Authors: Laura Gallego García
Siguió avanzando con la ballesta preparada; pero, ante su sorpresa, los lobos bajaron la cabeza y retrocedieron, como si temieran enfrentarse a él. Ankris estuvo a punto de soltar una carcajada estupefacta. Pero, por otro lado, algo en su interior le decía que los lobos no le harían daño porque eran sus iguales.
Sus hermanos.
Bajó la ballesta y avanzó con seguridad entre los lobos. Todos ellos se apartaron a su paso, excepto los tres que la elfa había petrificado. Ankris llegó junto a ella y la miró.
Era Shi—Mae. Habría reconocido aquellos ojos en cualquier parte.
El lobo más grande avanzó un poco y gruñó, poco dispuesto a que Ankris asumiera el mando. El elfo se volvió hacia él y lo miró fijamente. El lobo gimió, acobardado, y retrocedió.
—Marchaos —dijo Ankris simplemente.
Y los lobos, uno por uno, dieron la vuelta y se perdieron en la espesura.
Ankris se sintió exultante, y un poco ridículo a la vez. ¿Y eran estas las criaturas a las que tanto había temido?
—¿Quién eres tú? —exigió saber Shi—Mae.
Ankris se volvió para mirarla. Recordó la expresión de los guardias, de los ocupantes del carruaje caído, de su propio padre, cuando lo habían visto aquella noche. Pero Shi—Mae no parecía asustada. Lo contemplaba con desconfianza, sí, pero también con curiosidad y... ¿fascinación?
—Me llamo Ankris, y soy un Centinela.
Esto no era del todo cierto. Shi—Mae debió de darse cuenta, puesto que un brillo burlón destelló en sus ojos.
—¿Tan joven? Si eres un niño aún. Seguro que no eres mayor que yo.
—He ahuyentado a los lobos —declaró él, algo herido—. Y sin necesidad de magia.
—Eso es cierto —admitió ella—. ¿Hablas su lenguaje? Nadie puede comunicarse así con los animales a no ser que posea poderes mágicos.
—Soy un Centinela. Nosotros conocemos el bosque y sus criaturas mejor que cualquier elfo —se inclinó junto a los tres lobos petrificados y los acarició, sintiendo que se le rompía el corazón—. ¿Qué les has hecho? —preguntó; su voz, quizá debido al nerviosismo, sonó un poco más dura de lo que él pretendía.
—Es uno de los hechizos más difíciles del Libro de la Tierra —declaró ella, muy orgullosa—. Claro que yo, como soy aprendiza de tercer grado, ya controlo...
—¿Puedes deshacerlo? —cortó él con brusquedad.
—Claro que puedo —Shi—Mae pareció ofendida—. Pero no quiero. Esos animales han intentado devorarme.
Ankris se sintió furioso sin saber por qué, pero trató de contenerse.
—Si yo te pusiera a salvo..., ¿liberarías a los lobos?
—Solo necesito mi caballo para salir de aquí —replicó ella fríamente—. Ya que sabes hablar con los animales, podrías traerlo de vuelta.
—¿Tu caballo? —Ankris recordó de pronto que Shi—Mae no había cruzado la frontera en el carruaje—. ¿Es así como has llegado hasta aquí? Pensaba que el vado estaba vigilado.
—Y lo estaba, pero no demasiado. Además, yo soy una aprendiza de tercer grado y sé hacer algunos trucos... La magia puede ocultarme de la mirada de los Centinelas.
—¿Has venido sola? ¿Por qué no cruzaste el Paso del Sur en el carruaje del Duque del Río, Shi—Mae?
Ella se quedó helada.
—¿Cómo... cómo sabes mi nombre?
—Lo sé —respondió él abruptamente—. El carruaje de tu padre ha sufrido una emboscada.
El rostro de ella no mostró ninguna emoción. Era como si ya hubiera estado esperando aquellas noticias.
—¿No quieres saber si tu padre está bien?
