Experimento (38 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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—¿Y qué fue de él? —preguntó Tizzie.

—Probablemente se puso en contacto con el juez y ellos lo mataron.

—¿Y quiénes son ellos? —preguntó Tizzie perpleja.

—Eso es precisamente lo que tenemos que averiguar. Pero me apostaría cualquier cosa a que los responsables fueron esos matones del mechón blanco, los ordenanzas.

—O sea que, sean quienes sean, están dispuestos a todo —dijo ella—. Incluso a utilizar a los ordenanzas como asesinos.

—¿Y a quién te refieres tú al decir «ellos»? —le preguntó Jude volviéndose hacia ella.

Pero Tizzie, preocupada, respondió con otra pregunta.

—¿Y si esos ordenanzas están en estos momentos siguiendo nuestra pista?

No obstante, Jude seguía pensando en la pregunta que él le había hecho, y en aquellos momentos no se sentía con ánimos para tranquilizar a la joven. Sabía que luego, cuando volviera a su cuarto y recordase la conversación, volvería a darle vueltas y más vueltas al asunto.

Skyler tenía un aspecto terrible. El color había desaparecido de su rostro y la frente se le había perlado de sudor. Se tumbó en la cama y se volvió cara a la pared. Jude temió haberle dado la noticia de lo de Raisin con demasiada brusquedad. Tizzie le preguntó si se encontraba mal, le tocó la frente con la palma de la mano y dijo que parecía tener algo de fiebre.

Skyler dijo que deseaba quedarse solo. Sus acompañantes salieron de la habitación y cerraron la puerta con suavidad.

En el pasillo, Tizzie cogió a Jude por el codo.

—¿Cómo supiste que el cuerpo era de Raisin? —preguntó.

—No estaba seguro, era una simple sospecha. Pero una sospecha bastante fundada. McNichol, el forense de Ulster County, identificó inicialmente el cuerpo como el del juez. El ADN era el mismo. Por lo tanto, se trataba de un clon. Y no fueron tantas las personas que huyeron de la isla. Además, recordé que el juez estaba tomando Depakote, que se usa para el tratamiento de la epilepsia. Una de las organizaciones a las que el juez pertenecía se dedicaba a reunir fondos para la investigación de desórdenes neurológicos. Hasta que oí la historia de Skyler, no supe que Raisin también sufría de epilepsia.

Tizzie lo miraba impresionada.

—¿No te das cuenta? —continuó él—. Cada uno de los que están en esa isla es un clon de alguien del continente. Ése es el motivo de que los tuvieran allí. Una legión de dobles, eso es lo que son. Todo esto no es más que un horrible experimento.

Jude era consciente de que lo que estaba diciendo preocupaba a Tizzie, pero necesitaba airear las dudas que a él mismo lo estaban reconcomiendo.

—Hay algo que no entiendo en absoluto. Cuando el juez me vio, se llevó un susto de muerte. Prácticamente, se cayó de su sillón. Y no me explico por qué... En mi vida lo había visto. ¿Qué tengo que ver yo con él, o qué tiene que ver él conmigo?

»Y otra cosa. Cuando McNichol efectuó la autopsia, tomó muestras de los órganos para luego analizarlos, y alguien forzó la entrada en el quirófano y robó las muestras. ¿Por qué lo hicieron? Lo lógico habría sido que fuera para destruir las pruebas, de modo que a nadie le resultara posible demostrar que el cadáver era el de un doble. Pero, entonces, ¿por qué no se llevaron también las muestras de ADN? Fueron éstas las que al final establecieron la identidad del cadáver. Es absurdo, y la única explicación que se me ocurre es que no supieran lo que estaban haciendo. Pero no creo que fuera así. Querían aquellas muestras por algún motivo.

