La mano de oro fue objeto de muchos comentarios admirativos durante la cena, al menos hasta que Jaime derribó una copa de vino. En aquel momento se dejó dominar por el genio.
—Si tanto os gusta esta mierda, cortaos la mano de la espada y os la regalo —le dijo a Flement Brax.
Después de aquello cesaron los comentarios relativos a su mano, y pudo beber en paz un poco de vino.
La señora del castillo era Lannister por matrimonio, una niña regordeta que aún gateaba: la habían casado con su primo Tyrek antes de que cumpliera un año. Tal como imponía la etiqueta, les llevaron a Lady Ermesande para que le dieran su aprobación, embutida en una diminuta túnica de hilo de oro con las líneas zigzagueantes verdes y las ondas en verde más claro de la Casa Hayford en diminutas cuentas de jade. Pero la niña no tardó en echarse a llorar, por lo que su ama de cría se la llevó a la cama.
—¿Seguimos sin noticias de Lord Tyrek? —preguntó el castellano mientras le servían la trucha.
—Sí. —Tyrek Lannister había desaparecido durante los disturbios de Desembarco del Rey, mientras Jaime estaba prisionero en Aguasdulces. El muchacho habría cumplido catorce años, suponiendo que siguiera con vida.
—Dirigí la búsqueda en persona por orden de Lord Tywin —intervino Addam Marbrand mientras quitaba las espinas del pescado—, pero no corrí mejor suerte que Bywater: yo tampoco descubrí nada. La última vez que lo vieron estaba a caballo, y en ese momento, la turba rompió la barrera de los capas doradas. Después de aquello... Bueno, encontramos su palafrén, pero no al jinete. Lo más probable es que lo derribaran y lo asesinaran. Pero si fue así, ¿qué pasó con su cadáver? La chusma dejó allí los demás; ¿por qué no el suyo?
—Tendría más valor vivo —señaló Jabalí—. Se pagaría un buen rescate por cualquier Lannister.
—Sin duda —convino Marbrand—, pero jamás se pidió rescate alguno. El chico se ha esfumado.
—El chico está muerto. —Jaime se había bebido tres copas de vino; la mano dorada le parecía más pesada y torpe por momentos. «Tanto daría que me hubieran hecho un garfio»—. Si se dieron cuenta de quién era el crío que habían matado, lo tiraron al río, seguro. Temerían la cólera de mi padre; ya la conocían en Desembarco del Rey. Lord Tywin siempre pagaba sus deudas.
—Siempre —asintió Jabalí, y con eso se acabó la conversación.
Pero más tarde, en la habitación de la torre que le habían ofrecido para pasar la noche, Jaime empezó a tener dudas. Tyrek había servido al rey Robert como escudero a la vez que Lancel. Las cosas que se saben pueden ser tan valiosas como el oro y tan mortíferas como una daga. Enseguida le acudió a la mente Varys, siempre sonriente y con su olor a lavanda. El eunuco tenía agentes e informadores por toda la ciudad; para él habría sido sencillo disponer las cosas para que se llevaran a Tyrek en la confusión... siempre que supiera por adelantado que la chusma se iba a amotinar.
«Y Varys lo sabía todo, o eso nos quería hacer creer. Pero no avisó a Cersei de la revuelta, y tampoco bajó a los barcos para despedir a Myrcella.»
Abrió los postigos. La noche era cada vez más fría, y una esquirla de luna brillaba en el cielo. A su luz, la mano tenía un brillo mortecino.
«No me servirá para estrangular eunucos, pero al menos le podrá convertir esa sonrisa babosa en escombros rojos.» Tenía ganas de golpear a alguien.
Ser Ilyn estaba afilando el mandoble cuando Jaime dio con él.
—Ya es la hora —le dijo.
