Festín de cuervos (2 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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Alcanzó a oír la risa de Emma, que se colaba a través de los postigos cerrados de una ventana situada más arriba, mezclada con otra voz más grave, la del hombre al que estaba atendiendo. Era la mayor de las mozas de El Cálamo y el Pichel, cuarenta años como poco, pero aún conservaba cierta belleza pulposa. Su hija Rosey tenía quince años y acababa de florecer. Emma había decretado que la virginidad de Rosey costaría un dragón de oro. Pate había ahorrado nueve venados de plata y un cuenco de estrellas de cobre y calderilla, pero de gran cosa le iba a servir. Le resultaría más fácil empollar un dragón de verdad que ahorrar monedas suficientes para obtener uno de oro.

—Si querías dragones, naciste demasiado tarde, chaval —le dijo Armen
el Acólito
a Roone. Armen llevaba en torno al cuello una tira de cuero engarzada con eslabones de peltre, cinc, plomo y cobre, y por lo visto pensaba, como la mayoría de los acólitos, que lo que tenían los novatos sobre los hombros era un nabo, no una cabeza—. El último murió durante el reinado de Aegon III.

—El último de Poniente —insistió Mollander.

—Tira la manzana —volvió a apremiarlo Alleras.

El Esfinge era un joven atractivo. Todas las mozas lo mimaban y consentían. Hasta Rosey le rozaba a veces el brazo cuando le servía vino, y Pate tenía que apretar los dientes y fingir que no se daba cuenta.

—El último dragón de Poniente fue el último dragón, y punto —insistió Armen—. Eso lo sabe cualquiera.

—¡Venga, esa manzana! —pidió Alleras—. ¿O te la vas a comer?

—Venga.

Arrastrando el pie zambo, Mollander dio un saltito, giró sobre sí mismo y lanzó la manzana hacia la bruma que pendía sobre el Vinomiel. De no ser por el pie habría sido caballero, igual que su padre. Fuerza para ello le sobraba, como demostraban aquellos brazos gruesos y hombros anchos. La manzana voló lejos, veloz...

... pero no tanto como la flecha que surcó el aire tras ella: cuatro palmos de vara de madera dorada con plumas de color escarlata. Pate no la vio acertar a la manzana, pero sí oyó el impacto, un ligero
chunk
que despertó ecos al otro lado del río antes de que llegara el ruido de la fruta contra el agua.

Mollander silbó.

—Le has sacado el corazón. Qué belleza.

«No tanta como la que tiene Rosey.» Pate adoraba aquellos ojos color avellana, aquellos pechos incipientes, la manera en que le sonreía al verlo. Adoraba los hoyuelos que tenía en las mejillas. A veces servía las bebidas descalza para notar la sensación de la hierba en los pies. Eso también lo adoraba. Adoraba su olor limpio y fresco, la manera en que se le rizaba el pelo detrás de las orejas. Hasta adoraba los dedos de sus pies. Una noche, la muchacha le había dejado que se los masajeara y jugara con ellos, y Pate había inventado una historia divertida sobre cada dedo, todo con tal de que no dejara de reírse.

Tal vez fuera mejor no cruzar el mar Angosto. Con el dinero que había ahorrado podía comprar un burro; Rosey y él lo montarían por turnos y recorrerían Poniente. Cierto era que Ebrose no lo consideraba digno del eslabón de plata, pero Pate sabía entablillar un hueso y aplicar sanguijuelas para unas fiebres. El pueblo llano le agradecería su ayuda. Si aprendía a cortar el pelo y afeitar, hasta podría trabajar de barbero.

«Con eso me bastaría —se dijo—, si tuviera a Rosey.» Rosey era todo lo que deseaba en el mundo.

No siempre había pensado lo mismo. En otros tiempos soñó con ser el maestre de un castillo, al servicio de algún señor generoso que lo honraría por su sabiduría y le regalaría un hermoso caballo blanco para agradecerle sus servicios. Qué alto, qué orgulloso cabalgaría, sonriendo desde arriba a la gente sencilla cuando se la cruzara en los caminos...

