Experimento (28 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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—Algo encontraremos para ti —masculló, y se volvió hacia uno de los redactores para preguntar—: ¿Se te ocurre algo? El aludido le mostró una nota del teletipo. —Los trabajadores de la construcción vuelven a las andadas. Van a manifestarse por no sé qué motivo...

—No, eso es demasiado bueno para Harley —gruñó Bolevil con el rostro rojo como un tomate—. Quiero algo en el este de la ciudad, en Bedford Stuyvesant o en Brownsville.

En aquel momento sonó el teléfono rojo —el que comunicaba directamente con Tibbett— y Bolevil poco menos que se abalanzó a contestar. Su voz se dulcificó asombrosamente y el hombre no tardó en olvidarse por completo de Jude, circunstancia que éste aprovechó para hacer un discreto mutis y regresar rápidamente a su cubículo.

Desde allí llamó a un amigo, Chuck Roberts, el coordinador del periódico dominical. Años atrás, Jude había ayudado a Roberts a reponerse de un penoso divorcio, con lo cual Roberts contrajo con él una deuda de agradecimiento que iba pagando a cómodos plazos.

—Hola, soy Jude. Necesito que me eches una mano. ¿Tienes algo para mí?

—¿Quién anda jodiéndote esta vez?

—El Gusano.

—Bah. Creía que se trataba de algo serio.

—Es bastante serio. Bolevil puede desbaratar todos mis planes.

—¿Cuál es el problema?

—Necesito tomarme el resto del día libre.

—Vente por aquí. Llamaré a los de Local para decirles que en el Dominical son imprescindibles los valiosísimos servicios de Jude Harley.

El Departamento del Dominical se consideraba a sí mismo como una torre de marfil que se alzaba por encima del mundanal ruido del periódico diario. Publicaba artículos sobre cuestiones tan intemporales como la mejor forma de preparar el gazpacho y cómo conseguir que tu perro te quiera. En uno de los tranquilos pasillos del departamento, Jude encontró un pequeño cubículo vacío con una media ventana que daba a la Quinta Avenida.

Conectó el ordenador, marcó la contraseña que había escogido hacía años —«Ludita»— y entró en la red. Llegó a un motor de búsqueda y tecleó el nombre del Instituto para la Investigación sobre la Longevidad Humana. El ordenador tardó un buen rato en responder. Jude salió a por otro café y al regresar vio que la búsqueda había obtenido 984 resultados.

Desalentado, comenzó a leer la larguísima lista, en la que había de todo: investigación, remedios, anécdotas, casos clínicos, hechos históricos, mitos, supersticiones, hombres, mujeres, niños, antioxidantes genéticos, restricción calórica, sustitución de órganos, terapia de hormonas, esperanza de vida, gerontología. Casi al azar, hizo clic en uno de los documentos, que aparecía bajo el nombre de «drosophila», y leyó el contenido.

Michael R. Rose, un genetista que siente una pasión obsesiva por el proceso de envejecimiento, es hombre de grandes ideas y pequeñas acciones. Desde 1976, cuando era estudiante de postgrado en la Universidad de Sussex, viene trabajando en la radical idea conocida como teoría evolucionaría del envejecimiento. Para sus investigaciones ha utilizado la humilde mosca de la fruta. Comenzó con doscientas hembras de mosca metidas en botellas de leche. Luego, cada vez que se reproducían, Rose escogía únicamente los huevos de las más longevas. En sus desplazamientos profesionales de una universidad a otra, se llevaba consigo su colección de moscas. Hoy en día, en la Universidad de California, Ir-vine, Rose preside una población de más de un millón de moscas. Pero no es el número lo que ha llamado la atención del mundo científico, sino la edad de los insectos, que llegan a vivir hasta ciento cuarenta días. Esto no parece mucho en términos humanos, pero para una mosca de la fruta supone doblar su lapso de vida normal. ¿Qué le parecería al lector vivir ciento cincuenta años en vez de los setenta y cinco que las estadísticas le asignan?

Jude encontró documentos similares referidos a gusanos, pájaros, peces de acuario y monos. Modificó la búsqueda, añadió «Jerome» y también «W». Como resultado, fue a parar a una página web. En la pantalla se fue formando poco a poco la imagen de un lagarto encaramado a una roca, cuyo único ojo visible parecía no perder de vista al espectador. La web parecía antigua y no contenía demasiada información, aunque había al menos una referencia al IPILH, que Jude supuso era la sigla del Instituto para la Investigación sobre la Longevidad Humana.

En el ángulo inferior izquierdo vio un recuadro donde ponía GRUPO DE DISCUSIÓN, e hizo clic sobre él. En la sala de chat había cuatro personas conversando.

—Todas las noches le rezo a Dios pidiéndole que me permita sobrevivir a la noche y a un día más. Al día siguiente hago lo mismo, y siempre funciona. Ése es mi secreto.

—¿Cómo se llamaba aquella mujer, la francesa que vivió hasta una edad increíble? Creo que conoció a alguien muy famoso.

—Se llamaba Jeanne Calment. Murió el año pasado a la edad de 122 años. De niña conoció a Vincent van Gogh, le vendió una caja de lápices de colores.