El decapitador se levantó y lo siguió; sus botas de cuero agrietado resonaban contra los empinados peldaños de piedra cuando bajaron por las escaleras. Ante la armería había un patio pequeño. Jaime cogió dos escudos, dos yelmos y un par de espadas romas de torneo. Le tendió una a Payne y cogió la otra con la mano izquierda antes de pasar el brazo derecho por las cinchas del escudo. Los dedos dorados estaban algo curvados, pero no podían agarrar, de manera que no sostenía el escudo con firmeza.
—Habéis sido caballero, ser —dijo Jaime—. Igual que yo. Veamos qué somos ahora.
La respuesta de Ser Ilyn fue alzar la espada, y Jaime se adelantó para atacar. Payne estaba tan oxidado como su cota de malla y no era tan fuerte como Brienne, pero detuvo todos los golpes con su hoja o interpuso el escudo. Danzaron bajo la luna menguante mientras las espadas romas entonaban su canción de acero. Durante un rato, el caballero silencioso se conformó con dejar que Jaime tomara la iniciativa en el baile, pero más adelante empezó a responder a los golpes con golpes. Acertó a Jaime en el muslo, en el hombro y en el antebrazo. En tres ocasiones hizo que le resonara la cabeza con golpes en el yelmo. Un tajo le arrancó el escudo del brazo derecho y estuvo a punto de romper las correas que le ataban la mano de oro al muñón. Cuando bajaron las espadas, Jaime estaba molido y magullado, pero el vino se había evaporado, y tenía la cabeza despejada.
—Volveremos a bailar —prometió a Ser Ilyn—. Mañana, y pasado mañana. Bailaremos todos los días, hasta que sea tan bueno con la mano izquierda como lo era con la derecha.
Ser Ilyn abrió la boca y emitió un sonido chasqueante.
«Una carcajada», comprendió Jaime. Algo se le revolvió en las tripas.
A la mañana siguiente, nadie tuvo la osadía de mencionar sus magulladuras. Por lo visto no habían oído el estrépito de su lucha a espada en medio de la noche. Pero, mientras bajaban al campamento, Lew Piper
el Pequeño
formuló la pregunta que caballeros y señores no se atrevían a hacer. Jaime le sonrió.
—En Casa Hayford tienen mozas muy ardientes. Son mordiscos de amor, chaval.
Al día radiante y ventoso lo siguió otro encapotado, y luego, tres de lluvia. No los afectaban el viento ni el agua. La columna mantuvo el mismo paso hacia el norte por el camino Real, y cada noche, Jaime daba con un lugar aislado para buscarse más mordiscos de amor. Lucharon en un establo ante la mirada de una mula tuerta, y en la bodega de una posada entre barriles de vino y cerveza. Lucharon entre los restos ennegrecidos de un enorme granero de piedra; en una isleta boscosa, en medio de un arroyo de aguas bajas, y al aire libre mientras la lluvia repiqueteaba suavemente contra sus yelmos y escudos.
Jaime buscaba excusas para sus correrías nocturnas, pero no cometía la estupidez de pensar que los demás las creían. Sin lugar a dudas, Addam Marbrand sabía lo que se hacía, y posiblemente otros capitanes lo sospecharan. Pero nadie hablaba del tema delante de él, y como el único testigo carecía de lengua, no había peligro de que nadie supiera hasta qué punto se había convertido el Matarreyes en un espada incompetente.
No tardaron en ver los rastros de la guerra por todas partes. En los sembradíos crecían malas hierbas, espinos y arbustos, en lugar del trigo otoñal que tendría que estar a punto para la cosecha; apenas había viajeros por el camino Real, y los lobos gobernaban aquel mundo fatigado desde el ocaso hasta el amanecer. Casi todos los animales eran suficientemente cautelosos para mantener las distancias, pero un jinete de la avanzadilla de Marbrand vio como mataban a su caballo cuando desmontó para mear.
—Ningún animal sería tan osado —declaró Bonifer
el Bueno
, el del rostro severo y triste—. Son demonios con piel de lobo; los envían para castigarnos por nuestros pecados.
—Este caballo debió de cometer pecados terribles —replicó Jaime ante lo que quedaba del pobre animal.
