Fantasmas (6 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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O tal vez no lo haga... Y eso es lo que más miedo le da.

 

Alec la vio —habló con ella— por primera vez cuando tenía quince años, seis días después de enterarse de que su hermano mayor había muerto en el Pacífico Sur. El presidente Truman había enviado una carta de pésame. Era una carta oficial, pero la firma estampada al final era auténtica. Alec no había llorado todavía. Años más tarde supo que había pasado una semana en estado de
shock,
que había perdido a la persona que más quería en el mundo y que ello lo había traumatizado. Pero en 1945 nadie empleaba la palabra «trauma» para hablar de sus emociones, y la única clase de neurosis de que hablaba la gente era de la «neurosis de guerra».

A su madre le decía que iba al colegio por las mañanas, pero era mentira. Lo que hacía era vagabundear por el centro de la ciudad metiéndose en líos. Robaba barras de caramelo del American Luncheonette y se las comía en la fábrica de zapatos abandonada, que había tenido que cerrar porque todos los hombres estaban en Francia o en el Pacífico. Después quemaba la energía que le proporcionaba el azúcar tirando piedras a los cristales, practicando lanzamientos rápidos.

Un día, mientras deambulaba por el callejón situado detrás del Rosebud, reparó en que la puerta de la sala del cine no estaba bien cerrada. El panel que daba al callejón era una superficie lisa de metal, sin picaporte, pero pudo abrirla con las uñas. Llegó justo a tiempo para el pase de las tres y media de la tarde, con la sala repleta de un público compuesto en su mayor parte de niños menores de diez años acompañados de sus madres. La salida de incendios estaba situada a medio camino del pasillo, en un saliente de la pared, y en penumbra, así que nadie lo vio entrar. Avanzó agachado por el pasillo y encontró un asiento vacío en las últimas filas.

—He oído que Jimmy Stewart se ha ido al Pacífico —le había dicho su hermano cuando estuvo en casa de permiso, antes de embarcar hacia allí. Jugaban a pasarse la pelota—. Apuesto a que el caballero sin espada
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está ahora mismo bombardeando a los putos demonios de Tokio. ¿Qué te parece?

El hermano de Alec, Ray, se definía a sí mismo como un loco del cine. Durante el mes que estuvo de permiso habían ido juntos a todos los estrenos.
Bataan, Batallón de construcción, Siguiendo mi camino...

Alec esperó a que terminara el capítulo de una serie de cortometrajes dedicada a las últimas aventuras de un vaquero cantarín de largas pestañas y boca tan negra que sus labios parecían negros también. No le interesó, así que se dedicó a sacarse mocos y a cavilar cómo agenciarse una Coca-Cola sin pagar. Entonces empezó el largometraje.

Al principio no conseguía entender qué narices era aquella película, aunque desde la primera escena temió que se tratara de un musical. Comenzaba con los músicos de una orquesta colocándose en un escenario con un telón de fondo de un azul insípido. A continuación salía un tipo con camisa almidonada que procedía a anunciar al público que estaban a punto de ver una nueva clase de espectáculo. Cuando empezó a decir idioteces acerca de Walt Disney y sus artistas, Alec se deslizó en su asiento y hundió la cabeza entre los hombros. La orquesta prorrumpió entonces en un gran y teatral estruendo de violines y trompetas, y en cuestión de segundos sus temores se habían hecho realidad. No sólo era un musical, sino un musical de dibujos animados. Tenía que habérselo imaginado, Hería como estaba la sala de niños con sus madres, una sesión a las tres y media de la tarde, y entre semana, que empezaba con un episodio de
The Lipstick Cowboy
cantando mariconadas en las llanuras.

Transcurrido un rato, levantó la cabeza y, tras taparse la cara con las manos, estuvo un tiempo mirando la pantalla por entre los dedos. Era una animación abstracta: gotas de lluvia plateadas contra un fondo de humo, rayos de sol líquido que rielaban en un cielo ceniciento. Finalmente se enderezó en el asiento para estar más cómodo. No estaba seguro de lo que sentía. Aquello le aburría, pero al mismo tiempo le interesaba, le fascinaba incluso. Le habría resultado difícil no mirar, pues la sucesión de imágenes le hipnotizaba: tirabuzones de luz roja, remolinos de estrellas, una masa de nubes brillando en el cielo escarlata del anochecer.

Los niños se revolvían inquietos en sus butacas y oyó a una niña pequeña preguntar en un susurro audible:

—Mamá, ¿cuándo sale Mickey?

Para los niños aquello era como estar en clase. Pero para cuando empezó el siguiente número musical de la película y la orquesta pasó de Bach a Tchaikovski, Alec estaba erguido en su asiento, incluso inclinado ligeramente hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas. Vio a las hadas danzando juguetonas por el oscuro bosque, tocando flores y telarañas con sus varitas mágicas y esparciendo nubecillas de rocío incandescente. Sentía una especie de confundida admiración al verlas revolotear, un extraño anhelo, y de pronto pensó que le gustaría quedarse allí sentado, en ese cine, para siempre.