Tizzie, que parecía casi tan alarmada como Jude, retiró la mano del codo de éste. Dijo que se sentía indispuesta y que no le apetecía cenar. Dio media vuelta y se dirigió hacia su habitación. Jude la observó alejarse, con los hombros caídos, cosa inusitada en ella. Deseó seguirla, pero al comprender que hacerlo sería un error sintió un súbito aguijonazo de soledad.

Jude llamó al servicio de habitaciones y pidió un sándwich de jamón y queso, Coca-cola
light
, patatas fritas y café. Mientras esperaba a que se lo trajesen, abrió el ordenador y lo enchufó a la salida del teléfono. Se conectó a la red y no tardó en encontrar la página web de W en Jerome, Arizona. De nuevo la pantalla se llenó con la extraña imagen del lagarto encaramado a la roca. Entró en la sala de chat, en la que se estaba desarrollando un animado debate.

—¿...Recuerdas a Titón?

—¿A quién?

—A Titón... un personaje de la mitología griega. Era un joven y atractivo príncipe. Un día, Aurora, la diosa del amanecer, se enamoró de él. Quiso tomarlo como esposo, pero al fin y al cabo Titón no era más que un simple mortal con un lapso de vida corto, así que Aurora acudió a Zeus y le pidió que le concediera la vida eterna. Zeus lo hizo, y Aurora se llevó a Titón a su palacio. Durante años, todo fue bien y la pareja disfrutó de una permanente dicha. Pero hubo algo que Aurora olvidó.

—¿El qué?

—Se le olvidó pedir para su príncipe el don de la juventud eterna. Así que Titón envejeció más y más, hasta que perdió toda su fortaleza, el cuerpo se le encogió, y su voz se convirtió en un débil quejido. El pobre sufría todo tipo dolores y apenas podía moverse. Se encogió tanto que Aurora lo metió en un cesto y lo dejó en un rincón de su palacio, donde Titón, que se sentía totalmente infeliz, sólo deseaba morir. Pero no podía, así que siguió encogiéndose y encogiéndose, hasta que al fin se transformó en cigarra, cosa que siguió siendo por el resto de la eternidad.

—Entiendo lo que dices, pero, a pesar de todo, sigo queriendo vivir muchos años. Pensándolo bien, ¿qué tiene de malo la vejez?

—Todo. La dentadura se te echa a perder, bajas de estatura, caminas como un inválido, pierdes el control de la vejiga, te quedas sin memoria... ¿Le llamas a eso vivir?

—Bueno, ya conoces el viejo dicho: donde hay vida hay esperanza.

—Tonterías. Prefiero mil veces al doctor Kevorkian.

—Veo que tenemos a un nuevo visitante. Hola, Ludita. Estamos hablando sobre la vejez y aquí, el amigo Maquiavelo, es de los que prefieren vivir de prisa y morir joven. ¿Qué opinas tú?

Jude escribió la primera tontería que se le ocurrió.

—Creo que la vejez es demasiado buena para desperdiciarla en los ancianos.

—Ja ja. Eres tan gracioso como tu nombre.

—¿Alguno de vosotros ha hablado recientemente con Matusalén? —preguntó Jude yendo al grano.

—¿Quién es?

—Yo lo conozco, pero ya no viene por aquí. Llevo varias semanas sin hablar con él. ¿Por qué?

—Por nada. Simple curiosidad. Otra cosa: ¿por qué se llama esta web Jerome Arizona?

—No lo sé.

—Creo que porque en Jerome estaban los propietarios de la web cuando ésta apareció, hace mucho tiempo. Pero ninguno de ellos ha vuelto a asomar por aquí.

—¿Quiénes eran ellos? —preguntó Jude.

—No lo sé.

—Yo tampoco.

Jude no deseaba permanecer conectado a la red más tiempo del imprescindible.

—Tengo que marcharme —escribió.

—Okey. Recuerda: dentro de un minuto, te quedarán sesenta segundos menos de vida. Ja ja.

—Y hace un minuto a ti te quedaban sesenta segundos más de vida. Ja ja.