Una noche, en la sala común de El Cálamo y el Pichel, después de la segunda jarra de una sidra monstruosamente fuerte, Pate había alardeado de que no sería novicio toda la vida.

—Cierto —fue la respuesta a gritos de Leo
el Vago
—. Algún día serás un ex novicio que se dedicará a criar cerdos.

Apuró los posos de la jarra. En aquel amanecer, el porche iluminado con antorchas de El Cálamo y el Pichel era una isla de luz en un mar de neblina. Río abajo, el distante Faro de Hightower flotaba en la humedad de la noche como una nebulosa luna anaranjada, pero la luz no bastaba para animarlo.

«Ya tendría que haber venido el alquimista.» ¿Había sido una broma cruel, o le habría sucedido algo? No sería la primera vez que se le desmoronaba la buena suerte nada más rozar a Pate. En cierta ocasión se había considerado afortunado porque el archimaestre Walgrave lo había elegido para que lo ayudara con los cuervos, sin siquiera imaginar que muy poco más adelante también estaría sirviéndole las comidas, barriendo sus habitaciones y vistiéndolo por las mañanas. Según decía todo el mundo, lo que Walgrave había olvidado sobre la cría y cuidado de los cuervos era más de lo que la mayoría de los maestres llegaba a saber en toda su vida, de manera que Pate dio por supuesto que lo mínimo a lo que podía aspirar era un eslabón negro. Pero Walgrave no estaba dispuesto a dárselo. Si permitían al anciano seguir ostentando el título de archimaestre, era sólo por cortesía. Había sido Gran Maestre, pero en aquellos tiempos, su túnica ocultaba a menudo la ropa interior sucia, y medio año atrás, unos acólitos lo habían encontrado en la biblioteca llorando porque no sabía volver a sus habitaciones. El maestre Gormon ocupaba el lugar de Walgrave bajo la máscara de hierro. El mismo Gormon que en cierta ocasión había acusado de robo a Pate.

En el manzano que se alzaba junto al agua, un ruiseñor empezó a cantar. Era un sonido agradable, un grato cambio tras los gritos roncos y los graznidos incesantes de los cuervos que cuidaba todo el día. Los cuervos blancos conocían su nombre y en cuanto lo veían se lo empezaban a decir entre ellos, «Pate, Pate, Pate», hasta que le entraban ganas de gritar. Aquellos enormes pájaros blancos eran el orgullo del archimaestre Walgrave. Quería que devorasen su cadáver cuando muriese, pero Pate tenía la sospecha de que se lo querrían comer a él también.

Tal vez fuera aquella sidra monstruosamente fuerte (aunque no había ido con intención de beber, Alleras había estado pagando rondas para celebrar su eslabón de cobre, y el sentimiento de culpa le daba sed), pero casi sonaba como si los trinos del ruiseñor dijeran «oro por hierro, oro por hierro, oro por hierro». Cosa de lo más extraño, porque era lo mismo que había dicho el desconocido la noche en que Rosey los reunió. «¿Quién eres?», le había preguntado Pate, y la respuesta del hombre fue «Un alquimista. Sé transformar el hierro en oro». Y de repente tenía la moneda en la mano, la hacía bailar por encima de los nudillos, y el amarillo dorado brillaba a la luz de la vela. En un lado se veía un dragón de tres cabezas, y en el otro, la cara de algún rey muerto. «Oro por hierro —recordó Pate—, no hay mejor negocio. ¿La quieres tener? ¿La amas?»

—No soy ningún ladrón —le respondió al hombre que se decía alquimista—. Soy novicio en la Ciudadela.

El alquimista inclinó la cabeza.

—Si lo reconsideras, volveré a estar aquí dentro de tres días, con mi dragón —se limitó a decir.

