—Pobres —dijo César a su colega tribuno de los soldados, Cayo Popilio—. No sé qué les da más miedo, la idea de que les caiga en suerte morir o el pensar que puede tocarles en suerte ser de los nueve que deben matar. No son guerreros.
—Son muy jóvenes —replicó Popilio con cierta tristeza.
—Eso suele ser una ventaja —añadió César, que había revestido la toga pontifical, una lujosa y vistosa prenda amplia color escarlata con franjas púrpura—. ¿Qué sabe uno a la edad de diecisiete o dieciocho años? No tienen esposas ni hijos por quién preocuparse. La juventud es turbulenta y necesita desahogar sus impulsos violentos. Mejor es combatir que entregarse al vino, a las mujeres y a las riñas de taberna… En la batalla, al menos, el Estado obtiene de ellos una utilidad.
—Eres un hombre duro —dijo Popilio.
—No. Soy práctico.
Craso estaba listo para comenzar. César se aproximó al lugar en que estaban dispuestos los adornos rituales, echándose un pliego de la toga por la cabeza. Cada una de las legiones tenía su propio sacerdote y augur, y era uno de los augures militares quien examinaba el hígado de la ternera. Pero como el rito de diezmar las tropas era potestad del imperium proconsular de un general, era preceptivo que lo oficiase una autoridad religiosa superior a la que regía en las legiones, y por eso Craso se lo había encomendado a César, y era él quien tenía que verificar los hallazgos del augur. Después de anunciar en voz alta que Júpiter Stator, Sol Indiges y Bellona se dignaban aceptar el sacrificio, pronunció las plegarias propiciatorias e hizo signo con la cabeza a Craso para que comenzase.
Una vez recibida la aprobación divina, Craso tomó la palabra. Se había levantado un tribunal sobre un estrado al lado de las cohortes culpables y en él estaban Craso y sus legados. El único tribuno de los soldados que no formaba parte del grupo era César; todos se hallaban reunidos en torno a una mesa entre las legiones veteranas y las cohortes que iban a ser diezmadas, pues su cometido consistía en efectuar el sorteo.
—¡Legados, tribunos, cadetes, centuriones y soldados —dijo Craso con su voz potente y sonora— se os ha formado para que seais testigos de un castigo tan infrecuente y severo, que hace ya varias generaciones que no se impone. Diezmar a la tropa sólo se aplica a unidades que han demostrado ser indignas de formar parte de las legiones de Roma, que han desertado de las águilas del modo más cobarde e imperdonable. He ordenado que las quince cohortes que forman ante vosotros vestidas con túnica, sean diezmadas por sobrados motivos: desde que fueron reclutadas para el servicio a principios de año no han hecho más que huir en todos los combates, y ahora, en su última derrota, han cometido el peor delito en que puede caer un soldado, abandonando las armas y la coraza en el campo de batalla, dejándoselas al enemigo. Ninguno merece vivir, pero no tengo poder para ejecutarlos a todos; eso es prerrogativa del Senado y sólo del Senado. Así pues, ejerceré mi derecho como comandante en jefe proconsular diezmando sus filas, y espero que con ello anime a los que sigan vivos a combatir en el futuro como soldados romanos y os haga ver a vosotros, mis leales y fieles seguidores, que no voy a tolerar cobardías! ¡ Sean testigos los dioses de que quedan vengados el buen nombre y el honor de los soldados romanos!
Conforme Craso se aproximaba a la peroración, César se fue poniendo tenso. Si la tropa de las seis legiones formadas como testigos aclamaba, Craso tenía el consentimiento del ejército, pero si su discurso era acogido en silencio, se iba a encontrar con una campaña turbulenta. A nadie le gustaba que se diezmaran las filas y por eso ningún general lo hacía. ¿Era Craso, tan hábil en negocios y política, igual de hábil juzgando a los veteranos de las legiones romanas?
Pero las seis legiones le aclamaron con entusiasmo, y César, que le observaba atentamente, percibió en él un ligero relajamiento de alivio. ¡Tampoco Craso las tenía todas consigo!
Se inició el sorteo. Eran setecientas cincuenta decurias, lo que significaba que habían de morir setecientos cincuenta hombres; un proceso que Craso y Mummio habían abreviado gracias a una excelente organización, disponiendo en un gran cesto setecientas cincuenta tablillas —de las cuales setenta y cinco llevaban marcada la cifra I, setenta y cinco la II y así sucesivamente hasta la X. Las habían vertido al azar, revolviéndolas a continuación, y el tribuno de los soldados Cayo Popilio se había encargado de contar setenta y cinco de aquellas tablillas cuadradas de cinco centímetros para echarlas en diez cestos más pequeños, que fueron entregando a cada uno de los diez tribunos de los soldados restantes para que los repartieran.
Por eso las cohortes condenadas estaban formadas en diez filas espaciadas con setenta y cinco decurias en cada una. Un tribuno de los soldados recorría la fila, deteniéndose ante cada decuria y sacando una tablilla del cesto, decía el número en voz alta, el soldado al que le correspondía daba un paso al frente y el tribuno continuaba a la siguiente decuria.