Salió de la sala de chat y, estaba a punto de apagar el ordenador, cuando advirtió que el icono del buzón estaba parpadeando. Alguien le había mandado un e-mail. Hizo clic sobre el icono, e inmediatamente apareció un mensaje en la pantalla cuyo remite no reconoció inmediatamente. En aquel preciso momento sonó una discreta llamada en la puerta, y a Jude el pulso se le aceleró, pues un sexto sentido le dijo que la que llamaba era Tizzie.

Leyó rápidamente el nombre del e-mail: procedía de la Universidad de Wisconsin y lo enviaba Hartman.

Se levantó y fue a abrir la puerta. En el umbral había un joven camarero sosteniendo una bandeja en alto. Servicio de habitaciones.

Jude lo dejó entrar. El camarero quitó la tapa de la bandeja, en la que había un pequeño sándwich rodeado de queso derretido. El camarero aceptó el dólar de propina sin articular palabra, salió y cerró la puerta con la prosopopeya de un mayordomo inglés.

Jude dejó la bandeja junto a la ventana y miró hacia la oscura y desierta calle. Pasó un coche lleno de adolescentes cuyas carcajadas se filtraron por el cristal hasta el interior de la habitación. Luego volvió el silencio. El sándwich estaba frío y correoso; lo dejó por la mitad y se comió las patatas fritas, empujándolas con tragos de coca-cola. Después bebió a sorbos el tibio café, con la vista en la calle. Pensó en su situación, en todas las posibilidades y permutaciones. Se sentía como caminando a tientas por la oscuridad. La alusión a la mitología griega le hizo pensar que se hallaba en el interior de un laberinto, doblando recodo tras recodo, a derecha e izquierda, sin ir a ninguna parte, pero consciente de que ante sí o a su espalda podía hallase el temido Minotauro, el monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre, que se alimentaba de carne humana.

De pronto se fijó en la pantalla del ordenador portátil, que seguía encendida.

El mensaje de Hartman rebosaba cordialidad, pero era bastante sucinto.

He estado pensando en vosotros y preguntándome cómo irían vuestras indagaciones. Espero que recordéis mis sabios consejos. Cuanto más pienso en vuestra situación, más me convenzo de que estoy en lo cierto. Otra cosa que creo debéis saber: un par de días después de que os marchasteis, aparecieron por aquí dos hombres preguntando por vosotros. Eran del FBI, o al menos eso parecían indicar las placas que llevaban. No les dijimos gran cosa, aunque tampoco teníamos mucho que decir. Y no los invitamos a nuestro plato especial. Un abrazo, Hartman.

CAPÍTULO 20

Siguiendo por la Ruta 40, llegaron a Flagstaff, Arizona, una ciudad situada entre pinares en lo alto de las montañas. Cuando llegaban a las afueras vieron tres toscas cruces clavadas en el suelo, cada una de ellas con un nombre pintado con rotulador.

De la autopista pasaron a una calle con semáforos llena de restaurantes de comida rápida y de hoteles: Burger King, Eco-no Lodge, Hilton, Hampton Inn, Del Taco, Sizzler y Denny s. En una gasolinera de Texaco vendían calaveras de res hechas de arcilla y polícromas piezas de alfarería hopi.

Tizzie ya se sentía mejor, pero Skyler, que iba atrás, se había pasado casi todo el viaje dormitando. Seguía encontrándose mal.

Jude buscó un lugar en el que alojarse. Estacionó frente a una casa de dos pisos situada frente a la pizzería Sbarro's y la hamburguesería Mountain Jacks. En el cristal de una de las puertas traseras un cartel anunciaba: SE ALQUILAN HABITACIONES. Jude se apeó del coche y miró calle arriba y calle abajo. Se hallaban en el campus de la Universidad Northern Arizona. Por la calle se veía a infinidad de jóvenes estudiantes informalmente vestidos.

Jude volvió a meterse en el coche y puso el motor en marcha.

—¿Por qué no alquilamos una de esas habitaciones? —preguntó Tizzie.

