Festín de cuervos (18 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
8.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los ojos del Titán parecían cada vez más brillantes y más distantes entre sí. Arya no conocía a ningún Dios de Muchos Rostros, pero si respondía a las plegarias, tal vez fuera la deidad que buscaba.

«Ser Gregor —pensó—. Dunsen, Raff
el Dulce
, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei. Sólo quedan seis.» Joffrey estaba muerto; el Perro había matado a Polliver, y ella misma se había encargado del Cosquillas, y también de aquel escudero idiota de la espinilla. «No lo habría matado si no me hubiera agarrado.» El Perro estaba agonizando cuando lo abandonó a orillas del Tridente; ardía de fiebre por culpa de su herida. «Tendría que haberme apiadado de él y haberle clavado un cuchillo en el corazón.»

—¡Mira, Salina! —Denyo la agarró por el brazo para que se volviera—. ¿Lo ves? ¡Allí! —Señaló con el dedo.

Las nieblas se abrían ante ellos; la proa del barco rasgaba los cortinajes grises. La
Hija del Titán
hendía las aguas plomizas, viento en popa, impulsada por las velas moradas. Arya oía los graznidos de las aves marinas. Allí, en el lugar hacia donde señalaba Denyo, una hilera de riscos surgía abruptamente del mar, con las laderas escarpadas cubiertas de pinos soldado y píceas negruzcas. Pero más allá reaparecía el mar, y allí, sobre las aguas, se alzaba imponente el Titán, con los ojos llameantes y el pelo verde al viento.

Sus piernas salvaban la distancia entre las elevaciones de tierra; tenía un pie en cada montaña, y sus hombros se cernían amenazadores sobre las cimas rocosas. Las piernas eran de piedra maciza, del mismo granito negro que las montañas marinas sobre las que se alzaba, aunque en torno a las caderas llevaba una faldilla de armadura de bronce verdoso. La coraza también era de bronce, y en la cabeza llevaba un yelmo con cimera. La melena ondulante estaba hecha de cuerdas de cáñamo teñidas de verde, y en las cavernas que eran sus ojos ardían hogueras enormes. Una mano reposaba en el risco de la izquierda, con los dedos de bronce cerrados en torno a un saliente de piedra; la otra se alzaba en el aire y sostenía el puño de una espada rota.

«Sólo es un poco más grande que la estatua del rey Baelor que hay en Desembarco del Rey», se dijo cuando aún estaban a buena distancia. Pero a medida que la galera se iba acercando al lugar donde las olas rompían contra los riscos, el Titán se hacía aún más gigantesco. Oyó al padre de Denyo gritar órdenes con su voz retumbante, y los aparejadores empezaron a arriar las velas.

«Vamos a pasar a remo entre las piernas del Titán. —Arya divisó las troneras en la gran coraza de bronce, así como las manchas y las pecas que formaban los nidos de las aves marinas en los brazos y hombros del Titán. Estiró el cuello—. Baelor
el Santo
no le llegaría ni a las rodillas. Podría saltar por encima de las murallas de Invernalia.»

En aquel momento, el Titán lanzó un rugido.

Fue un sonido tan ciclópeo como él, un alarido terrible, arrasador, tan estruendoso que incluso ahogó la voz del capitán y el sonido de las olas que rompían contra los riscos cuajados de pinos. Un millar de aves marinas levantó el vuelo, y Arya se estremeció de pánico hasta que vio que Denyo se reía.

—Sólo está avisando al Arsenal de nuestra llegada —le gritó—. No tengas miedo.

—No tengo miedo —replicó Arya, también a gritos—. Es que ha sonado muy fuerte, nada más.

