Authors: Laura Gallego García
Durante un tiempo fue un soldado ejemplar. Jamás se saltaba un turno, siempre llevaba el uniforme impecable y nunca lo encontraban fuera de su puesto. Nadie imaginaba lo mucho que le costaba acatar las órdenes, las normas y los horarios.
Por si fuera poco, pronto comprendió que no sería tan sencillo ver a Shi—Mae. Ella estudiaba en la Escuela de Alta Hechicería del Bosque Dorado que, aunque estaba relativamente cerca de allí, a las afueras de la ciudad, tenía por norma mantener internos a sus aprendices más jóvenes. Shi—Mae solo volvía a casa cuando le daban un día libre o pedía un permiso especial.
Ankris trataba de soportar aquello corriendo al bosque en su tiempo libre para encontrarse con sus amigos, los lobos. Las noches de luna llena eran especialmente salvajes. Ankris corría con los lobos por la espesura, aullaba con ellos, incluso cazaba con ellos, y a veces se sentía como uno más. Como elfo, siempre había respetado la vida de las criaturas del bosque, pero cuando estaba con los lobos le parecía perfectamente lógico y natural salir a cazar ciervos, venados o cualquier animal que se cruzase en su camino, si estaba hambriento.
Tal vez por eso tardó bastante en advertir los sutiles cambios que se producían en su cuerpo las noches de luna llena. Sus sentidos se agudizaban, sus fuerzas se multiplicaban, sus dientes parecían más afilados, su deseo de cazar se hacía más fuerte y el olor de la sangre lo alteraba cada vez más. Sus ojos se iluminaban con aquel brillo salvaje y primario que tanto había asustado a Toh—Ril y sus amigos años atrás. Y ya no le era necesario sentirse en peligro o participar en una pelea para que se produjesen aquellos cambios; invariablemente, todas las noches de plenilunio, hiciera lo que hiciese, algo se transformaba en su interior.
Desde el principio se las arregló para que las noches de luna llena nunca le tocase hacer guardia. No le preocupaban los cambios; lo hacían sentirse fuerte y poderoso. Pero intuía que los otros elfos percibían aquella transformación y no quería llamar la atención en la casa del Duque. Por tanto, nunca contó a nadie lo que hacía por las noches. De día se limitaba a ser el soldado perfecto, y ni siquiera las criadas más chismosas habían llegado a descubrirlo mirando de reojo hacia las ventanas cuando Shi—Mae estaba en casa.
Ankris no le había dicho nada a la altanera hija del Duque, y ella no parecía haber notado que el nuevo soldado de la guardia era aquel jovencísimo Centinela que la había salvado tiempo atrás.
En cierta ocasión, cuando cruzaba el patio cargada de volúmenes y pergaminos para regresar a la escuela, se le cayeron al suelo un par de rollos. Ankris estaba frente a ella y se inclinó para recogerlos.
—No lo hagas —dijo Shi—Mae suavemente—. Son mis hechizos más avanzados y no debe tocarlos un no iniciado. Podrían pasarte cosas terribles.
Ankris no dijo nada, pero la miró a los ojos y, muy lentamente, se agachó para coger los pergaminos a pesar de todo... sin dejar de mirarla.
Shi—Mae no hizo ademán de impedírselo. Sostuvo su mirada con una mezcla de interés, burla y desafío en sus ojos de color zafiro.
La mano de Ankris atrapó los rollos y los alzó del suelo.
Nada sucedió.
Con una breve y rígida inclinación, el muchacho se los devolvió a su propietaria, que los recogió sin una palabra.
—Si me lo permitís, señora, llevaré por vos esa carga —dijo Ankris.
—Pero no te lo permito —replicó ella—. Ni siquiera dejo que el hijo del Marqués de los Alamos toque nada que me pertenezca. ¿Por qué debería permitírtelo a ti?
