Festín de cuervos (60 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
5.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí —dijo, y a partir de aquel momento se convirtió en novicia en la Casa de Blanco y Negro.

Se llevaron su atuendo de sirvienta y le dieron una túnica blanca y negra, tan suave como la vieja manta roja que había tenido en Invernalia. Bajo ella llevaba ropa interior de fino lino blanco, y una enagua que le llegaba por debajo de las rodillas.

A partir de entonces, la niña y ella pasaron muchas horas juntas, tocando cosas, señalando, intentando enseñarse mutuamente unas cuantas palabras de sus respectivos idiomas. Al principio eran palabras sencillas, como
copa
,
vela
o
zapato
. Luego pasaron a otras más difíciles, y luego, a las frases. En otros tiempos, Syrio Forel le ordenaba que se sostuviera en una sola pierna hasta que ella acababa temblando. Más tarde la había enviado a cazar gatos. Había bailado la danza del agua en las ramas de los árboles, con una espada de madera en la mano. Todo aquello fue difícil, pero lo que estaba haciendo entonces era más difícil todavía.

«Hasta coser era más divertido que aprender idiomas —se dijo una noche, después de olvidar la mitad de las palabras que creía saber y pronunciar la otra mitad tan mal que la niña se había reído de ella—. Hago unas frases tan mal hilvanadas como las puntadas que daba. —Si la niña no hubiera sido tan menuda y demacrada, a Arya le habrían dado ganas de partirle aquella cara de idiota. Pero se limitó a mordisquearse el labio—. Demasiado idiota para aprender y demasiado idiota para rendirme.»

La niña abandonada aprendía la lengua común mucho más deprisa. Un día, durante la cena, se volvió hacia Arya.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Nadie —respondió Arya en braavosi.

—Mientes —dijo la niña—. Debes mentir más bien.

Arya se echó a reír.

—¿Más bien? Querrás decir mejor, idiota.

—Mejor idiota. Te enseño.

Al día siguiente empezaron con el juego de las mentiras: se hacían preguntas por turno, y a veces respondían la verdad y a veces mentían. La que hacía la pregunta tenía que intentar adivinar cuándo era verdadera la respuesta y cuándo falsa. La niña abandonada siempre parecía saberlo. Arya tenía que adivinar, y se equivocaba la mayoría de las veces.

—¿Cuántos años? —le preguntó una vez la niña en la lengua común.

—Diez —respondió Arya mostrando diez dedos.

Creía que aún tenía diez años, aunque no estaba segura del todo. Los braavosis no contaban los días de la misma forma que en Poniente. Tal vez ya hubiera pasado su día del nombre.

La niña asintió. Arya asintió también, y buscó las palabras en braavosi.

—¿Cuántos años tienes tú?

La niña le mostró diez dedos. Luego diez otra vez, diez una vez más, y luego, seis. Su rostro permaneció tan inexpresivo como las aguas en calma.

«No puede tener treinta y seis años —pensó Arya—. Es una niña.»

—Es mentira —dijo.

La niña sacudió la cabeza y volvió a hacer el gesto: diez, diez y diez, y luego seis. Dijo «treinta y seis» en braavosi, e hizo que Arya lo repitiera.

Al día siguiente le comentó al hombre bondadoso lo que le había dicho la niña abandonada.

—No te mintió —respondió el sacerdote con una risita—. Esa a la que tú llamas niña abandonada es una mujer madura que se ha pasado la vida al servicio de El que Tiene Muchos Rostros. Le entregó todo lo que era, todo lo que podía llegar a ser, todas las vidas que había en su interior.

Arya se mordisqueó el labio.

—¿Seré como ella?

—No —replicó el hombre—. A menos que lo desees, claro. Lo que le da el aspecto que ves son los venenos.

«Venenos.» Entonces lo comprendió todo. Todas las noches, después de las oraciones, la niña vaciaba una frasca de piedra en las aguas del estanque negro.