El viento y las olas controlaban ya a la
Hija del Titán
y la transportaban velozmente hacia el canal. La doble hilera de remos se movía con fluidez; las palas hendían el mar y formaban espuma blanca mientras la sombra del Titán caía sobre el barco. Durante un momento pareció que iban a chocar irremediablemente contra las piedras en las que apoyaba los pies. Arya, acuclillada junto a Denyo en la proa, sentía el sabor salado en los labios cada vez que las salpicaduras le llegaban a la cara. Tuvo que mirar casi en vertical para ver la cabeza del Titán.

«Los braavosis lo alimentan con la carne jugosa y rosada de niñas nobles», oyó decir de nuevo a la Vieja Tata, pero ella no era niña, y no se iba a asustar de una estúpida estatua.

Pese a todo, no apartó la mano de
Aguja
mientras pasaban entre sus piernas. En la cara interior de los enormes muslos de piedra había más aspilleras y, cuando Arya estiró el cuello y giró la cabeza para ver cómo el puesto del vigía pasaba a menos de diez varas de la faldilla del Titán, divisó los matacanes que había en la parte inferior, y también las caras blanquecinas que los miraban entre los barrotes de hierro.

Y de pronto se encontraron al otro lado.

La sombra se esfumó; los riscos cubiertos de pinos volvieron a aparecer a ambos lados; el viento amainó, y se encontraron en una gran laguna. Ante ellos se alzaba otra montaña marina, un saliente de roca que surgía de las aguas como un puño con púas, con las almenas rebosantes de escorpiones, escupefuegos y trabuquetes.

—El Arsenal de Braavos —lo había llamado Denyo, tan orgulloso como si lo hubiera edificado él mismo—. Ahí pueden construir una galera de combate en un día.

Arya divisó docenas de galeras amarradas en los embarcaderos o situadas todavía en las rampas por las que se deslizarían hacia el mar. Las proas pintadas de otras sobresalían de incontables cobertizos de madera, a lo largo de la costa pedregosa, como perros en sus casetas, esbeltos, crueles y hambrientos, a la espera de que los llamara el cuerno del cazador. Trató de contarlas, pero eran demasiadas, y había otros atracaderos, muelles y cobertizos más allá de donde la línea de la costa describía una curva.

Dos galeras habían salido a su encuentro. Parecían surcar las aguas como libélulas, con sus remos blancos moviéndose al compás. Arya oyó que el capitán les gritaba algo y los capitanes de las galeras respondían también a gritos, pero no entendió qué decían. Sonó un gran cuerno. Las galeras pasaron junto a ellos, una a cada lado, tan cerca que alcanzó a oír el sonido amortiguado de los tambores en el interior de los cascos violeta,
bum bum bum bum bum bum bum bum bum
, como el palpitar de corazones vivos.

Luego dejaron atrás las galeras, y también el Arsenal. Ante ellos se extendía una amplia zona de aguas verde guisante, como una lámina de cristal coloreado. En su húmedo corazón se alzaba la ciudad, una gran extensión de cúpulas, torres y puentes, todo en gris, dorado y rojo.

«Las cien islas de Braavos en el mar.»

El maestre Luwin les había hablado de Braavos, pero Arya no recordaba gran cosa. Era una ciudad llana, eso se veía desde lejos, en nada parecida a Desembarco del Rey, que se alzaba sobre tres colinas. Allí, las únicas colinas eran las que habían levantado los hombres con ladrillo, granito, bronce y mármol. También faltaba algo, aunque tardó unos instantes en darse cuenta de qué era.

«La ciudad no tiene murallas.» Cuando se lo dijo a Denyo, el chico se rió de ella.

—Nuestras murallas son de madera y están pintadas de violeta —le explicó—. Las galeras son nuestras murallas. No nos hacen falta otras.

La cubierta crujió a sus espaldas. Arya se volvió y se encontró con el padre de Denyo, ataviado con la capa de capitán, de lana morada. El capitán comerciante Ternesio Terys iba afeitado, y llevaba el pelo cano muy corto y pulcro, enmarcando un rostro cuadrado y curtido por los vientos. Durante la travesía lo había visto bromear a menudo con la tripulación, pero cuando fruncía el ceño, los hombres huían de él como si se avecinara una tormenta. En aquel momento tenía el ceño fruncido.