—Podría quedarme en este cine para siempre —susurró alguien a su lado. Era una voz de niña—. Quedarme aquí sentada viendo películas y no salir nunca.

No sabía que había alguien sentado a su lado y le sobresaltó oír una voz tan cerca. Pensaba, no, sabía que cuando se sentó las butacas a ambos lados estaban vacías. Volvió la cabeza.

Era sólo unos pocos años mayor que él, no tendría más de veinte, y su primer pensamiento fue que estaba buena; el corazón se le aceleró ligeramente al darse cuenta de que una chica mayor le estaba hablando y pensó: «No lo estropees». Ella no lo miraba, tenía los ojos fijos en la pantalla y sonreía con una mezcla de admiración y asombro infantil. Alec quería desesperadamente decirle algo que la impresionara, pero tenía la lengua atrapada en la garganta.

La chica se inclinó hacia él sin despegar la vista de la pantalla y su mano rozó la suya, apoyada en el brazo de la butaca.

—Siento molestarte —susurró—. Pero es que cuando una película me gusta me entran ganas de hablar. No puedo evitarlo.

Al minuto siguiente Alec fue consciente de dos cosas, más o menos a la vez. La primera era que la mano de ella en contacto con su brazo estaba fría. Podía sentir su frialdad letal a través del jersey y era tan palpable que le sobresaltó un poco. La segunda cosa que percibió fue una gota de sangre en su labio superior, bajo la fosa nasal derecha.

—Te sangra la nariz —dijo en voz demasiado alta, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Uno sólo tenía una única oportunidad de impresionar a una chica así. Debería haber buscado algo con que secarle la nariz, habérselo ofrecido y murmurado algo al estilo de Sinatra: «Estás sangrando, toma, usa esto». Hundió las manos en los bolsillos buscando algo que pudiera servirle para limpiarle la nariz a la chica, mas no tenía nada.

Pero ella parecía no haberle oído, no parecía en absoluto consciente de que le hubiera hablado. Con gesto distraído se pasó el dorso de la mano por encima del labio superior dejando una mancha oscura de sangre... y Alec se quedó paralizado, con las manos en los bolsillos, mirándola fijamente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que algo le ocurría a la chica sentada a su lado, de que había algo raro en la situación, e instintivamente se apartó de ella, sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía.

La chica se rió de algo que pasaba en la pantalla; su voz era suave y apagada. Entonces se inclinó hacia Alec y susurró:

—Esta película no es para niños. A Harry Parcells le encanta este cine, pero no sabe elegir las películas. ¿Conoces a Harry Parcells, el dueño?

La sangre manaba de nuevo de su fosa nasal izquierda y le cubría el labio superior, pero ahora Alec estaba pendiente de otra cosa. Estaban sentados justo debajo del haz del proyector y las polillas y otros insectos revoloteaban en la columna de luz azul. Una polilla blanca se había posado en la cara de la chica y le subía por la mejilla. Ella no se había dado cuenta y Alec no dijo nada. Le faltaba el aire y no podía articular palabra.

La chica susurró:

—Se cree que porque son dibujos animados gustará a los niños. Es curioso que le guste tanto el cine y que sepa tan poco. No seguirá aquí mucho tiempo.

Lo miró y sonrió. Tenía sangre en los dientes. Una segunda polilla, de color blanco marfil, avanzaba entre su pelo. Alec tuvo la impresión de haber dejado escapar un leve gemido. Empezó a alejarse de la chica, que lo miraba fijamente. Retrocedió unos cuantos metros por el pasillo y tropezó con las piernas de un niño, que gritó. Apartó los ojos de ella por un instante y reparó en un chaval regordete con camiseta de rayas que lo encaraba furioso. «Fíjate por dónde pisas, imbécil».

Cuando Alec volvió a mirarla estaba hundida en la butaca, con la cabeza apoyada en el hombro izquierdo y las piernas separadas en una postura lasciva. Gruesos regueros de sangre espesa y reseca salían de sus fosas nasales y enmarcaban sus finos labios. Tenía los ojos en blanco y volcado sobre el regazo un cartón de palomitas.

Alec pensó que iba a gritar, pero no lo hizo. La chica estaba completamente inmóvil. Volvió la vista hacia el niño con el que había tropezado y éste giró la cabeza en dirección a la chica muerta sin mostrar reacción alguna. Volvió a mirar a Alec con ojos inquisitivos y una mueca de evidente desdén.

—Perdone, señor —dijo una mujer, la madre del chico gordo—. ¿Podría apartarse? Estamos intentando ver la película.

Alec lanzó otra mirada en dirección a la chica muerta, pero ahora la butaca estaba vacía y el asiento abatible cerrado. Empezó a recular, chocando con rodillas, tropezando una vez y agarrándose donde podía para evitar caer al suelo. Entonces la sala rompió en aplausos y vítores. El corazón le palpitaba. Gritó y miró a su alrededor con desesperación. Era Mickey, allí, en la pantalla, enfundado en ropas rojas y demasiado grandes. Por fin había llegado Mickey.

