—¡Malditos tuétanos! —gritó mientras cargaba otra bala en la pistola—. ¡Venderé cara mi vida!
Su segundo disparo falló. Un par de flechas pasaron muy i cerca de él, y una tercera se le clavó en el sombrero, obligándole a tirarse contra el suelo de la barca.
Desde su precaria posición cargó otra bala y esperó a que cesara el ataque para tener una oportunidad de incorporarse y disparar. Lo que ocurrió le dejó momentáneamente paralizado. El monstruo mostaza estaba agarrado a la barca por el lado contrario a la orilla, a cubierto de los disparos, y parecía que le decía algo. Sí. ¡Ese espantajo con colmillos le estaba dando conversación!
—¡Suéltalos! —decía—. ¡Libéralos, por el Amo y Señor o moriremos todos!
Si la situación del gregoch y el pescador era delicada, la que vivían Rob y Haba dentro de la red era poco menos que desesperada. Ambos habían consumido todo su oxígeno, y aunque Haba, por su condición de anfibio, podía aguantar más tiempo, notaba que su mente no le respondía con claridad. Rob estaba casi inconsciente. Sus ojos miraban sin ver lo que la pequeñísima parte de su cerebro que aún se mantenía despierta le decía que sería su tumba: una tumba acuática, triste paradoja para alguien que procedía del árido secarral de Esnas, un lugar que jamás volvería a visitar. La húmeda oscuridad acabó por envolverlo. A su lado, Haba notó que una profunda somnolencia se adueñaba de ella. Con los párpados entornados percibió que algo grande aparecía de pronto junto a la red; algo que no le era desconocido. Un hocico de jabalí, y unos colmillos, y unos ojos con pestañas larguísimas y un lazo rojo con manchitas blancas.
Naj hacía frenéticos esfuerzos por romper los hilos de la red, pero éstos eran tan resistentes que ni siquiera su poderosa fuerza podía partirlos. Había que salvar a Rob, pero sobretodo a Haba, cuyos poderes mágicos eran su única posibilidad de salir con vida de aquella complicada situación.
Al ver que el estúpido de la barca no respondía a su petición de soltar a sus amigos, Naj se había visto obligado a bucear bajo el casco para liberarlos él mismo. Rob estaba prácticamente muerto, y a Haba le faltaba poco, y eso sumió al gregoch en un estado de desesperación que se vio agravado cuando comprobó que los hilos de la red eran indestructibles. Tiró, mordió e incluso intentó romperlos con el filo de su machete, pero todo fue inútil. Al final se decidió por la única opción posible: subir la red a bordo de la barca, aunque eso significara exponerse a las flechas enemigas y correr el riesgo de recibir un…
Zummmm. ¡Chaf!
Un dolor agudo le taladró el lomo, justo encima del hombro, arrancándole un grito que retumbó bajo el agua. Ignorando el dolor, cogió la red y la lanzó con todas sus fuerzas fuera del agua, en dirección a la barca. Luego se puso a cubierto en el lado de babor, sujetándose al soporte de los remos y dejándose llevar por la corriente mientras apretaba las fauces con fuerza para soportar el sufrimiento lo mejor posible.
A bordo, el pescador disparaba contra los tuétanos. Ya había abatido a dos, y los tres restantes corrían a lo largo de la orilla, protegidos por los árboles. La corriente era ahora muy fuerte e impulsaba la barca a gran velocidad, convirtiendo en un golpe de suerte lo que antes había sido un peligro mortal. Al no tener la posibilidad de usar los remos, el único motor con el que podían contar era la propia fuerza del río.