—Se acerca el final del viaje —le dijo a Arya—. Vamos a Puerto Chequy, donde los aduaneros del señor del Mar subirán a inspeccionar las bodegas. Tardarán medio día, como siempre, pero no hace falta que esperes hasta que terminen. Recoge tus cosas. Mandaré que bajen un bote, y Yorko te llevará a tierra.

«A tierra.» Arya se mordisqueó el labio. Había cruzado el mar Angosto para llegar allí, pero, si el capitán se lo hubiera preguntado, le habría dicho que prefería seguir a bordo de la
Hija del Titán
. Salina era demasiado menuda para manejar un remo, ya lo sabía, pero podía aprender a hacer nudos, arriar las velas y seguir un rumbo a través del ancho mar. Un día, Denyo la había subido a la cofa, y a ella no le había dado ningún miedo, aunque la cubierta se veía diminuta y muy abajo.

«Yo también sé hacer cuentas, y puedo limpiar un camarote.»

Pero en la galera no hacía falta un segundo grumete. Además, bastaba con ver la cara del capitán para darse cuenta de las ganas que tenía de librarse de ella. De modo que se limitó a asentir.

—A tierra —dijo, aunque eso significaba que estaría entre desconocidos.


Valar dohaeris.
—Se llevó dos dedos a la frente—. Te ruego que recuerdes a Ternesio Terys y el servicio que te ha prestado.

—Eso haré —respondió Arya con un hilo de voz. El viento le tironeaba la capa, insistente como un fantasma. Era hora de que se marchara.

«Recoge tus cosas», le había dicho el capitán; pero no tenía gran cosa que recoger: sólo la ropa que llevaba puesta, la bolsita de monedas, los regalos que le había hecho la tripulación, el puñal que llevaba colgado de la cadera izquierda y
Aguja
, a la derecha.

El bote estuvo preparado antes que ella, con Yorko a los remos. También era hijo del capitán, pero mayor que Denyo y no tan simpático.

«No me he despedido de Denyo —pensó mientras bajaba. Tal vez no volvería a ver al niño—. Tendría que haberme despedido de él.»

La
Hija del Titán
quedó tras ellos meciéndose en las aguas, mientras la ciudad se tornaba más y más grande con cada paletada de los remos de Yorko. A la derecha se divisaba un puerto, un entramado de muelles y atracaderos llenos de barcos balleneros de Ibben, naves cisne de las Islas del Verano y más galeras de las que habría podido contar. A su izquierda había otro puerto, más lejano, pasado un cabo donde la parte superior de barcos medio hundidos sobresalía de las aguas. Arya nunca había visto tantos edificios grandes en un solo lugar. En Desembarco del Rey estaban la Fortaleza Roja, el Gran Septo de Baelor y Pozo Dragón, pero al parecer, en Braavos había una veintena de templos, torres y palacios tan grandes como aquellos o incluso más.

«Volveré a ser un ratón —pensó, sombría—, igual que en Harrenhal antes de escaparme.»

Desde donde estaba el Titán, la ciudad le había parecido una única isla grande, pero a medida que los remos de Yorko los acercaban vio que se trataba de muchas islas pequeñas enlazadas por puentes de piedra en forma de arco que salvaban los incontables canales. Más allá del puerto divisó unas calles con casas de piedra gris, tan juntas que casi se apoyaban las unas contra las otras. A Arya le parecieron unos edificios extraños. Eran de cuatro o cinco pisos de altura, muy estrechos y con tejados en forma de pico, como sombreros puntiagudos. No vio ningún techo de paja, y apenas unas cuantas casas de madera, de las que abundaban en Poniente.

«Aquí no tienen árboles —advirtió—. Braavos es todo de piedra, una ciudad gris sobre un mar verde.»