—El sitio es demasiado familiar. Seguro que la patrona mete las narices en los asuntos de todo el mundo y chismorrea con los vecinos. Llamaríamos demasiado la atención. Necesitamos un sitio anónimo, por el que pasen tantos viajeros que nadie se fije en nadie.

Enfilaron la Ruta 17 y setenta kilómetros más al sur Jude encontró lo que buscaba en Camp Verde, una moderna y anónima encrucijada de caminos. En una esquina había una gasolinera Giant en la que los precios se anunciaban con letras de más de medio metro de altura. Enormes surtidores de autoservicio permanecían a la sombra de la marquesina protectora. Enfrente había un Taco Bell y, separado de él por dos estacionamientos, un Country Kitchen. Al otro lado de la calle se veía un centro comercial coronado por un mástil de más de diez metros.

Un gran letrero azul y blanco con letras amarillas llamó la atención de Jude: Best Western. Junto a la puerta del motel-restaurante, un letrero verde y blanco anunciaba: DESAYUNO $2,99. El edificio, de ladrillo rojo, tenía dos plantas y era de forma rectangular, con amplias puertas color marrón y ventanas cuadradas cubiertas por dentro con tupidas cortinas que impedían el paso de la luz. En el centro del edificio, una escalera ascendía hasta una galería a la que daban las puertas de las habitaciones del segundo piso.

Jude entró a registrarse. Por la fuerza de la costumbre, pidió tres habitaciones. Al rellenar las tarjetas de registro, marcó con una cruz la casilla de pago en efectivo. La mujer del mostrador lo examinó de arriba abajo y miró hacia el coche, dentro del cual seguían Tizzie y Skyler. Exigió el pago por anticipado de dos noches de estancia. Jude metió la mano en un bolsillo y sacó un fajo de billetes grandes —el resto de los 4 000 dólares que había retirado en Nueva York— y, manteniendo el dinero por debajo del mostrador, separó doscientos y se los tendió a la mujer. La recepcionista le extendió un recibo y le dijo que podía estacionar el coche en el aparcamiento, situado en la parte posterior del edificio.

Se acomodaron en sus habitaciones, donde el calor era sofocante y tuvieron que conectar el aire acondicionado. Luego se reunieron a tomar café en el restaurante.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Tizzie.

—Voy a husmear por ahí —dijo Jude—. Tú puedes hacer lo que quieras. En cuanto a él —añadió señalando a Skyler con un movimiento de cabeza—, creo que le vendrá bien acostarse y descansar.

—¿No quieres que te acompañe?

—No, sólo voy a echar un vistazo —mintió Jude.

Echó a andar por la calle en dirección sur. La ciudad era bastante anodina, un simple conglomerado de viviendas, tiendas y escuelas. Su único rasgo notable era un espléndido panorama de lejanas montañas coronadas de nieve. Encontró con facilidad el Ayuntamiento y, una vez en él, se dirigió al Registro Civil, situado en el sótano. Oprimió un timbre y el sonido del zumbador hizo aparecer a un funcionario de mediana edad que pareció alegrarse de que alguien rompiera la monotonía de su jornada.

—¿Qué desea? —preguntó sonriente.

Jude sacó una fotocopia de su partida de nacimiento y dijo que estaba de paso por la ciudad y sentía curiosidad por ver el documento original. El hombre le echó un vistazo a la fotocopia, se sentó a un ordenador y estuvo largo rato tecleando. Hizo una pausa para observar la pantalla y luego siguió tecleando. Al fin negó con la cabeza y regresó al mostrador.

—Pues debió de nacer usted en la parte alta de la zona montañosa. Porque en la época de su nacimiento, a los niños que nacían más allá de Cottonwood no los inscribían aquí, sino en la Mesa, en la reserva india —le explicó a Jude, quien lo miró desconcertado—. Así que, si quiere ver su partida de nacimiento, tendrá que subir hasta allí.

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