—Mi padre no se encontraba en ese carruaje —dijo Shi—Mae al fin—. Lleva varios días esperándome en la ciudad. Cruzó la frontera por el este.
Ankris la miró, desconcertado.
—Ese carruaje no era más que un señuelo —tuvo que explicarle ella, exasperada—. Fingimos que íbamos a cruzar la frontera en secreto por el Paso del Sur. Pero dimos suficientes pistas a nuestros enemigos como para que adivinasen la ruta del carruaje falso. Suponíamos que aprovecharían el viaje a través del Anillo para atacar el vehículo, y mientras tanto, yo atravesaría la frontera por el vado, acompañada de un escolta.
—¿Un... escolta?
—Uno de los caballeros de confianza de mi padre. Desgraciadamente, resultó que no era precisamente de confianza —el rostro de Shi—Mae se endureció—. Después de cruzar el vado trató de secuestrarme.
—¿Y qué pasó? —preguntó Ankris, impresionado.
—Lo convertí en piedra —respondió ella con cierta frialdad.
—Me parece que abusas de tu poder —dijo Ankris con un estremecimiento.
El rostro de ella se volvió súbitamente serio.
—Se acabó la charla —replicó con dureza—. Tráeme mi caballo inmediatamente. Y no oses volver a dirigirte a mí en ese tono, plebeyo.
—Te traeré tu caballo —respondió Ankris, molesto—, pero tú a cambio devolverás la vida a estos lobos.
Shi—Mae no contestó. Refunfuñando para sus adentros, Ankris fue a buscar el caballo.
No tardó en encontrarlo y en traerlo de vuelta. Shi—Mae montó con gesto de reina y se dispuso a partir.
—¡Espera! —la detuvo Ankris—. ¿Y los lobos?
—Estoy demasiado cansada para hacer hechizos.
—¡Lo has prometido!
—¡Yo no he prometido nada!
—Lo que pasa es que no sabes deshacer el conjuro porque eres solo una aprendiza.
Shi—Mae se puso roja de indignación, pero finalmente pronunció las palabras mágicas y despetrificó a los lobos.
Ankris no les dijo que se marcharan. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, posó su mano derecha sobre la cabeza de uno de los animales. Ninguno de los tres hizo ademán de atacarle a él o a Shi—Mae.
—¿Satisfecho? —gruñó ella.
Pero Ankris negó con la cabeza.
—Podrías darme las gracias por haberte salvado la vida.
—Ya he despetrificado a los lobos.
—Eso lo has hecho a cambio de que te devolviera tu caballo.
Los ojos de Shi—Mae mostraron un nuevo brillo.
—Ah, quieres una recompensa..., no eres tan tonto como pareces. Muy bien. Preséntate en la Casa del Duque del Río, mi padre, y él te dará un galardón por haberle salvado la vida a su hija. Adiós, chico—lobo.
—¡Espera! ¿Vas a irte sola hasta la ciudad?
Pero ella ya se alejaba en la oscuridad.
Ankris suspiró mientras la veía marcharse. Después alzó la mirada para contemplar la luna llena. Uno de los lobos aulló, y él lo secundó con otro aullido, sintiéndose libre, salvaje y feliz. Se inclinó para acariciar a los lobos y en ese momento supo que tenía tres nuevos amigos.
—No vamos a dejar que se vaya sola, ¿verdad?
Uno de los lobos gruñó con disgusto. Ankris sonrió.
—No te preocupes, no nos acercaremos demasiado. La vigilaremos desde lejos.
«Bien, Shi—Mae», pensó. «Por supuesto que acudiré a la casa de tu padre. Y allí te veré otra vez».
Los lobos aullaron de nuevo y Ankris aulló con ellos.
El chambelán miró a Ankris como si fuera un piojo. Después clavó la vista en el lobo que lo seguía y enarcó una ceja.
—¿Dices que quieres ver al Duque? ¿Tú?