Yorko enfiló hacia la zona norte de los atracaderos, y bajaron por un gran canal, una ancha vía de agua que llevaba directamente al centro de la ciudad. Pasaron bajo los puentes de piedra tallada, decorados con un centenar de tipos de peces, cangrejos y calamares. Un segundo puente apareció ante ellos, con un encaje de tallas de hojas de parra, y más allá, un tercero que los miraba fijamente con un centenar de ojos pintados. A ambos lados se abrían las bocas de canales más pequeños, en los que a su vez confluían otros más pequeños aún. Algunas casas se alzaban sobre los canales, lo que los transformaba en una especie de túneles. Por ellos se deslizaban botes de líneas esbeltas, con forma de serpiente marina, con la cabeza pintada y la cola alzada. Arya se fijó en que no se movían con remos, sino con pértigas manejadas por hombres situados en la popa, vestidos con capas de color gris, marrón y verde musgo. También vio barcazas de fondo plano en las que se amontonaban cajones y barriles, impulsadas por veinte pértigas a cada lado, y elegantes casas flotantes con farolillos de cristal coloreado, cortinajes de terciopelo y mascarones de proa metálicos. A lo lejos, por encima de casas y canales, había una especie de gigantesco camino de piedra gris que reposaba sobre pilares unidos por una arcada de tres niveles y se perdía entre la neblina hacia el sur.

—¿Qué es eso? —le preguntó Arya a Yorko al tiempo que se lo señalaba.

—El río de agua dulce —le respondió—. Trae agua fresca de tierra firme, de más allá de los estuarios y los bajíos de salitre. Agua buena de los manantiales.

Al mirar hacia atrás descubrió que ya no se veían el puerto ni la laguna. Al frente, una hilera de estatuas se alzaba a los lados del canal: hombres de piedra con expresión solemne y túnica de bronce salpicada de excrementos de aves marinas. Unos tenían en las manos un libro; otros, un puñal; otros, un martillo. Uno sostenía en alto una estrella dorada; otro vertía en el canal un chorro interminable desde una vasija de piedra.

—¿Son dioses? —preguntó Arya.

—Señores del Mar —respondió Yorko—. La isla de los Dioses está más allá. ¿Ves? Seis puentes más abajo, en la orilla derecha. Aquel es el templo de los Bardos Lunares.

Era uno de los que Arya había divisado desde la laguna, una mole imponente de mármol níveo coronada por una gran cúpula plateada cuyos vitrales de vidrio blanco mostraban todas las fases de la luna. Las puertas estaban flanqueadas por un par de doncellas de mármol, tan altas como los señores del Mar, que sostenían un dintel en forma de media luna.

Más allá había otro templo, un edificio de piedra roja tan austero como cualquier fortaleza. En la parte superior de la gran torre cuadrada ardía una almenara en un brasero de hierro de treinta palmos de diámetro, y otras de menor tamaño ardían a los lados de las puertas metálicas.

—A los sacerdotes rojos les gusta el fuego —le explicó Yorko—. Su dios es R'hllor, el Señor de la Luz.

«Ya lo sé.» Arya recordó a Thoros de Myr, con su armadura vieja, sus túnicas desgastadas y tan desteñidas que, más que un sacerdote rojo, parecía un sacerdote rosa. Pero había rescatado a Lord Beric de la muerte con un beso. Contempló la casa del dios rojo mientras pasaban junto a ella y se preguntó si los sacerdotes braavosis podrían hacer lo mismo.

A continuación se alzaba un gran edificio de ladrillo festoneado con líquenes. De no ser por el comentario de Yorko, Arya lo habría tomado por un almacén.

Other books

Mirage by Jenn Reese
Losing Joe's Place by Gordon Korman
Muerte en Hamburgo by Craig Russell
Trust in Us by Altonya Washington
Dream Man by Judy Griffith Gill
Alpha Wolf's Calling by Hannah Heat
The Resurrectionist by James Bradley