Acto seguido comenzaba la ejecución, también con gran orden y meticulosidad. Los centuriones de las seis legiones de Craso, que no conocían a los soldados de las cohortes castigadas, tenían orden de supervisarla. Quedaban pocos centuriones de aquellas quince cohortes, pero los supervivientes no habían sido eximidos del castigo y formaban con los soldados. Al que le había caído en suerte, le daban muerte los otros nueve compañeros de decuria, aporreándole sin piedad. De ese modo, todos sufrían: los nueve supervivientes y el ejecutado.
Los centuriones que supervisaban la ejecución sabían cómo había que hacerlo y lo decían.
—Arrodíllate y no te muevas —indicaban al condenado—. Tú, pártele la cabeza —añadían a los nueve restantes, que, sucesivamente, debían descargar la porra sobre el cráneo del arrodillado.
Era la manera más piadosa de aplicar el castigo, y al menos impedía que los porrazos se descargaran brutalmente a ciegas sobre todas las partes del cuerpo de la víctima. Pero los centuriones encargados de ello no cesaban de gritar y gritar que sacudiesen fuerte y con tino, y las ejecuciones que se iban sucediendo a lo largo de la fila de decurias se efectuaban cada vez mejor y más rápido: el resultado de la repetición unida a la resignación de lo inevitable. Al cabo de trece horas había concluido el castigo, a la luz de antorchas en su última parte. Craso ordenó romper filas a su cansado y aburrido ejército, y los setecientos cincuenta cadáveres fueron colocados en treinta piras y devorados por el fuego. Las cenizas, en vez de enviárselas a sus familias, fueron arrojadas a las zanjas de las letrinas del campamento y el dinero y los objetos personales fueron enviados al Erario como compensación por aquellas corazas, cascos, cotas de malla y armas abandonadas en el campo de batalla.
Los que fueron testigos de aquel escarmiento por primera vez quedaron impresionados y algunos muy hondamente. Ahora los soldados de unas catorce cohortes disminuidas, formadas por los desgraciados supervivientes, se tragaban el miedo y el orgullo y se disponían a esforzarse denodadamente para convertirse en la clase de legionario que Craso quería. De Capua llegaron otras siete cohortes de reclutas bien entrenados y fueron incorporadas a aquellas catorce para darles plena potencia. Como Craso seguía llamándolas las legiones de los cónsules, a los doce tribunos de los soldados se les encomendó el mando, y César, primer tribuno, obtuvo el mando de la Legio 1.
Mientras Marco Craso diezmaba las filas de los que eran incapaces de mostrar el coraje para enfrentarse a las huestes de Espartaco, éste celebraba juegos funerarios por Crixus en las afueras de Venusia, y, aunque no tenía costumbre de hacer prisioneros, había elegido trescientos soldados de las legiones de los cónsules (y otros que pensaba mantener con vida, de momento) del campamento de Firmum Picenum, y durante todo el trayecto hasta Venusia los había entrenado para el combate de gladiadores: la mitad galos y la otra mitad tracios. Los proveyó de sus mejores atavíos y los puso a luchar en memoria de su compañero muerto. Al vencedor absoluto le reservó la suerte romana tradicional, flagelándole y decapitándole. Con la sangre de trescientos enemigos el espectro de Crixus quedó sobradamente satisfecho.
Los juegos funerarios de Crixus habían cumplido otro propósito, pues, mientras la ingente horda se entregaba a la fiesta y al descanso, Espartaco fue recorriendo sus filas de un modo más personal que en Mutina para irlos convenciendo a todos de que la patria, su destino final, había de ser la fértil Sicilia. Previamente, habían saqueado todos los graneros y silos en su marcha y contaban con grandes provisiones de queso, legumbres, tubérculos y frutos secos, y llevaban consigo millares de ovejas, cerdos, gallinas y patos, pues impedir que su gente pasase hambre le obsesionaba más que el espectro de un ejército romano. Se acercaba el invierno y decidió que debían llegar a Sicilia antes de que comenzasen los grandes fríos.
Así, en diciembre reanudaron la marcha hacia el sur para llegar al golfo de Tarentum, en donde las desventuradas poblaciones de aquella fértil llanura, regada por varios ríos, sufrían la pérdida de las cosechas de Otoño y las verduras primerizas de invierno. En Thurii —ciudad que ya había saqueado la primera vez a su paso por la región— dirigió a sus huestes hacia el interior, subió por el valle del Crathis y llegó a la vía Popilia. No había tropas romanas esperándoles y utilizó aquella carretera para cruzar las montañas de Bruttium y llegar sin incidentes al pequeño puerto pesquero de Scyllaeum.