Retrocedió por el pasillo y empujó la puerta acolchada de cuero para salir al vestíbulo. La claridad de la luz de la tarde lo deslumbró y tuvo que entornar los ojos. Se sentía peligrosamente descompuesto. Entonces alguien lo sujetó por el hombro, le hizo girarse y atravesar la sala hasta la escalera que conducía al anfiteatro. Alec se sentó, o más bien se desplomó, en el primer peldaño.

—Quédate así un momento —le dijo alguien—. No te levantes. Respira. ¿Tienes ganas de vomitar?

Alec negó con la cabeza.

—Porque si vas a vomitar espera a que te traiga una bolsa. Las manchas de esta moqueta se van muy mal. Y el olor a vomitona le quita a la gente las ganas de comer palomitas.

Quienquiera que fuese, permaneció junto a él un momento y después, sin decir palabra, se dio la vuelta y se alejó arrastrando los pies. Cuando regresó habría transcurrido alrededor de un minuto.

—Toma. Regalo de la casa. Bébela despacio, el gas te asentará el estómago.

Alec tomó un vaso de papel perlado de gotas de agua fría, buscó la pajita con la boca y dio un sorbo de Coca-Cola helada y burbujeante. Levantó la vista. El hombre de pie frente a él era alto, de hombros encorvados y cintura fofa. Tenía el pelo oscuro, corto y erizado, y unos ojos pequeños y pálidos que le miraban incómodos detrás de los cristales de las gafas.

Cuando Alec habló no reconoció su propia voz:

—Hay una chica muerta ahí dentro.

El hombre se puso lívido y miró con tristeza en dirección a las puertas de la sala.

—Nunca había venido a esta sesión. Creía que sólo aparecía en las de la noche. Por el amor de Dios, es una película para niños. ¿Qué es lo que pretende?

Alec abrió la boca sin saber lo que iba a decir, seguramente algo sobre la chica muerta, pero en su lugar musitó:

—En realidad no es para niños.

El hombre alto lo miró con expresión algo molesta.

—Pues claro que sí. Es de Walt Disney.

Alec lo observó durante varios segundos y después añadió:

—Usted debe de ser Harry Parcells.

—Pues sí. ¿Cómo lo sabes?

—Lo he adivinado —respondió Alec—. Gracias por la Coca-Cola.

 

Alec siguió a Harry Parcells detrás del mostrador de palomitas y por una puerta hasta un rellano donde terminaba una escalera. Harry abrió una puerta situada a la derecha y entraron en un pequeño y atestado despacho. El suelo estaba lleno de latas metálicas con rollos de películas, y las paredes, cubiertas de carteles descoloridos, algunos de los cuales se superponían:
Forja de hombres, David Copperfield, Lo que el viento se llevó.

—Siento que te haya asustado —dijo Harry dejándose caer pesadamente en una silla de despacho detrás de su mesa—. ¿Seguro que estás bien? Sigues algo pálido.

—¿Quién es?

—Algo explotó dentro de su cabeza —contestó Harry mientras se apuntaba la sien con un dedo, como si fuera una pistola—. Fue hace seis años, durante
El mago de Oz,
el estreno. Fue horrible. Solía venir mucho por aquí, era mi cuente más fiel. Hablábamos, bromeábamos...

Su voz pareció perderse, sonaba confundido y alterado. Se retorció las regordetas manos sobre la mesa en frente de él, y entonces dijo:

—Y ahora busca mi ruina.

—Usted la ha visto.

No era una pregunta, sino una afirmación. Harry asintió.

—Pocos meses después de que muriera. Me dijo que no pinto nada aquí. No entiendo por qué quiere asustarme, con lo bien que nos llevábamos. ¿Te dijo a ti que te fueras?

—¿Por qué viene? —preguntó Alec. Su voz sonaba aún algo ronca y se le antojó una pregunta extraña. Por unos momentos Harry se limitó a mirarlo desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas con cara de total incomprensión.

Después sacudió la cabeza y dijo:

—No es feliz. Murió antes de que acabara
El mago de Oz
y todavía está triste. Lo comprendo, era una buena película. Yo también me sentiría estafado.

—¿Hola? —gritó alguien desde el vestíbulo—. ¿Hay alguien ahí?

—¡Un momento! —respondió Harry, y miró a Alec con expresión dolorida—. La chica que atiende el bar me dijo ayer que se marcha. Sin previo aviso.

—¿Por el fantasma?

—¡No, hombre, no! Se le cayó una uña postiza dentro de las palomitas de un cliente y le dije que no volviera a ponérselas para trabajar. Nadie quiere comerse una uña postiza. Me contestó que aquí vienen muchos chicos y que si no puede llevar las uñas postizas prefiere irse, así que ahora tengo que hacerlo yo todo.

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