Habían pasado tres días. Pate había regresado a El Cálamo y el Pichel, aunque aún no estaba seguro de lo que iba a hacer, pero en lugar del alquimista se encontró con Mollander, Armen y el Esfinge, con Roone pisándoles los talones. Si no se hubiera unido a ellos, habría resultado sospechoso.

El Cálamo y el Pichel no cerraba nunca. Llevaba seiscientos años en su isla del Vinomiel y ni un solo día había dejado de atender a los clientes. Aunque el alto edificio de madera se inclinaba hacia el sur, igual que los novicios se inclinaban a veces después de una jarra, Pate daba por hecho que la taberna seguiría en pie y en marcha seiscientos años más, despachando vino, cerveza y aquella sidra monstruosamente fuerte a marineros, hombres del río, herreros, bardos, sacerdotes y príncipes, y a los novicios y acólitos de la Ciudadela.

—Antigua no es el mundo —declaró Mollander en voz demasiado alta.

Era hijo de un caballero y no podía estar más borracho. Desde que le llegó la noticia de la muerte de su padre en el Aguasnegras, se emborrachaba casi todas las noches. Incluso allí, en Antigua, lejos de las batallas y a salvo tras los muros, la guerra de los Cinco Reyes los había afectado a todos, aunque el archimaestre Benedict no dejaba de señalar que no había sido nunca una guerra de cinco reyes, ya que Renly Baratheon había sido asesinado antes de la coronación de Balon Greyjoy.

—Mi padre decía siempre que el mundo es más grande que el castillo de ningún señor —siguió Mollander—. Los dragones deben de ser lo mínimo que se podría encontrar en Qarth, Asshai y Yi Ti. Las historias que cuentan esos marineros...

—... son historias que cuentan los marineros —lo interrumpió Armen—. Marineros, mi querido Mollander. Baja a los muelles y te apuesto lo que sea a que te encontrarás marineros que te hablarán de las sirenas que se han tirado, o de como pasaron un año en el vientre de un pez.

—¿Y cómo sabes que no es verdad? —Mollander caminaba a trompicones por la hierba en busca de más manzanas—. Para estar del todo seguro de que mienten tendrías que haber estado tú en el vientre del pez. Cuando un marinero cuenta una historia, vale, te puedes reír, pero cuando los remeros de cuatro barcos diferentes cuentan en cuatro idiomas el mismo cuento...

—El cuento no es el mismo —insistió Armen—. Dragones en Asshai, dragones en Qarth, dragones en Meereen, dragones dothrakis, dragones que liberan esclavos... Los cuentos son todos diferentes.

—Sólo en los detalles. —Cuanto más bebía, más testarudo se ponía Mollander, que ya era obstinado incluso sobrio—. Todos hablan de dragones y de una reina joven y hermosa.

El único dragón que le interesaba a Pate era de oro amarillo. ¿Qué le habría pasado al alquimista?

«Tres días. Dijo que estaría aquí.»

—Tienes otra manzana al lado del pie —le indicó Alleras a Mollander—, y aún me quedan dos flechas en el carcaj.

—A tomar por culo el carcaj. —Mollander recogió la fruta—. Esta tiene gusanos —se quejó; de todos modos, la lanzó al aire. La flecha acertó en la manzana justo cuando empezaba a descender y la partió limpiamente en dos. Una de las mitades cayó en el tejado de una torreta, rodó hasta otro tejado inferior, rebotó y no golpeó a Armen por un palmo—. Si partes por la mitad un gusano, te salen dos gusanos —los informó el acólito.

—Si con las manzanas sucediera lo mismo, nadie pasaría hambre —señaló Alleras con una de sus sonrisas esbozadas.

El Esfinge sonreía siempre, como si supiera un chiste secreto. Eso le daba un aspecto pérfido que le pegaba muy bien con la barbilla puntiaguda, el pico del nacimiento del pelo y la densa mata de rizos negros como el azabache.

