La comedia del tercer día era la tan celebrada de Plauto Miles Gloriosus, en la que Metrobio hacía el papel de soldado fanfarrón. ¡Que ridículo! La máscara grotesca con la boca abierta curvada hacia arriba en boba sonrisa le tapaba el rostro, pero se le veían las manos, y su cuerpo liso y musculoso quedaba bien dentro de la coraza griega. Naturalmente, al final, los actores saludaban sin máscara, y Sila pudo por fin ver el efecto del paso de los años en el joven: pocas huellas, aunque el negro pelo ahora mostraba algunas atractivas canas y se advertía un surco a ambos lados de su nariz griega.
No podía llorar allí en medio de la primera fila en los lujosos almohadones, pero tenía ganas y tuvo que contenerse. El rostro estaba demasiado lejos, separado de él por la media luna vacía del foso de la orquesta, y no veía sus ojos. Distinguía dos órbitas oscuras, pero no su interior, y no sabía si tenía los ojos fijos en él o en cualquier amante actual sentado tres filas más atrás. Como le acompañaba Mamerco, Sila se volvió a su yerno y le dijo con voz algo compungida:
—Haz el favor de decir al que ha hecho el papel de Miles Gloriosus que baje. Creo que le conozco, pero no estoy seguro y quiero felicitarle.
El público desalojaba la estructura de madera, y las mujeres —damas respetables— se abrían paso hacia sus esposos, porque las prostitutas comenzaban ya a buscarse negocio. Vigiladas de cerca por Crisógono y rehuidas por los que las reconocían, Dalmática y Cornelia Sila se unieron al dictador y a Mamerco en el momento en que Metrobio, aún con la coraza puesta, llegaba a presencia de Sila.
—Ha sido una buena actuación —dijo éste.
Metrobio sonrió, mostrando sus dientes aún perfectos.
—Ha sido un placer tu presencia, Lucio Cornelio.
—Hace años fuiste cliente mío, ¿no es cierto?
—Efectivamente. Tú me eximiste de mis obligaciones justo antes de marchar a la guerra contra Mitrídates —contestó el actor, sin que sus ojos manifestaran el menor sentimiento.
—Sí, lo recuerdo. Tú me preveniste respecto a la acusación que Censorino pretendía hacer contra mí. Justo antes de que muriese mi hijo —Sila tensó su estragado rostro—. Y antes de que yo fuera cónsul.
—Felizmente pude prevenirte —añadió Metrobio.
—Fue una suerte para mí.
—Tú siempre fuiste un favorito de la Fortuna.
El teatro estaba casi vacío; Sila, hastiado de aquel diálogo banal, se volvió hacia Mamerco y las mujeres.
—Marchaos a casa —dijo de pronto—, quiero hablar un instante con mi antiguo cliente.
Dalmática (que aquellos días no se encontraba muy bien) estaba como fascinada por el actor griego, y no le quitaba ojo de encima. Y fue Crisógono quien en ese momento interrumpió su arrobamiento, haciéndola sobresaltarse; pero dio media vuelta y salió precedida de la pareja de gigantescos esclavos germanos cuyo cometido era abrir paso a la esposa del dictador.
Sila y Metrobio quedaron a solas demasiado detrás para que pudiera pensarse que eran del mismo grupo. En circunstancias normales hubieran rodeado al dictador clientes y suplicantes, pero la suerte le acompañó y no se les acercó nadie.
—Sólo quiero dar un paseo —dijo Sila—. No te pido nada más.
—Pide lo que quieras —dijo Metrobio.
Sila se detuvo.
—Mírame de frente, Metrobio, y ve lo que el tiempo y la enfermedad han hecho de mí. Mis sentimientos no han cambiado, pero aunque así fuese, ya no sirvo para nada, salvo quizá para esas tontas mujeres que se empeñan muy probablemente en mostrarse compasivas. Porque amor no puede ser.