El pescador había decidido aprovechar cualquier ventaja, por pequeña que fuera, para mantener su barca a salvo de los disparos, y de momento lo estaba consiguiendo. Una gran piedra lisa le sirvió como trampolín para desviarse hacia el centro del río y alejarse así de la orilla, de manera que las flechas empezaron a perder su potencia y ahora caían al agua mucho antes de alcanzar su objetivo. Eso y un último disparo de la pistola hizo que los tuétanos interrumpieran el ataque y se replegaran en el interior del bosque. Entonces el pescador pudo relajarse, aunque cuando lo hizo creyó que se había vuelto loco. A su lado, dentro de la red que, no sabía cómo, había salido del agua y se encontraba en el fondo de la barca, la rana roja estaba de rodillas sobre el cuerpo del hombrecito y le practicaba la respiración artificial. Como colofón a un momento tan absurdo, el horrible monstruo del lazo rojo emergió por el lado de babor y, con una expresión de intenso dolor, pidió permiso para subir a bordo. El pescador se fijó en la flecha que sobresalía de su lomo y, tras un instante de duda, le ayudó a embarcar.
—Mira que he tenido días raros a lo largo de mi vida —dijo cuando se vio sentado ante tan curioso pasaje—, pero éste ha podido con todos.
—Pues no has visto ni la mitad… —replicó el gregoch con los dientes apretados mientras se extraía la flecha de un tirón. El grito de dolor hizo que al pescador se le volara el sombrero—. Ahora sigue remando. Y, por lo que más quieras, no te acerques a la orilla.
Naj miró a sus dos amigos. Haba había dejado de practicar la respiración artificial a Rob, que seguía inconsciente en el suelo de la barca. La ranita se volvió hacia el gregoch con lágrimas en los ojos y movió la cabeza.
—Lo siento —gimió.
Kevin no podía creerlo. Rob McBride había entrado a formar parte de la extensa lista de nombres que integraban el pasado de Fabuland. Su barra de energía llevaba casi dos minutos en negro, y su cuerpo no se movía, como si el ordenador se hubiera bloqueado. No alcanzaba a asimilar la dimensión de la tragedia. Si Rob McBride estaba muerto, todo lo que había hecho por él en el último año no habría servido de nada. Lo que había aprendido, las aventuras que había vivido, los seres que había conocido y sobre los cuales había ejercido alguna influencia… Todo habría sido en vano. Un mero entretenimiento, como en cualquier otro estúpido juego de ordenador.
Se sentía perdido, no sabía qué hacer. Envió un mensaje a Chema, pero éste no respondió. Seguramente estaba tan compungido como él. Llamó a Martha.
—Imagino que llamas para disculparte —dijo ella nada más coger el teléfono.
—Sí… eh… Martha, yo lo… eh…
—¿Qué te pasa? ¿Ahora además de ser un grosero no sabes hablar?
—Rob ha muerto.
—¿Quién?
—Rob McBride.
—¿Cómo que ha muerto?
—Se ha ahogado en el río.
—Vaya… pues lo siento.
—No parece que lo sientas tanto.
—Es que se me hace rarísimo el modo en que lo dices. Hablas como si hubiera muerto alguien de tu familia.
Kevin no respondió a eso.
—Vamos, Kevin. ¡Es sólo un juego!
—Lo siento, Martha. Yo… —Volvió a quedarse en silencio. De pronto había sentido algo horrible. Algo que no había experimentado desde que era un estudiante de sexto grado. Con Rob McBride muerto, notó la angustia de quien no tiene nada a lo que agarrarse en ese mundo extraño y hostil que los aguafiestas llaman «el mundo real». Ahora, según las reglas de Fabuland, tendría que esperar un mes entero para poder volver a registrarse desde su conexión a Internet. Y habría de hacerlo con otro personaje. Un guerrero norman, seguramente. Lo que siempre había querido. De pronto se sorprendió haciendo una pregunta que no esperaba—; ¿Podemos vernos…?
—¿Ahora?
—Sí.
—Kevin, estoy en la cama. Antes te llamé sólo para decirte que había vuelto a casa y para preguntarte cómo habías pasado el día, pero creo que ya lo sé.