Dio orden de que trocearan el resto de la carne y la pusieran en salazón; tal vez la necesitaran más adelante.
En un lugar llamado Cuerno de la Puerca encontraron a un anciano caballero llamado Ser Roger Hogg, sentado con testarudez en su torreón, con seis soldados, cuatro ballesteros y una veintena de campesinos. Era un hombretón corpulento e irritable, y Ser Kennos comentó que tal vez se tratara de un Crakehall, ya que su blasón era un jabalí pinto. Por lo visto, el Jabalí también lo creía, ya que se pasó una hora interrogando a Ser Roger sobre sus antepasados.
A Jaime le interesaba más lo que pudiera decirles de los lobos.
—Tuvimos problemas con una manada que llevaba la estrella blanca —le dijo el viejo caballero—. Vinieron a husmear después de vos, mi señor, pero conseguimos echarlos, y enterramos a tres entre los nabos. Antes llegó una manada de putos leones, y disculpad la expresión. El que los comandaba tenía una mantícora en el escudo.
—Ser Amory Lorch —le aclaró Jaime—. Mi señor padre le dio orden de asolar las tierras de los ríos.
—De las que no formamos parte —replicó Ser Roger Hogg con tenacidad—. Le debo lealtad a la Casa Hayford, y Lady Ermesande hinca su pequeña rodilla ante Desembarco del Rey, o bueno, la hincará cuando sepa andar. Se lo dije, pero ese tal Lorch no quiso escucharme. Mató a la mitad de mis ovejas y a tres buenas cabras que daban leche, y trató de achicharrarme en mi torre. Pero las paredes son de piedra maciza, de tres varas de grosor, así que, cuando se consumió el fuego, se hartó y se fue. Luego llegaron los lobos, los de cuatro patas, y se comieron las ovejas que me había dejado la mantícora. A cambio me cobré unas cuantas pieles, pero con eso no llenamos el estómago. ¿Qué podemos hacer, mi señor?
—Sembrar —dijo Jaime—, y rezar para obtener una cosecha tardía.
No era una respuesta que infundiera muchas esperanzas, pero no tenía otra.
Al día siguiente, la columna cruzó el arroyo que marcaba los límites entre las tierras que debían lealtad a Desembarco del Rey y las de Aguasdulces. El maestre Gulian consultó un mapa y anunció que aquellas colinas eran dominio de los hermanos Wode, dos caballeros vasallos de Harrenhal... Pero sus hogares habían sido de adobe y madera, y sólo quedaban unas pocas vigas ennegrecidas.
No había rastro de los Wode ni de sus vasallos, aunque unos bandidos se habían refugiado en las bodegas, bajo el torreón del segundo hermano. Uno de ellos vestía los restos andrajosos de una capa carmesí, pero Jaime lo ahorcó junto con los demás. Se sintió bien. Aquello era justicia.
«Tómalo por costumbre, Lannister, y quizá sí que acaben por llamarte Manodeoro. Manodeoro el Justo.»
A medida que se acercaban a Harrenhal, el mundo era cada vez más gris. Cabalgaron bajo cielos plomizos, junto a aguas que brillaban tan viejas y frías como una lámina de acero batido. Jaime no pudo dejar de preguntarse si Brienne lo habría precedido.
«Si cree que Sansa Stark trató de llegar a Aguasdulces...» Si se hubieran encontrado con otros viajeros, tal vez se habría detenido a preguntarles si habían visto por casualidad a una hermosa doncella con el cabello castaño rojizo, o a otra grande y fea con una cara que cortaba la leche. Pero en los caminos no había más que lobos, y sus aullidos no le dieron la respuesta.
Las torres de la locura de Harren
el Negro
aparecieron por fin al otro lado de las aguas plomizas del lago: cinco dedos retorcidos de piedra negra y deforme que se alzaban hacia el cielo. Meñique había recibido el título de Señor de Harrenhal, pero por lo visto no tenía prisa en ocupar su nuevo asentamiento, así que a Jaime le había correspondido la misión de poner orden en Harrenhal, de camino a Aguasdulces.