—Claro que es amor —dijo Metrobio, que ahora estaba tan cerca que Sila podía ver que aún había amor en aquellos ojos que le miraban con ternura y con un vivo interés, exento de asco o repulsa. Era algo más blando y peculiar, distinto a como le había mirado Aurelia en Teanum Sidicinum—. Sila, los que hemos sido víctimas de tu hechizo, hombres o mujeres, no podemos liberarnos. Eres único y a tu lado todos los demás palidecen. No es cuestión de virtud o bondad, porque tú careces de ambas —añadió sonriendo—. Puede que ningún gran hombre sea virtuoso o bueno, y a lo mejor al que posee esas cualidades le está vedada la grandeza. No me acuerdo ya del texto de Platón, y no sé muy bien lo que él y Sócrates decían al respecto.
Con el rabillo del ojo Sila vio que Dalmática se volvía a mirarles, pero desde tan lejos no podía ver la expresión de su rostro. Luego dobló la esquina y desapareció.
—¿Quieres decir —preguntó el dictador— que si puedo abandonar esta pesada carga considerarías venir a vivir conmigo el resto de mis días? Me queda poco tiempo, pero espero disponer de algo sólo para mí, y así vivir sin pensar en Roma. Si me acompañas en mi retiro te prometo que no te faltará de nada… al menos en el aspecto monetario.
Metrobio lanzó una carcajada, que agitó su rizada cabeza.
—¡Oh, Sila! ¿Cómo quieres comprar lo que ha sido tuyo durante treinta años?
—Entonces, ¿cuando me retire, vendrás conmigo? —insistió, conteniendo las lágrimas.
—Iré.
—Cuando llegue el momento mandaré buscarte.
—¿Mañana? ¿El año que viene?
—No tardaré mucho. Dos años quizá. ¿Me esperarás?
—Te esperaré.
Sila lanzó un suspiro de felicidad casi perfecta, pensando en que ya faltaba poco; recordaba que cada vez que se había visto con Metrobio en la última época había muerto algún ser querido: Julilla, su hijo. ¿Quién sería esta vez? Poco me importa, pensó, quien me importa es él; más que nadie, salvo mi hijo, pero mi hijo ha muerto. Que sea Cornelia Sila o los mellizos, pero que no sea Dalmática. Asintió brevemente con la cabeza a Metrobio, como si hubiese sido el más trivial de los encuentros, y se alejó.
Caminaba despacio, totalmente solo; lo cual, de por sí, ya era un lujo inesperado. ¿Cómo iba a tener fortaleza para esperar a reunirse con Metrobio? Ya no era un muchacho, pero seguía siendo su muchacho.
Oyó voces a lo lejos y aminoró más aún el paso antes de que nadie viera su rostro. Pues, aunque su corazón latía con premonitorio gozo, estaba indignado por no haber concluido aún su aburrida tarea y por temor a que fuese Dalmática quien muriese.
Ahora las dos voces se oían más fuerte, y una de ellas ahogaba a la otra. La conocía bien. ¡Qué distintas son las voces humanas! No hay dos iguales si se descartan las similitudes de tono y acento. El que hablaba no podía ser otro que Manio Acilio Glabrio, esposo de su hijastra Emilia Escaura.
—Lo que ha hecho es un abuso —decía Glabrio, en tono firme y aristocrático a la vez—. ¡El tesoro ha ingresado trece mil talentos con sus proscripciones, y alardea de ello! La verdad es que debería caérsele la cara de vergüenza. ¡Debería ser una cantidad diez veces mayor! Propiedades que valían millones se han liquidado por unos miles; por cincuenta mil las compró su esposa, que tiene tierras por valor de cincuenta millones. ¡Es vergonzoso!
—Me han dicho que tú te has aprovechado, Glabrio —dijo otra voz conocida, la de Catilina.