—Porque he tocado vuestros rollos y nada me ha sucedido. Porque nadie debería permitir que una doncella como vos cargue con tanto peso. Y porque yo os lo pido.
Shi—Mae lo miró, entre desconcertada, escandalizada y divertida. Después se encogió de hombros.
—¿Por qué no? —dijo finalmente.
Pasó sus libros a Ankris y continuó su camino hacia el carruaje que la aguardaba en la entrada. El chambelán, que le sujetaba la puerta, miró con reprobación a Ankris, que caminaba tras ella cargado con sus cosas. Con una encantadora sonrisa, Shi—Mae se volvió hacia Ankris para recoger sus libros antes de subir al carruaje.
—Gracias, chico—lobo —le susurró en voz baja.
La portezuela se cerró tras ella y el vehículo partió en dirección a la Escuela del Bosque Dorado, pero Ankris se quedó allí parado todavía un buen rato, arriesgándose a llegar tarde a su puesto por primera vez.
Shi—Mae se acordaba de él, sabía quién era. No lo había olvidado.
Aquella noche, además, la loba de su manada dio a luz cinco preciosos cachorros, y Ankris y sus compañeros lobos lo celebraron en una correría en la que el joven elfo, ebrio de felicidad, se abandonó a la salvaje locura del bosque.
Al día siguiente se despertó al pie de un árbol, aterido de frío, y con dificultades para recordar lo que había sucedido. Había restos de sangre bajo sus uñas y en torno a su boca, y supuso que la noche anterior habrían matado algún ciervo para alimentar a los nuevos cachorros. Pero, ¿por qué no lo recordaba?
Sintió miedo por primera vez; miedo de parecerse cada vez más a una bestia. Y se prometió a sí mismo que trataría de moderarse en lo sucesivo.
Hubo más encuentros con Shi—Mae. A veces no se decían nada, y ella lo miraba entre burlona y altanera; pero lo miraba, no cabía duda. Cada vez con mayor frecuencia se le solicitaba para formar parte de su escolta, y alguna vez la acompañó a las mismas puertas de la Escuela del Bosque Dorado, una impresionante edificación cuya estructura de altísimos torreones y esbeltas agujas, que se elevaban sobre un cuerpo central desafiando la gravedad, recordaba a la de un gigantesco árbol. Pero jamás le permitieron entrar con ella.
Apenas hablaban porque siempre había otras personas delante, pero en más de una ocasión las manos de ella rozaban las de él cuando recogía los libros que ella le tendía; y en más de una ocasión sus miradas se habían encontrado en un salón lleno de gente, en las fiestas organizadas por el Duque para que su hija fuese entrando en la alta sociedad. Los más encopetados jóvenes de la nobleza la sacaban a bailar y, sin embargo, los ojos azules de ella se cruzaban con los ojos ambarinos de uno de los guardias que vigilaban las entradas, tan impávidos que cualquiera habría pensado que se trataba de estatuas.
Los años pasaron. Tanto Ankris como Shi—Mae crecieron y cumplieron los cien años, una edad importante para un elfo; y lo que al principio había sido un sentimiento cálido era ahora un fuego abrasador que se avivaba cada vez que la veía. Llegó un momento en que ya no podía soportar con la misma impasibilidad ver cómo ella era cortejada por unos y por otros, mientras que él no tenía ninguna posibilidad de hacer lo mismo, porque sabía que era un plebeyo.
Sin embargo, Shi—Mae no parecía interesada en encontrar pareja o, al menos, no de momento. Su padre se quejaba de que le importaban más sus estudios de magia que sus deberes como hija primogénita de una de las casas nobles más importantes del reino. Y así debía de ser, puesto que en apenas diez años la túnica azul de Shi—Mae pasó a ser de color violeta, indicando una meteórica trayectoria en la Escuela, para tratarse de una elfa. Nadie comenzaba a prepararse para la Prueba del Fuego, el último examen, antes de los ciento veinte años, pero ella empezó a hacerlo a los ciento cinco. Porque los elfos eran más longevos que los humanos y, por tanto, sus vidas transcurrían a un ritmo distinto. Así, Shi—Mae tenía más de cien años y, sin embargo, era todavía muy joven.
