a que Julia se decidiera, temiendo que no lo hiciera. Y entonces lo hizo.
—Shhh —susurró Kate señalando con la cabeza el aseo de señoras—. Julia está ahí dentro. Deprisa.
—Sospechan que ha robado dinero.
Kate miró las gafas alrededor del cuello de Kyle, que le hicieron pensar en micrófonos ocultos, aunque no podía imaginar qué sacaría nadie de escuchar aquella conversación.
—¿Cuánto?
—Cincuenta millones.
—¿Cómo? —Kate tuvo que hacer un esfuerzo por no tartamudear—. ¿Cuánto has dicho?
—Cincuenta millones de euros.
Se echó agua a la cara y se miró en el espejo con las facciones chorreantes.
Las cosas que ella y Dexter no se habían dicho estaban más allá de lo comprensible. Habían ido haciéndose más grandes durante meses, años, durante todo el tiempo que había durado su relación. Pero ahora las mentiras se aceleraban. Crecían a un ritmo exponencial.
¿Cómo ocultarle aquello a su marido?
Por otra parte, ¿cómo podía contárselo? ¿Cómo explicar sus sospechas, sus acciones, sus contactos? ¿Le contaría que había entrado en el apartamento de Bill? ¿El encuentro con Hayden en Múnich y el agente disfrazado de chófer de Berlín y ahora lo de Kyle, sentado ahí fuera? ¿Con los niños? ¿Cómo podría explicar alguna de esas cosas sin decirle que era agente de la CIA? ¿Sin destapar para siempre la caja de los truenos?
Estaba atrapada en un velo de silencio opresivo. Y la culpa era solo suya.
—Lo que hay que hacer, lo que yo tengo que hacer, es ponerme en el lugar del atacante, del pirata informático. ¿Qué haría para entrar en un sistema?
Dexter estaba reclinado en la silla, sin afeitar y con la cara quemada por el sol, despeinado y con la mirada no demasiado serena, explicando en qué consistía su trabajo a Kyle, nada menos.
—Así que tengo que investigar, encontrar los puntos débiles. ¿Es la arquitectura del sistema? ¿El antivirus? ¿Los protocolos de actualización de software? ¿O es el espacio físico, la distribución de la oficina, el acceso al ordenador principal, el caos de la hora del almuerzo? ¿Acaso es un problema de organigrama? ¿Quizá los empleados no tienen la formación suficiente o son necesarios nuevos procedimientos de elección, cambio y protección de sus contraseñas?
Kate miró a los niños, que estaban concentrados en comer, muertos de hambre, hundiendo la cuchara en la sopa como prisioneros fugados, devorando patatas fritas y bocadillos entre sorbo y sorbo. Jake se detuvo para beber agua, tras lo cual casi se quedó sin aliento, y después siguió comiendo.
Tenían las mejillas rojas y los labios cortados por el viento y la camarera de grandes pechos llevaba una camisa de cuadros muy escotada y el metre era el vivo retrato de la salud. Todas las personas allí parecían pintadas sobre un escenario decorado con trineos de época, bastones de esquiar de madera colgados de las paredes, un mueble alto lleno de botellas de vino y un gran fuego en la chimenea. Gruesos tableros a modo de mesas, cazos con
fondues
y fuentes de patatas fritas.
Dexter puso a un lado lo que quedaba de su
tartiflette
, otro plato más de tonos blanquecinos, y dio un largo trago de cerveza de una enorme jarra; a continuación, prosiguió con su discurso:
—El mejor
hacker
no es el experto en los aspectos técnicos de diseño e ingeniería informática, en los puntos débiles de los puertos, códigos o el software. No. Esas son las cualidades de un buen programador. Un buen pirata es un experto en psicología humana, capaz de identificar y explotar las debilidades que todo sistema, que toda organización tienen: la debilidades humanas.
Kyle le escuchaba embelesado.
—Y una vez que descubro cómo puede haber entrado un
hacker
en el sistema, entonces tengo que imaginar cómo planea salir sin ser detectado.
Julia y Bill intercambiaron una mirada rápida que Kate apenas detectó.
—Hay muchas posibilidades de que te descubran intentando extraer algo de algún sitio. Que se lo digan a esos que están cumpliendo treinta años en una prisión federal por haber robado un banco. Entrar y hacerse con el dinero es la parte fácil. Lo difícil, siempre, es salir. Sobre todo sin ser detectado.
Después de inspirar profundo, Kate había llamado —con delicadeza— a la puerta, un suave y educado golpe, toc-toc. Como si fuera alguien del servicio de habitaciones o una esposa considerada.
Aquella era la clase de operación que debía terminarse en menos de medio minuto, entrar y salir, ya que todo dependía del elemento sorpresa. Y llamar con fuerza a la puerta habría arruinado el elemento sorpresa.
Contó los segundos —seis, siete— mientras resistía el impulso de llamar de nuevo, algo que también mitigaría la sorpresa —ocho, nueve—, hasta que el picaporte giró y la puerta se abrió con un solo chasquido. Entonces Kate se lanzó hacia delante con todas su fuerzas, empujando con los hombros y derribando a Torres.
