Rob, Naj y Haba paseaban por las calles, contemplando asombrados el animado ambiente, incapaces de creer que tanta algarabía hubiera estado oculta bajo lo que parecía un terreno desierto.
Y de pronto cayó la noche, y los habitantes de aquella peculiar ciudad interrumpieron sus actividades, se desearon felices sueños y regresaron a sus casas. En cuestión de segundos, la bulliciosa localidad se convirtió en un lugar silencioso y vacío invadido por la oscuridad. La falta de luz era un problema, y aunque Rob lo volvió a intentar con la linterna, lo único que consiguió fue remover su inventario, combinando los objetos de un modo absurdo que no llevaba a nada (¿de qué podía servir un nudo corredizo atado a un lumi o una aguja de pino clavada en un trozo de pastel de camarones?).
—En fin. Al menos sabemos que basta con sentarse a esperar para que se haga de día de nuevo.
Así lo hicieron, pero esta vez la espera fue más larga. Si antes la transición entre la noche y el día había llevado como mucho veinte minutos, ahora había pasado casi una hora y no quedaba ni rastro de luz en el horizonte.
—Algo pasa —susurró Rob, que no se atrevía a levantar la voz por miedo a recibir una nueva ducha—. Antes no tardaba tanto.
—¿Se habrá estropeado el sol? —sugirió Naj.
—Más bien parece que alguien nos esté tomando el pelo.
—Ni una cosa ni la otra, hijo —dijo una voz desconocida muy cerca de ellos.
—¿Qui… quién ha hablado? —preguntó Rob.
—Mira hacia el otro lado, muchacho. Estoy justo detrás de ti.
Pero quien hablaba ya podía haber estado justo encima, que en la oscuridad Rob no lo habría visto.
—¿Quién eres?
—Antes retirad lo que acabáis de decir. Aquí nadie os toma el pelo. La noche no tiene una hora fija para llegar, y tampoco la tiene para marcharse. Por eso se le llama la Noche Caprichosa.
—A mí no se me puede tomar el pelo —dijo Haba sin saber muy bien por qué. Al notar que su comentario era acogido con silencio, explicó—: Era un chiste.
—Tú dedícate a reducir cosas y a hablar con los muertos —le recriminó Naj, sorprendido por la presencia de aquel misterioso personaje invisible que se volvió visible en cuanto al segundo siguiente el sol brilló de nuevo y la ciudad recobró su acostumbrada vida diurna con su flujo de «buenos días, buenos días» y sus múltiples actividades y servicios. Los comerciantes volvieron al mercado, los artesanos a sus talleres, las marionetas a los titiriteros y los niños a las marionetas.
El personaje que tenían ante ellos era un hombrecillo calvo con la cabeza en forma de pera invertida y una finísima barba rubia que le colgaba del mentón. Su ojo izquierdo era de un verde fosforescente, mientras que el derecho iba cubierto por un parche de tela que coincidía en tamaño con el agujero que se apreciaba en su túnica negra.
—Bienvenidos a Nocturnia, capital de la comarca de la Noche Caprichosa —saludó alzando las manos—. Mi nombre es Horuck, y soy el astrónomo de la ciudad.
—Tanto gusto —dijo Rob elevando el tono para hacerse oír por encima del griterío—. Éstos son Naj el gregoch, Haba la Rana, y yo soy Rob McBride, guerrero de Esnas.
—Guerrero baktus, por lo que veo.
—No se lo recuerde —le aconsejó Naj—. Hablando de ver. ¿Qué le ha pasado en el ojo?
—Vaya, vaya… Parece que no soy el único con la capacidad de observación desarrollada. Te responderé, temible gregoch: ser astrónomo en esta comarca puede ser muy peligroso. Me encontraba yo una noche en lo alto de la colina, observando con mi telescopio el movimiento del satélite Un-Anul, cuando de pronto se hizo de día con tan mala fortuna que el sol apareció justo en el lugar donde tenía enfocada mi lente. Desde entonces, sólo veo a medias.