El muchacho era consciente de su aspecto desarrapado. Había tardado varias semanas en llegar a la capital del reino, puesto que, una vez abandonado el Anillo boscoso que era el hogar de los Centinelas, se sintió mucho más inseguro y avanzó solamente de noche, ocultándose en los graneros y establos de aquellas extrañas casas construidas a ras de suelo. Con todo, logró alcanzar la ciudad casi al mismo tiempo que Shi—Mae, pero esta no llegó a detectar su presencia en ningún momento, a pesar de que él la había seguido de cerca.
Había pasado un par de días vagabundeando furtivamente por la urbe, entre asustado y maravillado. Las agujas de los edificios más altos, de mármol, oro y cristal, se alzaban delicadamente hacia el cielo, reluciendo bajo el sol. Aquella deslumbrante y exquisita ciudad estaba rodeada de bosque y, de alguna manera, parecía formar parte de él.
Pese a ello, Ankris comprendió enseguida que a los demás elfos no les gustaban los lobos. Aquel día en concreto, sin embargo, había decidido que uno de ellos lo acompañaría.
Sabía que no era elegante, ni refinado, ni estaba bien educado, como los elfos de la capital. Sabía que iba sucio, descalzo y despeinado, y que la compañía del lobo no favorecía mucho su imagen. Pero su mirada era resuelta y desafiante. «Soy lo que soy», pensaba obsesivamente. Y, aunque no sabía exactamente qué era, sí intuía que sus padres habían intentado ocultarle su verdadera naturaleza y se rebelaba contra ello.
De modo que respondió con calma:
—Sí. Yo quiero ver al Duque.
—¿Y a quién debo anunciar? —preguntó el chambelán con sarcasmo.
—A Ankris.
—Ankris, ¿qué más?
Parecía estar disfrutando con ello. Pero, si pensaba que humillaba a Ankris hablándole de aquella manera, desde luego estaba muy equivocado.
—Ankris, El—que—salvó—la—vida—de—su—hija—Shi—Mae —respondió muy despacio—. Tomad nota.
En las mejillas del chambelán aparecieron sendos rosetones.
—¿Cómo te atreves?
—Y añadid: En—el—bosque—cuando—intentaba—atravesar—la—frontera—sur—secretamente —indicó—. Por favor —concluyó con la más inocente de sus sonrisas.
Los rosetones de las mejillas del chambelán se volvieron más brillantes.
—¿Pero... cómo... te... atreves? —pudo articular.
—¿Qué sucede? ¿Mi apellido no es suficientemente largo? Añadid entonces...
—No añadiré nada más, pequeño salvaje. Saca tus sucios pies de esa valiosa alfombra y vete por donde has venido.
—No tengo intención de hacer tal cosa.
El chambelán hizo una seña y se acercaron dos guardias.
—¿Cómo ha entrado aquí este granuja desvergonzado?
Los dos parecieron confusos.
—Pues... no ha atravesado la puerta principal ni el patio de armas, señor. Lo habríamos visto.
—Sacadlo de aquí inmediatamente.
Los dos guardias avanzaron, pero el lobo se interpuso entre Ankris y ellos y gruñó. Los guardias vacilaron un momento; no obstante, no se detuvieron, por lo que el lobo saltó sobre el primero de ellos, que había sacado su espada corta. El segundo guardia trató de coger a Ankris, pero este se escabulló con insultante facilidad.
Finalmente, todos acabaron en el suelo, en un caótico montón. Los dos guardias habían derribado a Ankris, y el lobo había mordido con saña la pierna de uno de ellos, que gritaba de dolor.
—¡Ya basta! —ordenó entonces una voz—. Soltad al muchacho.
Ankris pudo ver a un elfo de porte imponente que se acercaba montado sobre un soberbio caballo alazán. Al verlo, el chambelán se inclinó tan servil y exageradamente que casi rozó el suelo con la punta de la nariz, y el guardia que soltaba a Ankris lo dejó libre. El chico se levantó, algo sorprendido, pero dejó escapar un suave gruñido y el lobo soltó inmediatamente la pierna del segundo guardia.
El jinete observaba todo esto con sumo interés.