Pero, pese a que aparentemente acudía a las fiestas por obligación, lo cierto era que sus fríos ojos azules lo estudiaban todo calculadoramente y sin perder detalle.
También Ankris, que llevaba observándola mucho tiempo, se dio cuenta de ello. Comprendió entonces que era ambiciosa y, por tanto, jamás se conformaría con alguien como él. Pero para entonces también sabía, sin lugar a dudas, que la amaba.
Aquella situación era cada vez más frustrante.
Y una noche de luna llena, una noche en que los lobos aullaban con fuerza desde el bosque —la manada de Fenris había crecido y prosperaba en un refugio entre montañas, no muy lejos de la ciudad, pero a salvo de miradas extrañas—, el joven elfo se disponía a reunirse con ellos cuando vio una sombra blanca en un balcón.
Shi—Mae.
A Ankris le dio un vuelco el corazón. Le pareció que nunca la había visto tan bella como ahora, en camisón, bajo la luna llena. Y, olvidando todas las normas elementales de precaución, trepó hasta aquel balcón.
Shi—Mae se sobresaltó y retrocedió un tanto. Luego lo reconoció y se relajó.
—Ah, eres tú.
Con todo, se sintió algo inquieta. Ankris se había acuclillado sobre la balaustrada, y sus ojos ambarinos presentaban un cierto brillo salvaje. La muchacha lo miró en silencio, dividida entre el miedo y la fascinación.
—Buenas noches, mi señora —dijo él, y su voz sonó ligeramente ronca—. He subido para advertiros de que con esta luna y en este balcón ofrecéis un blanco fácil a cualquiera que tenga intención de secuestraros.
—¿Eso crees? —replicó ella fríamente—. Pues estás equivocado; cualquiera que intente secuestrarme se llevará una desagradable sorpresa.
—¿De veras? —Ankris sonrió de forma inquietante—. ¿Y si ese alguien fuera yo?
Avanzó hacia ella, rápido como el pensamiento. Shi—Mae retrocedió, alzó las manos y pronunció unas palabras en lenguaje arcano.
Una ráfaga de viento surgió de la nada y empujó a Ankris hacia atrás, lanzándolo contra la balaustrada con increíble violencia. El muchacho se agarró en el último momento para no caerse, logró recuperar el equilibrio y sacudió la cabeza, tratando de despejarse. Cuando alzó la mirada vio ante sí a Shi—Mae, triunfal, serena y terrible, pero más hermosa que nunca.
—Te lo advertí —dijo ella.
Ankris se sentó de un salto, pero aún se sentía algo mareado y tuvo que apoyarse en la baranda para no caerse.
—Reconozco mi error, mi señora —murmuró—. Perdonad mi atrevimiento.
Shi—Mae sonrió y se acodó en la balaustrada, junto a él. El brazo desnudo de ella rozó la piel de Ankris, y este se estremeció, como sacudido por una descarga eléctrica. Los lobos aullaban en la lejanía.
—¿Por qué aullan los lobos a la luna llena? —susurró Shi—Mae.
Ankris sonrió.
—Los lobos no aullan a la luna llena —dijo—. Aullan por las noches porque es cuando salen de caza. Habitualmente, para comunicarse con otros miembros de la manada que están lejos. Aunque a veces aullan solo para manifestar su alegría de vivir.
—¿De verdad? ¿Y qué dicen ahora?
Ankris sonrió de nuevo.
—Veremos —dijo solamente, y aulló.
Shi—Mae retrocedió, asustada, y miró a su alrededor, pero en el palacio todo parecía tranquilo.
—¿Qué estás haciendo? —susurró, irritada—. Si alguien nos ve juntos...