—Una fruslería; lo que me correspondía. ¡El viejo horrendo! ¿Cómo se atrevería a decir que las proscripciones acabarían en las calendas del mes pasado, cuando aún se siguen exponiendo nombres en los rostra cada vez que sus sicarios o sus parientes codician algún buen trozo de Campania o de la costa? ¿No has visto cómo se quedaba charlando con el protagonista de la obra? Le vuelve loco la escena… o la gentuza que en ella se mueve. Le viene de cuando era joven, una epoca en que era peor que la más asquerosa ramera de las que se vendían en Venus Erucina. Supongo que será la irrisión de los maricas cuando hablen de él. ¿Tú has visto un corro de maricas? Sila ha tratado a muchos.
—Ten cuidado con lo que dices, Glabrio —advirtió Catilina en tono molesto—, que también tú podrías ser proscrito.
—¡Yo no! —replicó Glabrio con una carcajada—. ¡Yo soy de la familia, yerno de Dalmática! Ni el mismo Sila puede proscribir a un miembro de su familia.
Las voces se perdieron al alejarse los dos interlocutores, y Sila permaneció donde estaba, a la vuelta de la esquina. Estaba quieto como una estatua, y sus fríos ojos tenían un brillo horripilante. ¿Eso es lo que decían de él? A pesar de todos los años transcurridos… Claro que Glabrio sabía muchas cosas que se ignoraban en Roma, pero Roma no tardaría en conocer todo lo que Glabrio sabía o se imaginaba. ¿Hasta qué punto serían chismorreos y en qué medida datos vistos en documentos y papeles minuciosamente archivados? Sufría las consecuencias de archivar todas las pruebas para cuando se retirara, pues pensaba escribir sus memorias, como había hecho Catulo César diez años antes. Por eso tenía papeles por todas partes y no era mucho mérito por parte de Glabrio haberlos descubierto. ¿Cómo no habría sospechado de Glabrio que entraba y salía de su casa a su antojo? No todos los que formaban su círculo más allegado eran una Cornelia Sila o un Mamerco. ¡Glabrio! ¿Y quién más?
El rescoldo de la cólera por tener que mantenerse de momento alejado de Metrobio se transformó en una nueva tempestad interior. ¿Así que no puedo proscribir a un miembro de mi familia, eh?, se dijo volviendo a andar. Es cierto; en eso tiene razón. Pero ¿es necesaria la proscripción? ¿No habrá otro modo mejor?
Dobló la esquina y se dio de bruces con Pompeyo; los dos retrocedieron un paso, tambaleantes.
—¿Cómo, Magnus, vas solo? —preguntó Sila.
—A veces es un placer estar solo —dijo Pompeyo, adaptando su paso al del dictador.
—Totalmente de acuerdo. No me digas que te has cansado de Varrón…
—No aguanto estar mucho rato con él; sobre todo cuando se pone a hablar de Catón el censor, las viejas costumbres y lo que valía el dinero entonces; aunque es preferible oírle hablar de eso que de los hilos invisibles del poder —añadió, sonriente.
—Cierto; había olvidado que era amigo del pobre Apio Claudio —dijo Sila, satisfecho al menos de haber tropezado con alguien que fuese Pompeyo—. No sé por qué todos juzgamos tan viejo a Apio Claudio.
—Es que nació viejo —replicó Pompeyo, conteniendo la risa—. Pero no estás al día, Sila. Ahora casi no se habla de Apio Claudio. Ahora quien tiene fama en Roma es Publio Nigidio Figulus, un verdadero sofista. ¿O debo decir pitagórico? —añadió, encogiéndose de hombros—. Tanto da; yo nunca sé distinguir esas filosofías.
—¡Publio Nigidio Figulus! Es un antiguo y respetable nombre, pero no sabía que la estirpe se dejaba ver en Roma. ¿Es quizá un caballero rural?
—No es ningún palurdo, si a eso te refieres. Es una gran calabaza que charla y charla… Es experto en adivinación etrusca, desde relámpagos a hígados, una víscera de la que conoce más lóbulos que yo modos oratorios.
—¿Cuántos modos oratorios conoces, Magnus? —preguntó Sila, que estaba en la gloria.
—Dos, creo. ¿O son tres?
—¿Cuáles?
—Colorista y descriptivo.
—Dos.
—Dos.