—Exacto. Y eso demuestra a qué edades es posible llegar, ¿no?

—Sí. Pero hay otros que han sido igual de longevos. Tendrán que cambiar los libros de récords, porque la gente vive cada vez más y más tiempo.

—Alguien se ha unido a nosotros. Hola, Ludita.

—Hola —respondió Jude.

—Estamos hablando, ¿de qué si no?, del envejecimiento. Y aquí «Matusalén» nos está diciendo que no nos preocupemos, que vamos a vivir para siempre ja ja ja.

—No, para siempre no. Pero es un hecho demostrado científicamente que la duración de la vida humana se está prolongando cada vez más. A finales del siglo pasado, la esperanza de vida en Estados Unidos era de 46 o 47 años. Ahora está en torno a los 76, aunque, naturalmente, mucha gente rebasa esa edad. La esperanza de vida seguirá aumentando.

—Pero existe un límite, ¿no?

—Ciertos hechos básicos son inevitables. Envejeces y mueres. Cuanto más viejo eres, más posibilidades tienes de morir.

—En realidad, eso no es cierto. Lo contrario es más cierto.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que el índice de mortalidad humana no se acelera uniformemente durante todo el lapso vital.

—Explícate, por favor.

—Eso a mí me suena a disparate. ¿Por qué creéis que no dejo de pedirle a Dios que me conceda un día más?

—Tus posibilidades de morir comienzan a reducirse alrededor de la edad de 80 años.

—Querrás decir que comienzan a aumentar.

—No, justo lo contrario. Si llegas a los 80, tus posibilidades de alcanzar los 81 aumentan ligeramente. El índice de mortalidad humana se estabiliza a los 110. Así que si llegas hasta esa edad, puede ocurrirte lo que a Madame Calment: que sigas tirando hasta los 122.

—Pero eso es absurdo.

—Contradice la lógica humana, pero la ciencia suele hacerlo. Tu sorpresa sólo demuestra lo mal que entendemos el proceso de envejecimiento.

Jude decidió intervenir en el debate.

—¿No crees que existe un límite para la cantidad de tiempo que podemos vivir?

—Sí, Ludita, claro que existe. Lo que digo es que ni siquiera nos hemos acercado a él. Durante este siglo hemos doblado nuestra esperanza de vida, y eso se ha conseguido utilizando únicamente remedios externos: dieta, ejercicio, vitaminas, etcétera. Todavía no hemos comenzado siquiera a manipular la duración de la vida desde dentro, por medio de la ingeniería genética.

—¿Eso se puede hacer?

—Se está haciendo. Y cuando eso se consiga, no existirá motivo alguno para pensar que no podamos vivir 150, 170 o incluso 200 años. Imagina todo lo que podrías hacer en la vida si dispusieras de 200 años.

—No me extraña que te hagas llamar Matusalén.

—Los accidentes no existen. Dime una cosa, Ludita: ¿estás interesado en este tema?

—Desde luego.

—¿Qué edad tienes?

—Treinta años.

—Aún eres joven. ¿A qué te dedicas?

Jude vaciló por medio segundo.

—Soy periodista.

—Vaya. Una honorable profesión.

—¿Y qué me aconsejas?

—¿Aconsejarte?

—Pensé que ibas a recomendarme algo.

—Sí. Ve a un buen gimnasio, come mucha fruta y verduras que contengan carotenoides, que sirven para eliminar los radicales libres. Corre ocho kilómetros diarios.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—Quisiera preguntarte otra cosa —escribió Jude—. ¿Qué significa Jerome?

—No tengo ni idea.

Otro participante intervino:

—¿Podrías explicar otra vez lo de que después de los 80 las posibilidades de morir disminuyen?

—Lo siento. Tengo que dejaros. He de darle de comer al gato.

Jude tecleó rápidamente:

—Una última cosa: ¿qué significa W?

—Es curioso que lo preguntes.

—¿Por qué?

—Hace mucho tiempo, yo hice esa misma pregunta en este mismo chat.

—¿Y qué respuesta te dieron?

—No la entendí.

—Pero... ¿¿¿Cuál fue???

—Dobles tú.

—¿Doble tú?

—Exacto. Bibi
3
.

—Bi.

Jude pulsó una tecla y el lagarto volvió a aparecer en la pantalla. Pulsó otra y se desconectó de la red.

CAPÍTULO 16

Skyler se dijo que, si quería dejar de llamar la atención, debía dejar de correr, así que aflojó la marcha y siguió caminando a paso vivo. Pero sudaba a mares, estaba jadeando y no dejaba de mirar atrás para cerciorarse de que nadie lo seguía. Le daba la sensación de que todo el mundo lo miraba, de que todo el mundo se daba cuenta del terror que lo dominaba. Y, ciertamente, los transeúntes lo miraban con extrañeza. Todas las personas que circulaban por la acera parecían tener un motivo para estar allí y un lugar al que dirigirse. Él carecía de lo uno y de lo otro, y ni siquiera tenía claro qué debía hacer a continuación. Había corrido llevado por el instinto, escogiendo las calles que, por algún motivo, le parecían menos peligrosas, del mismo modo que un zorro perseguido por la jauría se refugia siempre en la espesura.