—¿Mañana? ¿Por la mañana? —la angustia crecía en la voz que Martha escuchaba a través del teléfono—. ¿Vamos al parque?
—Está bien. ¿Paso a buscarte a las once?
—Mejor a las nueve. Tengo muchas ganas de verte, Martha. Yo… —De pronto se quedó rígido, inmóvil y en silencio. Martha dijo su nombre un par de veces, pero él no respondió. Finalmente habló, y sus palabras sonaron alteradas—: A las once está bien. Gracias por llamar.
La dejó con la palabra en la boca, pero él no se dio ni cuenta. Sólo tenía ojos para la barra de energía de lo alto de la pantalla.
En el extremo izquierdo se había encendido un destello amarillo que empezaba a avanzar hacia la derecha con lentitud desesperante.
—¡Mirad! —exclamó Haba con alegría cuando vio levantarse a Rob—. ¡No sabes el susto que nos has dado, amigo! ¡No te lo imaginas!
Rob no imaginaba nada porque no entendía gran cosa. Lo primero que había percibido al volver en sí fue un leve mareo que se convirtió enseguida en una frustrante sensación de derrota. No era capaz de pensar con claridad, pero estaba seguro de que algo había salido mal y que cualquier cosa que intentara a partir de entonces sería inútil. Luego sus sentidos comenzaron a despertar y a lanzarle señales. Era de noche, eso seguro. En algún lugar, no muy lejos, había una hoguera. Alguien estaba asando algo. ¿Pescado? Se oía un murmullo, una conversación, voces conocidas… y también una voz desconocida. Se incorporó y cerca de él, junto al fuego, reconoció las siluetas de sus dos amigos, enfrascados en una conversación con un hombre alto que cubría su cabeza con un sombrero pirata.
Rob se dio cuenta de que todos volvían a tener su tamaño normal. Los recuerdos de su epopeya en el río a bordo de un escudo en miniatura acudieron a él como algo lejano e irreal. Entonces la sensación de derrota que había sentido al despertar lo golpeó con la fuerza de un cañonazo. Oguba. Los tuétanos habían capturado a la cerdita rastreadora sin que ellos hubieran podido evitarlo.
Naj se acercó a él. Llevaba una venda en el hombro, con manchas de sangre.
—Me alegro de que aún estés entre nosotros, medio metro. Un poco más y acabas en el cielo de los buscadores de fósiles… o donde demonios vayáis los baktus de Esnas al morir.
—Oguba… ¿Dónde está Oguba?
Naj meneó la cabeza.
—No pudimos hacer nada. El jefe de los tuétanos se la llevó junto con tu bolsa de inventario. Lo siento, Rob.
A continuación se acercaron a la hoguera y Naj hizo las presentaciones.
—Éste es Julius Steamboat. El hombre que os pescó y os salvó de morir ahogados, aunque luego estuvo a punto de mataros él.
—Un pequeño error que ya forma parte del pasado, mi querido baktus —dijo el pescador con alegría haciendo una reverencia—. Lo importante es que tanto tú como tus amigos os encontráis bien, y que esos tuétanos huyeron después de probar una buena ración de cañamones de Lady Fairness.
—¿Lady Fairness? —preguntó Rob.
—No salgo de casa sin ella —respondió Julius Steamboat dando unas palmaditas a la culata de su pistola. Era una de esas armas extrañas que se usaban en Mundomarino y que lanzaban bolas de acero capaces de herir y matar—. Pero pongámonos cómodos junto al fuego mientras damos buena cuenta del pescado y me relatáis el motivo de vuestro viaje. Tu amigo el gregoch ya me ha explicado que vais en dirección a Port Varese para fletar un barco que os lleve a Isla Neblina. Una temeridad, si me permites mi opinión.
Pese a lo fatigado que se sentía, Rob sacó fuerzas para lanzar a Naj una de esas miradas que parecen decir algo así como «¿pero tú eres tonto o qué te pasa?». El gregoch se encogió de hombros y se señaló la herida como si ésta fuera disculpa suficiente para justificar el haberse ido de la lengua… otra vez.