—Pues a nosotros nos ha visto muy bien en la oscuridad —dijo Rob.
—Una simple cuestión de costumbre. A diferencia de mis conciudadanos, yo trabajo de noche, por lo que he desarrollado la capacidad de distinguir formas en la penumbra. Y a Vosotros tres se os distingue muy bien, sobre todo a ti, grandullona.
—Grandullón, si no le importa —gruñó Naj con paciencia.
—¿Y sigue observando los planetas de noche? ¿No tiene miedo de que le vuelva a sorprender el sol y pierda la visión del otro ojo?
—He tomado precauciones, amigo baktus. Ahora la lente de mi telescopio está tintada de negro. Proporciona menor definición, pero es mucho más segura.
A continuación Horuck les invitó a unirse a él en un paseo por las calles de Nocturnia durante el cual les explicó que la anomalía meteorológica que padecían desde siempre había creado una población propensa a los problemas de insomnio y los desarreglos intestinales.
—Ya sabéis que los expertos recomiendan ocho horas de sueño profundo, sin interrupciones. Es la única manera de conseguir un descanso reparador. Aquí eso es imposible. Cuando te acuestas no sabes si tendrás que volver a levantarte al cabo de una hora, de dos o de cinco minutos. Eso hace que la gente se acueste vestida, desayune varias veces y no sepa muy bien en qué día vive. ¿Ventajas? Alguna hay. No hay ladrones, ni depredadores nocturnos, ya que corren el riesgo de ser sorprendidos en cualquier momento por la luz del sol.
—Pero se les ve dinámicos y felices —comentó Naj—. Si yo viviera con la tensión de pensar que nada más acostarme tengo que levantarme, estaría todo el día con cara de perro.
—Bueno, aquí el día dura poco. Y han hecho falta muchos años y muchas generaciones para conseguir suavizarnos el carácter. Los primitivos habitantes de Nocturnia se trataban a gritos, cuando no se acuchillaban unos a otros. Pero la naturaleza es sabia y nos ha ayudado a adaptarnos al medio lo mejor posible.
—¿Y usted cuándo duerme? —preguntó Rob.
—Oh, yo no tengo horarios. Soy autónomo además de astrónomo, así que no dependo de nadie. Duermo cuando tengo sueño, y si el sol me molesta me pongo un parche en el otro ojo y asunto liquidado. Pero contadme, forasteros, de dónde venís y a qué debemos vuestra inesperada visita.
—Inesperada también para nosotros —reconoció Rob. Naj ya había empezado a mover los labios, pero se detuvo a tiempo y dejó que fuera su compañero quien hablara—. Venimos de Leuret Nogara y vamos en dirección a Port Varese para coger un barco que nos lleve al Reino del Ámbar, al otro lado del Mar de los Cenizos.
Se hizo de noche.
—Una bonita aventura —murmuró el astrónomo—. Bonita y peligrosa. Entre Port Varese y el Reino del Ámbar está el archipiélago de las Tres Muertes, formado por Isla Neblina, Isla Zombie e Isla Invisible.
—Ya lo sabemos —dijo Naj—. Precisamente nuestra intenci… —se calló cuando Rob le golpeó con el mango del hacha en la pierna.
Se hizo de día.
—Hemos oído hablar de Isla Neblina —dijo Rob con cautela—, pero no conocíamos las otras dos islas.
—Y mejor que sigáis sin conocerlas. Isla Zombie es un lugar en apariencia paradisiaco, pero sobre el que, según cuentan, pesa una maldición. Sus habitantes tienen el poder de resucitar a los muertos, y cada noche éstos salen a alimentarse de los fluidos de los vivos. Por su parte, Isla Invisible tiene el tremendo problema de que no se ve. Un capitán que no tenga clara su situación en el mapa, puede chocar con ella y hundirse en menos de lo que se tarda en decir «garbanzo».
—Garbanzo —murmuró Naj, para ver si pasaba algo.
—Parece que usted sabe mucho de esas islas —comentó Rob.