—¿Quién es este pequeño bárbaro?
—Mi señor Duque —se apresuró a responder el chambelán—, no es más que un ladronzuelo que ha entrado en el recinto y...
—¿Ah, sí? ¿Y de qué modo ha entrado en el recinto, si puede saberse?
Los guardias parecieron avergonzados. Ankris señaló un árbol que crecía al otro lado del muro.
—He trepado por allí hasta esa rama que sobresale un poco —explicó—, y después me he dejado caer dentro. Ha sido sencillo.
—Imposible —barbotó el chambelán—. No se puede trepar a ese árbol. Es demasiado alto y no tiene ramas bajas.
Ankris se encogió de hombros.
—Cualquier Centinela podría hacerlo sin dificultad —dijo fríamente.
Los ojos del Duque brillaron de una manera extraña.
—Ya veo. ¿También tu animal sabe trepar a los árboles?
—No. Pero sabe cruzar puertas vigiladas por guardias que solo miran al frente, y nunca hacia abajo.
Los ojos del Duque relucieron de nuevo.
—¿Y por qué motivo querías entrar en mi casa? ¿Qué esperabas robar?
—Si hubiese querido robar algo, no me habría dirigido a vuestro portero. Obviamente he trepado al árbol porque los guardias no me han dejado pasar. Desde el primer momento he dejado claro que lo que deseaba era hablar con vos.
—¿En serio? ¿Y qué quieres de mí?
—Solicito que me permitáis trabajar para vos, señor.
El chambelán gimió ante semejante descaro. El Duque entrecerró los ojos peligrosamente.
—¿Qué te hace pensar que te necesito?
Ankris se encogió nuevamente de hombros.
—De momento ya he demostrado que soy más listo que vuestros guardias. Pero no vengo aquí de vacío. Solicito trabajo como recompensa por haber salvado a vuestra hija Shi—Mae de morir en el bosque hace unas semanas.
El Duque lo miró largamente. Desmontó entonces de su caballo y despidió a los guardias. Después se alejó un poco de la puerta e hizo a Ankris una seña para que lo siguiese, lejos de los indiscretos oídos del chambelán. Una vez solos, el Duque le dijo:
—Eres osado. ¿Cómo sé que dices la verdad?
Ankris se mostró desconcertado por primera vez.
—¿Ella no os lo ha contado?
—Por supuesto que no.
Ankris titubeó. Pero entonces alzó la cabeza, resuelto, y miró al Duque a los ojos.
—No miento —dijo—. Encontré a Shi—Mae en el bosque, cerca de la frontera sur. La atacaba una manada de lobos.
Le relató su aventura en el bosque, aunque apenas le habló de la conversación que había mantenido con Shi—Mae, y tampoco mencionó que en aquel momento había descubierto su extraña afinidad con los lobos. El Duque no le preguntó sobre ello. Ankris se había dado cuenta de que los elfos de la ciudad ignoraban hasta dónde llegaban las habilidades de los Centinelas, y les atribuían toda clase de capacidades fantásticas relacionadas con el bosque y sus habitantes. Por otra parte, tampoco los Centinelas habían hecho nada para sacarles de su error.
Ankris percibió que el Duque lo estudiaba ahora con un renovado interés, y el corazón le latió más deprisa.
—De acuerdo, muchacho —dijo finalmente—. Ingresarás como soldado en mi guardia personal. Aunque ahora eres demasiado joven, estoy seguro de que no tardarás en serme útil.
Ankris tuvo que cortarse el pelo y vestir el uniforme con el escudo de la Casa del Río. Las normas en el palacio del Duque eran mucho más estrictas que en la Escuela de Centinelas, y el chico, que no estaba acostumbrado a obedecer aquel rígido protocolo, lo pasó realmente mal al principio. Pero la esperanza de volver a ver pronto a Shi—Mae le daba fuerzas para tratar de adaptarse. Sabía que el Duque le había dado una oportunidad, pero sabía también que tanto él como los oficiales de la guardia lo vigilaban muy de cerca.