Alleras sería maestre algún día. Sólo llevaba un año en la Ciudadela y ya había forjado tres eslabones de su cadena. Armen tenía más, sí, pero obtener cada uno le había llevado un año. Aun así, también sería maestre algún día. Roone y Mollander seguían siendo novicios de cuello desnudo, pero Roone era muy joven, y Mollander era más aficionado a la bebida que a la lectura.

En cambio, Pate...

Llevaba cinco años en la Ciudadela; apenas tenía trece cuando ingresó, y aun así, su cuello seguía tan desnudo como el día en que llegó de las tierras de Poniente. Se había considerado preparado en dos ocasiones. La primera se había presentado ante el archimaestre Vaellyn para demostrar su conocimiento de los cielos, pero lo único que logró fue averiguar cómo se había ganado el sobrenombre de Vinagre. Le hicieron falta dos años para reunir valor e intentarlo de nuevo. En la segunda ocasión se sometió al juicio del archimaestre Ebrose, un anciano bondadoso conocido por la suavidad de su voz y la gentileza de sus manos, pero para Pate, los suspiros de Ebrose resultaron tan dolorosos como las pullas mordaces de Vaellyn.

—La última manzana y te cuento lo que sospecho de esos dragones —prometió Alleras.

—¿Qué vas a saber tú que no sepa yo? —gruñó Mollander.

Divisó una manzana en una rama, dio un salto, la arrancó y la lanzó. Alleras se llevó la cuerda del arco hasta la oreja y giró con elegancia para seguir la trayectoria del objetivo. Liberó la flecha justo cuando la manzana empezaba a caer.

—Siempre fallas la última —comentó Roone. La manzana cayó al agua intacta—. ¿Lo ves?

—El día en que se aciertan todas es el día en que se deja de mejorar.

Alleras soltó la cuerda del arco y lo guardó en la funda de cuero. El arco estaba tallado en aurocorazón, una madera rara y fabulosa procedente de las Islas del Verano. Pate había intentado tensarlo una vez sin conseguir nada.

«El Esfinge parece esbelto, pero esos brazos delgados tienen fuerza», reflexionó mientras Alleras pasaba una pierna al otro lado del banco para llegar a su copa de vino.

—El dragón tiene tres cabezas —anunció con su suave y pausado acento dorniense.

—¿Es un acertijo? —quiso saber Roone—. En las leyendas, las esfinges siempre hablan con acertijos.

—No es ningún acertijo.

Alleras bebió un trago de vino. Los demás trasegaban picheles de la sidra monstruosamente fuerte a la que debía su fama El Cálamo y el Pichel, pero él prefería los vinos extraños y dulces de la tierra de su madre. Esos vinos no eran baratos ni siquiera en Antigua.

Fue Leo
el Vago
quien le puso a Alleras el apodo de Esfinge. Una esfinge es un poco de esto y un poco de aquello: cara humana, cuerpo de león, alas de halcón... Igual que Alleras. Su padre era dorniense, y su madre, una isleña del verano de piel negra. Él también tenía la piel oscura como la teca. Y, al igual que las esfinges de mármol verde que flanqueaban las puertas principales de la ciudadela, los ojos de Alleras eran de ónice.

—Los únicos dragones de tres cabezas son los que se ponen en los escudos y en los estandartes —afirmó con rotundidad Armen
el Acólito
—. Es una variante heráldica, sólo eso. Y además, todos los Targaryen han muerto.

—No todos —replicó Alleras—. El Rey Mendigo tenía una hermana.

—Yo creía que le habían estampado la cabeza contra la pared —dijo Roone.

—No —dijo Alleras—. Los valerosos hombres del León de Lannister le estamparon la cabeza contra la pared a Aegon, el hijo pequeño del príncipe Rhaegar. Nosotros hablamos de la hermana de Rhaegar, nacida en Rocadragón antes de que cayera la fortaleza. Le pusieron por nombre Daenerys.

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