—Escuchad —interrumpió él en voz baja.
Un coro de aullidos respondió a su llamada desde la lejanía.
—¿Los oyes? Vienen de allí —dudó un poco antes de añadir—: Es mi manada.
—¿Tu... manada? —repitió Shi—Mae; no pareció importarle que Ankris la tuteara.
—¿Recuerdas los tres lobos que convertiste en piedra hace quince años? Dos machos y una hembra.
—¿Son esos los que te han contestado?
—No; esos murieron hace tiempo. Los lobos no viven mucho. Pero estos son sus descendientes. Sobrevivieron tres de sus hijos, que a su vez tuvieron nuevos cachorros, y se nos han unido cuatro más. Dos de las hembras están preñadas de nuevo. La familia crece —añadió, con una sonrisa.
Efectivamente, aquel grupo de animales se había convertido en su segunda familia, pero también era para él como una pandilla de amigos con quienes compartir las salvajes noches de plenilunio. Ankris los veía nacer, crecer y morir, puesto que sus cortas vidas no podían compararse con la larga existencia de él, pero no lo lamentaba, porque los momentos que pasaba con ellos eran tan plenos y maravillosos que cada segundo valía por una eternidad. Los lobos lo habían aceptado como líder, a pesar de que no era uno de ellos, quizá porque se habían acostumbrado a él, y también por el hecho de que el elfo había estado a su lado prácticamente desde su nacimiento.
—Eres un chico extraño —murmuró Shi—Mae.
—Ya me lo habían dicho —confesó él.
Se miraron a los ojos. Quizá fue la luna llena, o los aullidos de los lobos en la lejanía, o el brillo en los ojos de Shi—Mae, o aquel camisón tan blanco que relucía en la noche...
Ankris no pudo evitarlo. Se inclinó hacia ella y la besó.
Shi—Mae se puso rígida al principio, pero luego se abandonó al primer beso, torpe pero lleno de ternura, del joven elfo de los bosques. Lo rodeó con los brazos y sus dedos acariciaron su pelo cobrizo, encontrándolo sorprendentemente suave.
Sin embargo, cuando los dos se separaron, jadeantes, ella lo miró con furia.
—¡Pero cómo te atreves! ¡Márchate de aquí o llamaré a los guardias!
Reprimiendo una sonrisa, Ankris se inclinó ante ella.
—Como desees, mi señora. Buenas noches.
Se encaramó a la balaustrada de un salto y desapareció en la noche, loco de felicidad. A pesar de las maneras de doncella ofendida que había manifestado Shi—Mae, Ankris había leído en sus ojos la promesa de nuevos besos.
Corrió al bosque a reunirse con los lobos. Con el sabor de los labios de Shi—Mae todavía en su boca, Ankris lideró una cacería como no se recordaba en aquel lugar. Descubrieron un grupo de ciervos y atacaron al ejemplar que parecía más débil, una vieja hembra que se movía con lentitud. Mientras corría tras ella, recordando los ojos de Shi—Mae y aquel beso bajo la luna llena, Ankris notó que algo nuevo y a la vez extrañamente familiar recorría sus venas. Se sintió más fuerte, más ágil, más seguro, y se puso a cuatro patas para perseguir a su presa.
Y entonces, de pronto, apareció el dolor.
Lo recorrió de arriba abajo, torturándole, abrasándole las entrañas. Ankris se detuvo en seco y aulló, pero el dolor seguía sacudiéndolo por dentro. Se dejó caer al suelo y rodó por la hierba, mientras algo terrible lo devoraba, algo que lo transformaba de dentro hacia fuera, algo que destruía su naturaleza de elfo lenta pero inexorablemente.
Rodó hasta el río, gritando agónicamente, pero tampoco el agua pudo calmar el dolor.
Y aquello que lo consumía por dentro salió por fin al exterior y comenzó a transformarlo por fuera.