La niña y el hombre bondadoso no eran los únicos sirvientes del Dios de Muchos Rostros. De cuando en cuando llegaban otros a visitar la Casa de Blanco y Negro. El gordo tenía los ojos negros y llameantes, la nariz ganchuda y una boca grande de dientes amarillentos. El del rostro severo no sonreía nunca; sus ojos eran claros, sus labios, gruesos y oscuros. El guapo llevaba la barba de un color diferente cada vez que lo veía, y también una nariz diferente, pero nunca dejaba de ser atractivo. Esos tres eran los que acudían más a menudo, aunque había otros: el bizco, el joven señor, el hambriento... En cierta ocasión, el gordo y el bizco llegaron juntos. Umma envió a Arya para que les sirviera las bebidas.

—Cuando no les estés sirviendo tienes que estar tan quieta como si estuvieras esculpida en piedra —le dijo el hombre bondadoso—. ¿Serás capaz?

—Sí.

«Antes de aprender a moverte tienes que aprender a estar quieta», le había enseñado Syrio Forel en Desembarco del Rey, hacía mucho tiempo. Y ella había aprendido. Había servido a Roose Bolton como copera en Harrenhal, y aquel hombre mandaba azotar a quienes derramaban el vino.

—Bien —dijo el hombre bondadoso—. Lo mejor sería que también fueras ciega y sorda. Tal vez oigas cosas, pero tienes que dejar que te entren por un oído y te salgan por otro. No escuches.

Arya oyó mucho, mucho, aquella noche, pero casi todo en la lengua de Braavos, y apenas entendió una palabra de cada diez.

«Inmóvil como una piedra», se dijo. Lo más difícil era no bostezar. Antes de que acabara la noche tenía la mente en otra parte. Allí de pie, con la frasca en las manos, soñó que era una loba, que corría libre por un bosque a la luz de la luna, con una gran manada que aullaba tras ella.

—¿Todos los demás son sacerdotes? —le preguntó al hombre bondadoso a la mañana siguiente—. ¿Eran sus verdaderos rostros?

—¿Tú qué crees, niña?

«No», pensó ella.

—¿Jaqen H'ghar también es un sacerdote? ¿Sabes si Jaqen va a volver a Braavos?

—¿Quién? —preguntó él, todo inocencia.

—Jaqen H'ghar. El que me dio la moneda de hierro.

—No conozco a nadie que tenga ese nombre, niña.

—Le pregunté cómo cambiaba de cara, y me dijo que no era más difícil que cambiar de nombre para quien supiera hacerlo.

—¿De verdad?

—¿Me enseñarás a cambiar de cara?

—Como quieras. —Le cogió la barbilla con la mano y le hizo girar la cabeza—. Hincha las mejillas y saca la lengua. —Arya hinchó las mejillas y sacó la lengua—. Ya está. Ya has cambiado de cara.

—No quería decir eso. Jaqen hizo magia.

—Toda hechicería tiene un precio, niña. Hacen falta años de oraciones, estudio y sacrificios para conseguir un buen encantamiento.

—¿Años? —dijo con desaliento.

—Si fuera fácil, todo el mundo lo haría. Antes de correr hay que aprender a caminar. ¿Para qué utilizar un hechizo, si basta con trucos de titiritero?

—Tampoco sé trucos de titiritero.

—Pues practica haciendo muecas. Bajo la piel tienes músculos. Aprende a utilizarlos. Es tu cara. Tus mejillas, tus labios, tus orejas... La sonrisa y el ceño no deben asaltarte cuando menos lo esperes. La sonrisa debe estar a tu servicio, acudir sólo cuando la llames. Aprende a gobernar tu rostro.

—Enséñame.

—Hincha las mejillas. —Lo hizo—. Arquea las cejas. No, más. —También obedeció—. Bien. Ahora, aguanta así tanto como puedas. No será mucho tiempo. Y prueba mañana otra vez. En las criptas hay un espejo myriense. Entrénate ante él una hora al día. Los ojos, las fosas nasales, las mejillas, las orejas, los labios... Aprende a controlarlo todo. —Le sujetó la barbilla con la mano—. ¿Quién eres?

—Nadie.

—Mentira. Una mentira patética, niña.

Al día siguiente buscó el espejo myriense, y por las mañanas y por las noches se sentaba ante él con una vela a cada lado para hacer muecas.

«Domina tu rostro y podrás mentir», se dijo.