Este retrocedió tambaleante hasta la sala de estar de la suite en un intento por no perder del todo el equilibrio y se cayó de espaldas hasta quedar sentado, al tiempo que se daba cuenta del grave error que había cometido. De alguna manera, de todos los errores que había cometido en sus cincuenta y siete emocionantes, llenos de acontecimientos y satisfactorios años de vida, de todas las personas —cientos, miles de ellas— a las que había tocado las narices, le parecía asombroso que fuera precisamente «aquella chica» la que iba por fin a matarlo y en ese preciso instante. Nunca debió contratar a aquel fotógrafo para que sacara aquellas fotografías de su sala de estar en Washington. Nunca debió haber revelado aquellas instantáneas en papel brillante de la madre con su hijo pequeño leyendo un libro en el sofá. Nunca debió haber dejado esa fotografía en la mesa del bar del hotel. Nunca debía haberle hecho aquella amenaza implícita a su vida, a la seguridad de su familia.
Abrió la boca para suplicar por su vida, pero no tuvo ocasión de hacerlo.
Mientras Torres caía al suelo —con dos balas en el pecho y una en la cabeza disparadas con silenciador, muerte segura—, Kate escuchó al bebé llorar y, cuando levantó la vista, vio a una mujer joven que salía del dormitorio.
—¡Kate! ¡Hola!
Carolina saluda con la mano mientras se acerca. Otra expatriada que camina por otra estrecha acera de París sonriendo, en esta ocasión se trata de una de las madres del colegio, holandesa. Otra mujer con un gran juego de maletas comprado en un radio de tres kilómetros de donde se encuentran, en la Rue de Verneuil, a escasa distancia del sombrío Pont Royal que cruza el Sena hacia el Louvre y las Tullerías.
Carolina empieza a hablar, una retahíla atropellada de exclamaciones y expresiones de entusiasmo. Es una mujer que se entusiasma con facilidad, socialmente ambiciosa y muy simpática, de una extroversión casi patológica, siempre repartiendo invitaciones a algo entre la amplia comunidad de expatriados de la margen izquierda. Los holandeses, tal y como ha tenido ocasión de comprobar Kate, son muy extrovertidos.
Apenas presta atención al parloteo y se limita a mirar los labios de Carolina sin entender en realidad el monólogo, algo sobre un café remodelado allí cerca, en la Rue du Bac, y cuándo van a hacer la primera cena de madres de este curso y que hay una americana nueva de Nueva York. ¿La conoce Kate?
Kate sonríe y asiente a su amiga, a esta mujer que conoce desde hace un año, esta mujer a la que ve casi a diario, en ocasiones hasta dos y tres veces, ante la gigantesca puerta verde de la escuela en la calle empedrada, en el café de al lado y en el restaurante que está calle arriba. En el
tabac
y en la
presse
, en parques infantiles y en jardines, en el Musée d’Orsay y jugando al tenis y tomando café, comprando ropa de niño y vino tinto, zapatos y bolsos, cortinas y candelabros, además de juegos de maletas de diez piezas.
Esta mujer a la que quizá Kate no vuelva a ver nunca, esta conversación que puede ser la última que tengan. Así es la vida de los expatriados, nunca sabes en qué momento van a desaparecer para siempre, a mutarse en un fantasma como por ensalmo. Antes de que transcurra poco tiempo, habrás olvidado su apellido, su color de ojos, los cursos que estudiaban sus hijos. No concibes no verla mañana. Tampoco te concibes siendo uno de ellos, una de esas personas que un buen día desaparece. Pero lo eres.
—¿Te veo mañana? —pregunta Carolina. Piensa que se trata de una pregunta retórica.
—Sí —contesta Kate sin pensar en lo que dice, pero entonces se da cuenta de que en el fondo está convencida de otra cosa del todo distinta, de que quiere poner en práctica un plan al que lleva dando vueltas durante la última media hora.
Sabe que no necesitará hacer por enésima vez las maletas de fin de semana ni llenar el depósito del Audi. Su familia no se va a ninguna parte. Ni esta noche ni mañana.
Hay otra clase de vida que Kate puede llevar aquí. Y sabe cómo hacerla posible.
¡Pop!
Kate se giró, sobresaltada por el sonido de Cristina descorchando una botella, con demasiada prisa o demasiado borracha para hacerlo girar despacio y, en lugar de ello, tirando y dejando que el líquido rebosara sobre un paño de cocina, limpiando después la botella y sirviendo deprisa y sin cuidado, derramando parte. Debía de haber un montón de botellas vacías en la cocina.
Aquella era la primera reunión social a la que acudían desde que fueron a esquiar y a cenar con los Maclean, una semana antes. Habían vuelto a Luxemburgo el día anterior.
Cristina volvió a llenar la copa de Kate, era de cristal grueso. ¿Esta gente de verdad tenía docenas de juegos de copas de champán? ¿Cristalería por valor de mil dólares, o más?