Steamboat pareció no darse cuenta del silencioso intercambio de reproches.
—También me ha contado que en la refriega con los tuétanos perdisteis algo de gran valor —dijo—. Y ahí nos habíamos quedado cuando tú despertaste.
Menos mal, pensó Rob. Al menos no le había contado lo de Oguba, aunque a esas alturas ya casi daba igual.
—Esos tuétanos nos robaron —explicó sin dejar de vigilar a Naj—. Se han llevado nuestra… nuestro amuleto mágico sin el cual no podremos completar nuestra misión.
—¿Un amuleto mágico? Ningún amuleto mágico os servirá de nada en Isla Neblina. Allí hay un poder malévolo difícil de explicar y mucho más de combatir. Algunas noches, cuando el cielo está despejado y el viento barre la bruma del mar, se puede ver el contorno de la isla desde Port Varese. Varios marineros aseguran que más de una vez han visto que la roca se abría y dejaba al descubierto una oquedad de un color rojo brillante —abrió mucho los ojos y colocó las manos a ambos lados de la cara, con los dedos extendidos—. ¡La entrada al infierno! ¿Cómo os gusta la trucha? ¿Muy pasada o en su punto?
Mientras comían, Rob preguntó a Steamboat si podría llevarlos a Port Varese, a lo que el pescador respondió que ése era el lugar al que él se dirigía, pues estaba cumpliendo una importante misión para el gobernador de esa ciudad. Se pondrían en marcha al amanecer.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó Rob para cambiar de tema—. ¿Cuál es tu historia?
—Oh, ¿de verdad quieres saberlo? Me alegra mucho que me lo preguntes. No suelo encontrar la compañía adecuada para charlar sobre mí y mis aventuras —Rob se dio cuenta de que Naj y Haba lo miraban espantados. «Buena la has hecho», parecían decir. «Ahora tendremos que aguantar el rollo del tipo este»—. Soy Julius Steamboat, hijo del duque Clodoveus Steamboat, del ducado de Steamboat. Hace años que me marché de allí en busca de emociones, ya que la vida de un duque es condenadamente aburrida. Mi familia no lo vio con buenos ojos, pero hay momentos en los que un hombre debe hacerse con las riendas de su destino antes de que éste empiece a decidir por él. Vosotros, que sois arriesgados aventureros como yo, estaréis de acuerdo. Desde entonces vago entre Mundomediano y Mundomarino, buscándome la vida como puedo y llevando a cabo las más portentosas hazañas. En el momento en que os encontré, antes de darles su merecido a esa pandilla de tuétanos apestosos, meditaba sobre la misión que en este momento ocupa todo mi tiempo. Os contaría en qué consiste con mucho gusto, pero su importancia es tal que empezaríais a ver la vuestra como una minucia, y tengo como norma no subestimar las misiones de mis compañeros.
Rob hizo una mueca de desagrado.
—¿Una minucia?
—¿Cómo te atreves? —tronó Naj, poniéndose de pie y dando un paso al frente.
—Oh, no he querido ofenderos; pero es obvio que mis aventuras son, por fuerza, muchísimo más espectaculares y arriesgadas que las de cualquier criatura de Fabuland. Y eso os incluye a vosotros.
—No es que quiera juzgarte, ya que nos has salvado la vida —dijo Rob—, pero ¿no crees que igual te pasas de presuntuoso?
—Al contrario, baktus. Lo que ocurre es que… bueno, me sabe mal hablar de esto, pero supongo que entenderás que la misión del héroe principal de la historia siempre es más importante que las misiones de los personajes secundarios. No quiero decir que éstas sean relleno, ni mucho menos, ¿eh? Sólo que… no son tan importantes. De hecho no me gusta llamaros secundarios. Prefiero el término «personajes de apoyo».