—Trabajé un par de temporadas a orillas del Mar de los Cenizos, justo en la lengua de tierra que lo separa del Mar Curioso. Allí me dediqué a estudiar la influencia de la estrella Carpio sobre las mareas. Una gozada trabajar en un sitio en el que el día dura sus doce horas y su noche otras doce —suspiró.
—¿Podría usted guiarnos hasta allí? —pidió Rob—. Esta comarca es complicada para quienes no estamos habituados a ella.
Se hizo de noche.
—Eso es imposible, amigos míos. Dentro de cuatro días termina el ciclo de Un-Anul y debo permanecer aquí hasta entonces para tomar notas.
—¿Por qué es tan importante ese Un-Anul? —preguntó Rob.
El ojo bueno de Horuck lo miró ofendido.
—Eso es casi como preguntar por qué son importantes la luna y el sol, pequeño baktus.
Se hizo de día.
—Desde luego, en este lugar sí que lo son —comentó Naj entornando los ojos.
—Un-Anul es un satélite que sólo se alinea con el sol de Fabuland una vez cada doscientos o cada doscientos mil años. Nunca lo he tenido muy claro, pero vamos, cada muchísimo tiempo. Cuando lo hace, desencadena una serie de ondas energéticas que son invisibles a no ser que se miren con un telescopio especial como el mío. Esas ondas, dicen, tienen cualidades que intensifican la magia y propician los hechizos. Los habitantes de Isla Zombie, por ejemplo, aprovechan los alineamientos de Un-Anul para llevar a cabo sus rituales de resurrección de los muertos.
—Suena interesante —admitió Rob, que empezaba a impacientarse. Se hizo de noche—. ¿Entonces no puede ayudarnos a salir de aquí?
—No puedo guiaros, pero sí mostraros el camino. —Se hizo de día—. Si sois tan amables de seguirme a mi observatorio os lo enseñaré con mucho gusto. —Se hizo de noche.
Por deferencia a los recién llegados, Horuck esperó a que se hiciera de día (cosa que ocurrió a los tres minutos exactos) antes de guiarlos hasta su lugar de trabajo, instalado en lo alto de la colina a la que se dirigían cuando aterrizaron sobre Nocturnia.
El observatorio consistía en una gruta poco profunda cuyas paredes estaban cubiertas de imágenes y diagramas del cielo nocturno. Algunos de los cuerpos celestes presentaban una nitidez increíble, como si fueran auténticas fotografías. A un lado de la gruta había un nicho que contenía una tetera y una taza sucia, justo debajo de una balda sobre la que se sustentaba un modelo a escala de todo el sistema solar de Fabuland con los planetas, las estrellas y los satélites girando gracias a una serie de engranajes y ruedas dentadas. En la entrada de la cueva, sobre una repisa de roca, estaba el gran telescopio de Horuck.
—Impresionante —dijo Rob refiriéndose no sólo al telescopio, sino también a la vista que se obtenía desde lo alto de la colina, con toda la ciudad de Nocturnia a sus pies como un montón de casitas de juguete.
—¿Siempre apunta al cielo? —preguntó Naj—. ¿Nunca tiene tentaciones de espiar a las vecinas?
Horuck miró a Rob, que se encogió de hombros. «No le haga caso», pareció decir el baktus. Entonces se hizo de noche y el astrónomo sacó un farolillo dentro del cual brillaban un centenar de insectos que provocaban una luz capaz de alumbrar a tres metros a la redonda.
—Luciérnagas —dijo Horuck—. Más prácticas que los lumis y consumen muchísimo menos. Pero vamos ya a lo que veníamos. Echad un vistazo al cielo. ¿Veis aquella constelación en forma de serpiente?
—Yo sí —dijo Naj—. Pero no es una serpiente, sino una lagartija.
—¿Qué dices, gregoch?
—Es una lagartija. Le veo las patitas.
—No son patitas. Son los satélites de Congar y Sepact. Escuchadme bien, id siempre en dirección a la cabeza de la serpiente. En un par de horas llegaréis al Hebra.