Leyó un letrero: WASHINGTON SQUARE.

Verse rodeado por una multitud hizo que Skyler se sintiera aún más expuesto. La gente, además, le susurraba cosas. Unos individuos que iban y venían por el parque se acercaban a él y, haciéndose los desentendidos y sin casi mover los labios le decían: «María, maría», «Caballo», «Hielo negro», «Sinsemilla». No entendía el significado de aquellas palabras y, al principio, la misteriosa actitud de los hombres le hizo creer que trataban de advertirle de algo, quizá de un peligro. Sin embargo, cuando se volvía hacia ellos para preguntarles, los hombres se alejaban, y cuando los seguía, trataban de quitárselo de encima.

—Mierda, lárgate de una vez —le dijo un hombre que vestía pantalones y camisa negros y llevaba un sombrero vaquero color crema.

Skyler salió del parque y caminó dos manzanas hasta llegar a un café. Se sentó a una mesa situada en el rincón más oscuro y una joven que llevaba un top transparente le preguntó qué deseaba.

—Café —respondió.

—¿Solo o con leche?

Skyler se limitó a asentir con la cabeza. La camarera se encogió de hombros y se alejó para volver minutos más tarde con una taza que dejó sobre la mesa. Bebió el café a pequeños sorbos, reflexionando sobre su situación y preguntándose adonde podía ir. No deseaba dormir de nuevo en Central Park. Sacó el dinero que Jude le había dado y lo contó; dudaba mucho de que con esa cantidad pudiera hacer gran cosa.

A su espalda brillaron de pronto unas luces que convergieron en un pequeño escenario donde apareció un joven y fornido negro que movía los mandos de una pequeña caja negra. Sonó un estridente chirrido musical, tras el cual el hombre agarró un micrófono, se lo acercó a los labios y comenzó a gritar palabras que resultaban difíciles de entender. Al tiempo que cantaba, el negro movía espasmódicamente el cuerpo. Skyler se levantó de su silla y fue a la caja, situada junto a la salida.

—¿Cuánto es? —preguntó.

—Quince dólares.

Skyler puso cara de asombro.

—Quince dólares. Cinco por el café, y diez por el espectáculo.

Frunció el entrecejo y sacó un billete de diez y otro de cinco. Era casi un tercio de todo su capital.

—Oiga, por si no se había enterado, en este planeta se estila dejar propina —rezongó la cajera mientras iba hacia la puerta.

Él la miró desconcertado.

—Desde luego —murmuró ella, en un aparte—. Menudo gilipollas.

Skyler salió de nuevo a la calle. Las mejillas le ardían y seguía con la sensación de que era el centro de todas las miradas. ¿Cómo era posible que en un lugar tan inmenso y con tanta gente yendo en todas las direcciones todos parecieran estar pendientes de él?

Caminó tres manzanas hasta llegar a una amplia avenida. En la esquina, unos hombres jugaban al baloncesto en una cancha rodeada por una cerca metálica de tres metros de altura. Skyler conocía el deporte gracias a la televisión. Los hombres se movían con tal rapidez que resultaba difícil seguir el movimiento de la pelota. El sudor corría por las frentes y las espaldas de los jugadores, que se arremolinaban bajo la cesta, saltando y dándose codazos y caderazos, todos intentando hacer canasta.

De pronto Skyler se volvió y le pareció ver una figura conocida al otro lado de la avenida: un cuerpo fornido y una gran cabeza. Pero no lograba ver bien al hombre. El sol se reflejaba en la ventanilla de un coche estacionado y parecía que el individuo tenía una mancha blanca en la cabeza. Un ordenanza. No estaba totalmente seguro, pero el miedo le atenazó el estómago. Se volvió de nuevo hacia los jugadores y después giró otra vez la cabeza. El hombre de la acera de enfrente estaba mirando en otra dirección y no había visto a Skyler. ¿Sería posible?

Esta vez, Skyler ni siquiera hizo el intento de contenerse. Corrió calle abajo, dobló una esquina y se metió en el primer local abierto. Se encontró en el interior de una sala mal iluminada. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, miró en torno y vio a media docena de hombres que hojeaban revistas. Se dirigió al fondo de la sala y entró en otra pequeña habitación de la que salía un oscuro pasillo flanqueado por varias puertas. Abrió una y pasó al interior. Se encontró en un cubículo que estaba a oscuras salvo por la luz que se filtraba por un tabique de cristal transparente, tras el cual una mujer semidesnuda bailaba con lascivos movimientos. La bailarina llevaba únicamente un minúsculo taparrabos y sus enormes pechos, que eran como globos llenos de agua y le llegaban casi hasta el ombligo, oscilaban de un lado a otro con cada uno de los movimientos. Skyler vio cómo la forzada sonrisa de la bailarina se convertía en mueca de alarma en cuanto la mujer advirtió su presencia en el interior de la pequeña cabina. En ese mismo momento, un hombre que había permanecido sentado más adelante se puso en pie. Su primera reacción fue de sorpresa y la segunda, de indignación.

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