Siguieron caminando en silencio y sonriendo, pero por cosas muy distintas.
—¿Qué dicen los caballeros ahora que ya no tienen asientos de privilegio en el teatro? —inquirió Sila.
—Yo no me quejo —respondió Pompeyo feliz—, porque nunca voy al teatro.
—Ah. ¿Y dónde has estado hoy?
—Por la vía Recta. Dando un buen paseo, ¿sabes? En Roma me encuentro como encerrado. No me gusta.
—¿Estás solo?
—Más o menos. Tengo a mi esposa en Picenum —añadió, torciendo el gesto.
—¿Es que no te gusta, Magnus?
—Oh, me conformo hasta que surja otra cosa mejor. ¡Ella me adora! Pero no me basta.
—Vaya, vaya, ¿pues no es mujer de familia edilicia?
—La mía es consular, y debería tener una esposa en consonancia.
—Pues divórciate y encuentra una esposa consular.
—Detesto tener que decir estupideces a las mujeres o a los padres.
En aquel preciso momento se le ocurrió a Sila una idea genial, y se detuvo en medio del paseo que había entre el Velabrum y el vicus Tuscus, justo debajo del Palatino.
—¡Por los dioses! —exclamó.
Pompeyo también se detuvo.
—¿Qué sucede? —preguntó cortésmente.
—Mi joven caballero, he tenido una brillante idea.
—Estupendo.
—¡Eh, deja de decir bobadas! ¡Estoy pensando!
Pompeyo guardó obedientemente silencio mientras los labios de Sila se movían sobre sus vacuas encías como pececillos. Y, de pronto, le puso la mano en el brazo.
—Magnus, ven a verme mañana por la mañana a la hora tercia —dijo, dando un saltito de alegría y alejándose a toda prisa.
Pompeyo se quedó donde estaba, con el ceño fruncido, y, luego, echó a andar, no hacia el Palatino sino en dirección al Foro, pues vivía en la Carinae.
Sila llegó a su casa como perseguido por las Figias; le aguardaba una de esas tareas que tanto le complacían.
—¡Crisógono! ¡Crisógono! —vociferó nada más entrar, mientras la toga caía a sus espaldas como una tienda de campaña que se hunde.
Llegó el mayordomo con cara de angustia, cosa que últimamente era habitual en él, y que Sila ya había advertido; pero no en esta ocasión.
—Crisógono, toma una litera, ve a casa de Glabrio y me traes inmediatamente a Emilia Escaura.
—¡Lucio Cornelio, habéis venido sin los lictores!
—¡Bah, los despedí antes de que empezase la comedia… A veces son un estorbo! —replicó el dictador—. ¡Ve a recoger a mi hijastra!
—¿Emilia? ¿Para qué la quieres? —preguntó Dalmática, entrando en el cuarto.
—Ya lo sabrás —contestó Sila sonriente.
Su esposa guardó silencio y le miró inquisitiva.
—Lucio Cornelio, ¿sabes que desde que recibiste a Aurelia y a la delegación no eres el mismo?
—¿En qué sentido?
Eso era difícil contestarlo, quizá porque no quería molestarle, pero se animó a decir:
—Por tu estado de ánimo.
—¿En mejor o peor, Dalmática?
—Oh, en mejor. Estás… contento.
—Sí que lo estoy —replicó en tono animoso—. Había perdido la perspectiva de un futuro propio, pero ella hizo que la recuperase. ¡Qué bien me lo voy a pasar cuando me retire!
—Ese actor… Metrobio, ¿es amigo tuyo?
Algo en los ojos de ella le hizo reflexionar y su despreocupación se desvaneció de inmediato para recordar la escena de Julilla con la espada clavada en el vientre, imagen que enturbió la visión del rostro de Dalmática. ¡No, otra esposa celosa no era! ¿Cómo lo sabría? ¿Qué podía saber? ¿Es que lo olían?
—Conozco a Metrobio desde que era niño —respondió conciso en tono que no invitaba a ninguna pregunta mas.