Reparó en Julia, en la habitación contigua. La última vez que habían hablado fue en pleno trasiego a la puerta del restaurante de la estación de esquí, falsos besos en la mejilla, distraída por el cansancio de los niños y por la compañía, inesperadamente grata, de Kyle, además de por la noticia de que aquellos agentes del FBI sospechaban que su marido había robado cincuenta millones de euros.
Kate todavía no le había dicho nada a Dexter.
El idioma que predominaba en la fiesta era el inglés; todos lo hablaban. Pero, puesto que los anfitriones eran daneses, también se oían murmullos en dicha lengua, que Kate no distinguía del sueco o del noruego, y apenas del holandés y el alemán. Las lenguas romances se le daban bien, podía comunicarse en todas, incluso hablaba un poco de portugués, que tenía algunos sonidos que se las traían. Pero estas lenguas nórdicas eran un auténtico galimatías.
Julia la buscó con la mirada y Kate inspiró profundamente, tratando de calmarse.
Dexter llevaba vaqueros y una camisa negra, igual que algunos otros hombres de la fiesta. Pero la de Dexter era la única camisa que no iba remetida en los pantalones; los demás hombres llevaban gruesos cinturones con hebillas que simbolizaban su estatus, anagramas de oro o plata, una hache grande en letra serifa, una ge enmarcada; aquellas hebillas lo decían todo. A Dexter jamás se le habría ocurrido comprarse un cinturón con una hebilla así ni meterse la camisa por dentro para lucirla como símbolo. Ese no era su marido; Kate lo conocía y sabía que no era así. Aunque en realidad no lo conocía tan bien.
Miró a los hombres que había allí. Los banqueros con sus relojes de platino y sus zapatos de punta estrecha y piel de cocodrilo, sus vaqueros elásticos y sus camisas, mezcla de seda y algodón con botones nacarados de madreperla y ojales hechos a mano, hablando de marcas de esquís y chalés en Suiza, de mansiones en España y de vuelos a Singapur en primera clase, el modelo de Audi para el año siguiente y el de Jaguar del año anterior, la posición del dólar frente al euro, cuentas de beneficios, venta de acciones. Dinero: ganarlo, gastarlo. Comérselo, bebérselo, vestirlo.
Dexter le había regalado a Kate un reloj por Navidad, de oro y con correa de piel, sencillo y elegante. El precio estaba en la
vitrine
de la Rue de la Boucherie, a la vista de cualquiera: 2.100 euros. Todos los maridos iban a comprarlos a las calles del centro dos veces al año, por Navidad y por los cumpleaños de sus mujeres. Miraban los escaparates de los mismos comercios, comparando los mismos precios que las mujeres, de manera que todo el mundo sabía cuánto costaba exactamente cada bolso: el de tamaño mediano, 990 euros; el que tenía bolsillos más grandes, 1.290.
Y las mujeres, todas aquellas madres, exabogadas, exprofesoras, expsiquiatras y expublicistas. Expatriadas y exalgo. Ahora eran cocineras y limpiadoras; salían de compras y a comer. Llevaban encima etiquetas con precios, el indicador de la renta de sus maridos y de la disposición de estos a gastársela en nada. En buena voluntad matrimonial.
¿Se había convertido Dexter en uno de esos maridos sin que Kate lo supiera? De ser así, lo mantenía en secreto y Kate se lo permitía. Porque no pensaba que un cara a cara, habida cuenta de que el FBI iba detrás de él, fuera una buena idea. Iba a tener que descubrir la verdad por sí sola. Y tenía tantas posibilidades como el que más. Mejor aún, tenía acceso a su ordenador, a sus propiedades, a su agenda diaria. A su historia. A su mente.
—Hola, Kate —dijo Julia.
Kate no era capaz de leer la expresión en la cara de Julia. Se sentía incapaz de determinar a qué nivel de sinceridad, o de engaño, habían acordado comportarse allí, en medio de toda esa gente. La sinceridad es un continuo consenso.
¿Sabía Julia que Kate sabía que era una agente? ¿Y que estaba al tanto de su misión?
Kate se tragó el orgullo o el desagrado. Su instinto de protección y su hostilidad.
—Hola, Julia.
¿Qué tipo de soledad era aquella? Rodeada de gente, cercada por mentiras y sin poder para contar la verdad a nadie. Conocidos, amigos, su círculo íntimo, incluso su alma gemela, la persona más importante de su vida, su socio, su aliado, su todo. Dexter reía inclinando la cabeza hacia atrás con total despreocupación. Tenía las gafas torcidas, la melena despeinada y una media sonrisa en los labios. Le quería tanto…, incluso cuando le odiaba.
Kate reflexionó sobre su marido, sobre los secretos que había entre los dos y la distancia que dichos secretos creaban. Sus secretos: su vida secreta. El hecho de que le había espiado y planeaba seguir haciéndolo, el gigantesco muro de mentiras que crecía cada día, con cada conversación que no tenían, con cada confesión que Kate evitaba hacer.