De lo que no cabía duda era de que hacía falta poner orden. Gregor Clegane les había arrebatado el inmenso castillo sombrío a los Titiriteros Sangrientos antes de que Cersei lo llamara a Desembarco del Rey. Sin duda, los hombres de la Montaña seguirían armando bulla allí como guisantes secos en una armadura, pero no eran los más indicados para restablecer la paz del rey en el Tridente. La única paz que habían proporcionado jamás era la de la tumba.
Los jinetes de avanzadilla de Ser Addam habían informado de que las puertas de Harrenhal estaban cerradas y atrancadas. Jaime alineó a sus hombres ante ellas y le ordenó a Ser Kennos de Kayce que hiciera sonar el Cuerno de Herrock, negro, retorcido, con abrazaderas de oro viejo.
Tres llamadas retumbaron contra las paredes antes de que se oyera el gemido de las bisagras de hierro y las puertas se abrieran lentamente. Las murallas de la locura de Harren
el Negro
eran tan gruesas que Jaime pasó bajo una docena de matacanes antes de encontrarse de repente bajo la luz del patio donde se había separado de los Titiriteros Sangrientos, no hacía tanto tiempo. En la tierra prensada crecían malas hierbas; las moscas zumbaban en torno a los restos de un caballo.
Unos cuantos hombres de Ser Gregor salieron de las torres para verlo desmontar, todos con ojos duros, con boca dura.
«No podían ser de otra manera para cabalgar con la Montaña.» Lo único bueno que se podía decir de los hombres de Gregor era que no se trataba de una chusma tan cruel y violenta como la de la Compañía Audaz.
—Anda y que me jodan, si es Jaime Lannister —exclamó de repente un soldado de pelo canoso—. Es el Matarreyes, muchachos. ¡Anda y que me jodan con una lanza!
—¿Quién eres tú? —preguntó Jaime.
—El ser me llamaba Bocasucia, si a mi señor le parece bien. —Se escupió en las manos y se frotó las mejillas como si con eso fuera a estar más presentable.
—Qué encanto. ¿Eres tú el que está al mando?
—¿Yo? Mierda, claro que no. Mi señor. ¡Anda y que me jodan con una lanza! —Bocasucia tenía suficientes migas en la barba para alimentar a toda la guarnición. Jaime no pudo contener una carcajada. El soldado lo consideró un estímulo—. ¡Anda y que me jodan con una lanza! —dijo otra vez, también riéndose.
—Ya lo habéis oído —le dijo Jaime a Ilyn Payne—. Buscad una buena lanza, que sea bien larga, y metédsela por el culo.
Ser Ilyn no tenía lanza, pero Jon Bettley,
el Lampiño
, le tiró una de buena gana. Las carcajadas ebrias de Bocasucia cesaron al instante.
—A mí no os acerquéis con eso.
—Pues decídete de una vez —replicó Jaime—. ¿Quién está al mando aquí? ¿Ser Gregor nombró castellano a alguien?
—A Polliver —respondió otro hombre—, pero el Perro lo mató, mi señor. A él y al Cosquillas, y también a ese chico de Sarsfield.
«Otra vez el Perro.»
—¿Estáis seguros de que fue Sandor? ¿Lo visteis?
—Nosotros no, mi señor. Nos lo dijo un posadero.
—Fue en la posada de la encrucijada, mi señor —intervino un hombre más joven con una mata de pelo color arena. Llevaba la cadena de monedas que perteneciera a Vargo Hoat, monedas de medio centenar de ciudades lejanas, de plata y de oro, de cobre y de bronce, monedas cuadradas y redondas, triángulos, aros y fragmentos de hueso—. El posadero juró que el que lo hizo tenía media cara quemada. Sus putas dijeron lo mismo. Sandor viajaba con un crío, un campesino harapiento. Por lo que nos contaron, hicieron trizas a Polly y al Cosquillas, y se fueron a caballo en dirección al Tridente.