Sicilia se divisaba al otro lado del estrecho. Un breve viaje por mar y habría concluido su periplo. Pero era un viaje temible, pues Escila y Caribdis moraban en aquellas peligrosas aguas. Justo en la salida de la bahía de Scyllaeum, el primero asestaba dentelladas con las tres filas de dientes de sus seis cabezas al tiempo que las cabezas de perro que protegían sus costados babeaban entre aullidos. Si un barco lograba deslizarse junto al monstruo mientras dormía, tenía que vérselas con Caribdis de Sicilia, que giraba furiosamente formando un enorme remolino que se tragaba los navíos.
Naturalmente, no es que Espartaco creyese semejantes historias, pero, sin darse cuenta, estaba perdiendo conceptos de su romanización y le iba quedando un núcleo más primitivo y pueril; no había vivido como un verdadero romano desde su expulsión de las legiones de Cosconio y de eso hacia ya casi cinco años. La mujer con quien se había unido sí que creía en Escila y Caribdis, e igual sucedía con muchos de sus seguidores, y a veces —sólo a veces— veía en sueños aquellos horrendos monstruos.
Además de una gran flota de pesca que perseguía a los atunes durante la época de migración dos veces al año, Scyllaeum daba refugio a piratas. La proximidad de la vía Popilia y el paso de las legiones entre Sicilia y la península no permitía que hubiese grandes flotas piratas en el puerto, pero si que había algunos corsarios autónomos de los que durante el invierno atracaban sus pequeñas embarcaciones sin cubierta en Scyllaeum, cuando apareció aquella imponente horda.
Dejando que el ejército se atracase de pescado, Espartaco buscó inmediatamente al jefe de los piratas y le preguntó si conocía almirantes piratas que mandasen grandes flotas. ¡Sí, claro, varios!, contestó el hombre.
—Pues tráelos a mi presencia —dijo Espartaco—. Necesito trasladar sin tardanza a Sicilia varios miles de mis mejores soldados y estoy dispuesto a pagar mil talentos de plata a quien nos garantice el pasaje en el plazo de un mes.
Aunque habían muerto Crixus y Enomao, contaba con sus respectivos sustitutos, salidos de la heterogénea colección de legados y tribunos. Casto y Ganico eran samnitas y habían luchado con Mutilo durante la guerra itálica y con Poncio Telesino en la guerra contra Sila; eran marciales por naturaleza y tenían cierta experiencia del mando. El tiempo le había enseñado a Espartaco que sus huestes se negaban a marchar como debe hacerlo un ejército de no ser que amenazase el enemigo, y en ellas había gran número de mujeres y hombres, bastantes niños y hasta personas mayores. Por consiguiente, era imposible que un solo hombre controlase directamente semejantes masas. Por ello, las había dividido en tres columnas con sus correspondientes convoyes de pertrechos; él mandaba la mayor, que abría la marcha, y había encomendado el mando de las otras dos a Casto y a Ganico.
Cuando se supo que dos almirantes piratas venían a verle, Espartaco llamó a Aluso, Casto y Ganico.
—Parece ser que pronto dispondremos de suficientes barcos para trasladar veinte mil hombres a Pelorus —dijo—, pero lo que me preocupa es que tendré que dejar detrás a la mayor parte de mi gente. Y pueden transcurrir varios meses hasta que pueda trasladarla a Sicilia. ¿Qué os parece si los dejamos aquí en Scyllaeum? ¿Hay suficiente comida? ¿O es preferible enviar a los que queden a las tierras de Bradanus? Labriegos y pescadores dicen que va a ser un invierno frío.
Casto, que era el mayor y más experimentado que Ganico, meditó un instante antes de contestar.
—En realidad, Espartaco, no estaría mal quedarnos por aquí. Al oeste del puerto hay una especie de planicie fértil en la que POdríamos acampar sin mermar demasiado las provisiones durante… un mes o dos. Y si veinte mil de los que más comen van a Sicilia, unos tres meses.
Espartaco adoptó una decisión.
—Pues que todos se queden aquí. Traslada el campamento al oeste del pueblo y que las mujeres y los niños empiecen a hacer los cultivos. Incluso nabos y coles.
Una vez que hubieron salido los dos samnitas, Aluso volvió sus ojos de loba hacia su esposo y lanzó un gruñido gutural. A él siempre se le erizaban los pelos de la nuca al oír aquel sonido animal que profería siempre que el espíritu profético la poseía.
—¡Cuidado, Espartaco! —dijo.
—¿De qué he de tener cuidado? —inquirió él, frunciendo el ceño.
Ella meneó la cabeza y volvió a emitir aquel gruñido.
—No lo sé. De algo. De alguien. Viene a través de la nieve.
—No nevará hasta dentro de un mes, por lo menos, si no más —replicó él con voz tranquila—. Para entonces estaré ya en Sicilia con mis mejores hombres y no creo que la campaña de la isla nos lleve mucho tiempo. ¿Son los que quedan aquí los que deben tener cuidado?
—No —contestó ella sin dudarlo—. Eres tú.
—Sicilia es presa fácil y no está bien defendida. No correré peligro ante la milicia y los oligarcas del trigo.