Poco después, el hombre bondadoso le ordenó que ayudara a los otros acólitos a preparar los cadáveres. No era un trabajo tan duro como el de fregar los escalones para Weese. A veces, si el cadáver era muy grande o gordo, el peso le daba problemas, pero la mayoría eran viejos sacos de huesos con la piel arrugada. Arya los contemplaba mientras los lavaba y se preguntaba qué los habría llevado al estanque negro. Recordó una historia que le había oído contar a la Vieja Tata, de como algunas veces, durante los inviernos largos, los hombres que habían vivido más de lo que les correspondía anunciaban que se iban de caza.

«Y sus hijas lloraban y sus hijos giraban el rostro hacia el fuego —casi oía decir a la Vieja Tata—, pero nadie los detenía, ni les preguntaba qué animales pensaban cazar con tanta nieve y con el viento gélido aullando.» Se preguntó qué les dirían los braavosis viejos a sus hijos antes de partir hacia la Casa de Blanco y Negro.

La luna recorrió todo su ciclo y lo volvió a recorrer, pero Arya no lo vio. Servía, lavaba a los muertos, hacía muecas ante los espejos, aprendía el idioma braavosi y trataba de recordar que no era nadie.

Un día, el hombre bondadoso la hizo llamar.

—Tienes un acento espantoso —le dijo—, pero sabes lo suficiente para hacerte entender a tu manera. Ha llegado el momento de que nos dejes durante un tiempo. El único modo de que domines de verdad nuestro idioma es que te veas obligada a hablarlo todos los días, de la mañana a la noche. Tienes que irte.

—¿Cuándo? —le preguntó—. ¿Adónde?

—Ahora —respondió él—. Más allá de estos muros están las cien islas de Braavos, en el mar. Ya sabes cómo se llaman los mejillones, los berberechos y las almejas, ¿no?

—Sí.

Le recitó las palabras en su mejor braavosi. Su mejor braavosi lo hizo sonreír.

—Con eso bastará. Ve a los muelles, bajo la Ciudad Ahogada, y busca a un pescador llamado Brosco. Es un buen hombre que tiene dolores de espalda. Le hace falta una chica que tire de la carretilla y les venda los berberechos, las almejas y los mejillones a los marineros de los barcos. Esa chica vas a ser tú. ¿Entendido?

—Sí.

—Y cuando Brosco te pregunte, ¿quién le dirás que eres?

—Nadie.

—No. Fuera de esta Casa no basta con eso.

Titubeó.

—Podría ser Salina, de Salinas.

—Ternesi Terys y los hombres de la
Hija del Titán
conocen a Salina. Tu forma de hablar te delata, así que tienes que ser una chica de Poniente. Pero otra chica.

—¿Puedo ser Gata? —Se mordisqueó el labio.

—Gata. —Meditó un instante—. Sí. Braavos está lleno de gatos. Nadie se fijará en uno más. Eres Gata, una huérfana de...

—Desembarco del Rey.

Había visitado Puerto Blanco con su padre en dos ocasiones, pero conocía mejor Desembarco.

—Muy bien. Tu padre era remero en una galera. Cuando murió tu madre, él te llevó al mar. Luego también murió, y como al capitán no le servías de nada, te echó del barco en Braavos. ¿Y cómo se llamaba el barco?


Nymeria
—replicó ella al momento.

Aquella noche salió de la Casa de Blanco y Negro. Llevaba al cinto un largo cuchillo de hierro escondido bajo la capa, una prenda remendada y descolorida propia de una huérfana. Los zapatos le hacían daño en los dedos de los pies, y la túnica estaba tan desgastada que sentía el mordisco del aire. Pero Braavos se extendía ante ella. El aire nocturno olía a humo, a sal y a pescado. Los canales describían curvas, y los callejones también. Los hombres la miraban con curiosidad al pasar; los niños mendigos le gritaban cosas que no entendía. No tardó mucho en estar completamente extraviada.

—Ser Gregor —entonó mientras cruzaba un puente de piedra soportado por cuatro arcos. Desde el centro alcanzó a ver los mástiles de los barcos, en el puerto del Trapero—. Dunsen, Raff
el Dulce
, Ser Ilyn, Ser Meryn, la reina Cersei.