—¿Al Hebra? —preguntó Rob.
—El afluente principal del Río Nudoso. Una vez allí sólo tendréis que seguir su cauce hasta la desembocadura en el Mar de los Cenizos. Un par de jornadas al Norte y llegaréis a Port Varese.
Se había hecho de día cuando los tres amigos se despidieron de Horuck, agradeciéndole la ayuda y las luciérnagas, y descendieron por la ladera de la colina hasta llegar a un pedregoso desierto cuya extensión parecía no acabar nunca. Tras caminar durante varios días y varias noches (que se sucedieron, como es lógico, a un ritmo bastante desigual) dejaron atrás el desierto y entraron en un bosque en el que crecían frondosas plantas y corrían innumerables arroyuelos. Ahora orientarse era mucho más fácil. Durante el día establecían una referencia en el terreno (un árbol, una montaña) y por la noche le seguían la cabeza de la constelación Serpiente. Afortunadamente conservaban el farolillo con las luciérnagas, y gracias a él y al mapa, lograron orientarse lo suficiente para salir del bosque y llegar a los límites de la comarca de la Noche Caprichosa, donde los días y las noches se presentaban ya de manera regular. No tardaron en encontrar un riachuelo lo suficientemente caudaloso para pensar que se trataba del Hebra. «Esta vez no había pérdida posible», dijo Rob. Si lo seguían llegarían sin problemas al Río Nudoso, y de allí a Port Varese.
Naj caminaba resoplando.
—Me siento como si llevara varias noches sin dormir.
—Pues yo como si me hubiera pasado andando varios días —añadió Haba, que caminaba arrastrando las ancas.
Avanzaban ya por la orilla derecha del río cuando unos matorrales cercanos se movieron y algo se les echó encima, sin darles tiempo a reaccionar. Cuando Rob logró empuñar su hacha, Haba había sido puesta fuera de combate y yacía inconsciente en el suelo mientras cinco figuras amenazantes rodeaban a Naj.
—Muy bien, baktus —dijo el general Bígaro con la piel colgando en tiras bajo el casco en forma de caracol—. Entrégame esa cerda y no tendré que matarte.
—Hola, ¿el señor Panocha, por favor?
—Vete a la porra, Martha. No es buen momento. ¡Y no me llames así!
—Perdona. ¿Te pillo matando dragones?
—Más o menos. Luego te llamo, en serio.
Kevin colgó y volvió a concentrarse en la pantalla. Estaba nervioso. Al momento se arrepintió de haber hablado así a Martha, pero si alguien alguna vez había tenido el don de la inoportunidad había sido ella.
Un rectángulo naranja brilló en la parte inferior de la pantalla.
Poder_de_Gregoch
dice:
Tío, ¿cuál es el plan?
Kevin
dice:
No hay momento para planes. Lucha a muerte.
Poder_de_Gregoch
dice:
Pero tío, ¿no has visto que son cinco?
Kevin
dice:
Por eso mismo. A muerte.
La emboscada había salido perfecta. Los cinco tuétanos, bajo el mando del general Bígaro, habían esperado pacientes a que sus objetivos abandonaran la comarca de la Noche Caprichosa por el paso del Hebra, el punto más lógico si pretendían dirigirse a Port Varese y de allí a Isla Neblina.
Todo había ocurrido como el mago hirsuto enviado por Kreesor les había anunciado. Poco después de que el general Bígaro y sus hombres partieran en dirección a Jungla Canalla y luego a Leuret Nogara, uno de los miembros de la red de espías al servicio de la Hermandad informó a Kreesor de que, unos días atrás, una rana roja con poderes mágicos había impedido que un wyvern secuestrara a la cerda rastreadora de Willie Mojama. Inmediatamente, Kreesor mandó a uno de los magos para que ordenara al general Bígaro que se hiciera con la cerda. Con ella en su poder, Kreesor estaba seguro de que nadie encontraría los huevos áureos.