Empezó a llover. Arya alzó el rostro para que las gotas de agua le corrieran por las mejillas; era tan feliz que tenía ganas de bailar.


Valar morghulis
—dijo—.
Valar morghulis
,
valar morghulis
.

ALAYNE (1)

Cuando la luz del sol naciente empezó a entrar por las ventanas, Alayne se incorporó en la cama y se desperezó. Gretchel la oyó moverse, y al momento se levantó para llevarle la bata. Las habitaciones se habían enfriado mucho durante la noche.

«Y será mucho peor cuando nos envuelva el invierno —pensó—. Este lugar se volverá frío como una tumba.» Alayne se puso la bata y se la ató con el cinturón.

—El fuego se ha apagado casi del todo —observó—. Pon otro tronco, por favor.

—Como desee mi señora —respondió la anciana.

Las habitaciones de Alayne en la Torre de la Doncella eran más amplias y lujosas que el pequeño dormitorio que le habían asignado cuando aún vivía Lady Lysa. Tenía un vestidor y un retrete para ella sola, y un balcón de piedra blanca labrada desde donde se dominaba todo el Valle. Mientras Gretchel atizaba el fuego, Alayne recorrió la estancia descalza y salió al exterior. Sintió la piedra fría bajo los pies, y el viento soplaba fiero, como siempre allí arriba, pero las vistas hicieron que todo se le olvidara por un instante. La de la Doncella era la torre más oriental de las siete del Nido de Águilas, de modo que el Valle se extendía ante ella, con los bosques, los ríos y los brazos envueltos en bruma a la luz de la mañana. Al iluminar las montañas, el sol hacía que parecieran de oro macizo.

«Es tan hermoso... —La cima nevada de la Lanza del Gigante se alzaba ante ella; una inmensidad de piedra y hielo que empequeñecía el castillo posado en su hombro. Carámbanos de siete varas de largo colgaban del borde del precipicio donde, en verano, caían las Lágrimas de Alyssa. Un halcón sobrevoló la cascada helada, con las alas azules extendidas contra el cielo de la mañana—. Ojalá tuviera alas yo también.»

Apoyó las manos en la balaustrada de piedra y se obligó a asomarse. Doscientas varas más abajo se alzaba Cielo, con los peldaños de piedra excavados en la montaña, el sendero serpenteante que pasaba por Nieve y Piedra hasta llegar al fondo del Valle. Divisó las torres y edificios de las Puertas de la Luna, diminutos como juguetes. Alrededor de las murallas, los ejércitos de los Señores Recusadores empezaban a cobrar vida, y los hombres salían de sus carpas como hormigas de un hormiguero.

«Ojalá fueran hormigas de verdad —pensó—. Podría pisarlas y aplastarlas.»

Lord Hunter,
el Joven
, y sus hombres se habían unido a los demás hacía dos días. Nestor Royce había cerrado las Puertas para detenerlos, pero su guarnición contaba con menos de trescientos hombres. Cada uno de los Señores Recusadores había acudido con un millar, y eran seis. Alayne conocía sus nombres tan bien como el suyo propio. Benedar Belmore, señor de Rapsodia. Symond Templeton,
el Caballero de Nuevestrellas
. Horton Redfort, señor de Fuerterrojo. Anya Waynwood, señora de Roble de Hierro. Gilwood Hunter, al que muchos llamaban Lord Hunter,
el Joven
, señor de Arcolargo. Y Yohn Royce, el más poderoso de todos, el temible Yohn Bronce, señor de Piedra de las Runas, primo de Nestor y cabeza de la rama más importante de la Casa Royce. Los seis se habían reunido en Piedra de las Runas tras la caída de Lysa Arryn, y habían hecho el juramento de defender a Lord Robert, defender el Valle y defenderse entre ellos. En su declaración no se mencionaba al Lord Protector, pero hablaba de un «mal gobierno» al que había que poner fin, así como de «falsos amigos y consejeros taimados».

Other books

White Water by Linda I. Shands
The New Guy by Amy Spalding
True Confessions by Parks, Electa Rome
Fearless by Shira Glassman
Still Falling by Costa, Bella
Demand by Lisa Renee Jones
The Devil's Waltz by Anne Stuart