Festín de cuervos (104 page)

Read Festín de cuervos Online

Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
7.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Me han dicho que vuestra esposa es muy bella. Tiene que serlo para que estuvierais en la cama con ella mientras asesinaban a vuestra hermana y a vuestro rey.

—No tenía ni idea. —Edmure se humedeció los labios agrietados—. Había violinistas junto a la puerta del dormitorio...

—Y Lady Roslin os estaba distrayendo.

—La... La obligaron, Lord Walder y los demás la obligaron. Roslin no quería... Estaba llorando, pero creí que era...

—¿Por la visión de vuestra virilidad rampante? Sí, me imagino que semejante espectáculo haría llorar a más de una mujer.

—Lleva a mi hijo en el vientre.

«No —pensó Jaime—, lo que le está creciendo en la barriga es vuestra condena a muerte.»

Cuando llegó a su pabellón hizo salir al Jabalí y a Ser Ilyn, pero no al bardo.

—Puede que pronto necesite una canción —le dijo—. Lew, prepara una bañera caliente para mi invitado. Búscale ropa limpia, Pia. Nada que lleve leones. Peck, sírvele vino a Lord Tully. ¿Tenéis hambre, mi señor?

Edmure asintió, pero seguía mirándolo con desconfianza.

Jaime se sentó en un taburete mientras Tully se bañaba. La suciedad tiñó el agua de gris.

—Cuando hayáis comido, mis hombres os escoltarán a Aguasdulces. Lo que suceda a continuación depende de vos.

—¿Qué queréis decir?

—Vuestro tío es viejo. Es valiente, sí, pero ya ha dejado atrás sus mejores años. No tiene esposa que lo llore ni hijos que defender. El Pez Negro sólo puede aspirar a una buena muerte. A vos, en cambio, os quedan muchos años, Edmure. Y vos sois el legítimo señor de la Casa Tully, no él. Vuestro tío hará lo que digáis. El destino de Aguasdulces está en vuestras manos.

Edmure se quedó mirándolo.

—El destino de Aguasdulces...

—Rendid el castillo y no morirá nadie. Vuestros hombres pueden irse en paz o quedarse al servicio de Lord Emmon. A Ser Brynden se le permitirá vestir el negro, y con él, a todos los hombres de su guarnición que quieran seguirlo. Vos también, si el Muro os atrae. O podéis venir a Roca Casterly como prisionero mío y disfrutar de toda la comodidad y cortesía que corresponden a un rehén de vuestra alcurnia. Si lo deseáis, vuestra esposa se reunirá con vos. Si nace un niño, servirá a la Casa Lannister como paje y escudero, y cuando llegue a ser caballero le asignaremos algunas tierras. Si Roslin os da una hija, nos encargaremos de su dote cuando tenga edad para casarse. Puede que vos mismo quedéis en libertad cuando termine la guerra. Sólo tenéis que rendir el castillo.

Edmure sacó las manos de la bañera y observó como le corría el agua entre los dedos.

—¿Y si no lo rindo?

«¿Tiene que obligarme a decírselo? —Pia estaba en la entrada con un montón de ropa en las manos. Los escuderos escuchaban con atención, igual que el bardo—. Que escuchen —pensó Jaime—. Que el mundo se entere. No importa.»

—Ya habéis visto cuántos somos, Edmure. —Se obligó a sonreír—. Habéis visto las escalas, las torres de asalto, los trabuquetes, los arietes... Basta con que dé una orden, y mi primo tenderá un puente para salvar el foso y derribará las puertas. Morirán cientos de hombres, sobre todo de los vuestros. Los que fueron vuestros banderizos irán en la primera oleada de ataque, así que empezaréis por matar a los padres y hermanos de los hombres que dieron la vida por vos en Los Gemelos. La segunda oleada la compondrán los Frey; de esos tengo muchos. Mis hombres irán después, cuando vuestros arqueros estén casi sin flechas, y vuestros caballeros, tan agotados que casi no puedan levantar las espadas. Cuando caiga el castillo pasaré por la espada a todos los que queden vivos. Sacrificaré el ganado, talaré el bosque de dioses, y prenderé fuego a los edificios y las torres. Demoleré las mismísimas paredes, y el Piedra Caída correrá entre las ruinas. Cuando termine, nadie creerá que allí hubo alguna vez un castillo. —Jaime se puso en pie—. Puede que vuestra esposa dé a luz antes. Supongo que querréis conocer a vuestro hijo. Os lo enviaré en cuanto nazca. Con una catapulta.

Tras su discurso se hizo el silencio. Edmure se quedó sentado en la bañera. Pia se apretaba la ropa contra el pecho. El bardo tensó una cuerda de la lira. Lew
el Pequeño
vació de miga una hogaza de pan duro para llenársela de guiso y fingió que no había oído nada.

«Con una catapulta», pensó Jaime. Si su tía estuviera allí, ¿seguiría diciendo que Tyrion era el verdadero hijo de Tywin?

—Podría salir de esta bañera y matarte aquí mismo, Matarreyes —dijo Edmure Tully cuando logró recuperar la voz.

—Podéis intentarlo. —Jaime aguardó. Edmure no hizo ademán de levantarse—. Os dejo para que disfrutéis de la comida. Bardo, toca para nuestro invitado mientras come. Espero que os sepáis la canción.

—¿La de las lluvias? Sí, mi señor. La conozco.

Edmure lo miró como si lo viera por primera vez.

—No. Él no. Apartadlo de mi vista.

—Pero hombre, si sólo es una canción —replicó Jaime—. Seguro que no canta tan mal.

CERSEI (9)

El Gran Maestre Pycelle era viejo desde que ella lo conocía, pero parecía que en las tres últimas noches le hubieran caído encima otros cien años. Le costó una eternidad doblar la rodilla ante ella, y cuando lo logró, no pudo volver a levantarse hasta que lo ayudó Ser Osmund.

Cersei lo examinó, asqueada.

—Lord Qyburn me informa de que Lord Gyles ha exhalado su última tos.

—Sí, Alteza. Hice todo lo posible por aliviar sus últimas horas.

—¿De verdad? —La Reina se volvió hacia Lady Merryweather—. Le dije que quería vivo a Rosby, ¿verdad?

—Sí, Alteza.

—¿Qué recordáis vos de aquella conversación, Ser Osmund?

—Le ordenasteis al Gran Maestre Pycelle que lo salvara, Alteza. Todos lo oímos.

Pycelle no dejaba de abrir y cerrar la boca.

—Alteza, sin duda sabéis que he hecho todo lo posible por ese pobre hombre.

—¿Igual que lo hicisteis por Joffrey? ¿Y por su padre, mi amado esposo? Robert era el hombre más fuerte de los Siete Reinos, pero un jabalí os lo arrebató. Ah, y no nos olvidemos de Jon Arryn. Sin duda, también habríais matado a Ned Stark si lo hubiera dejado más tiempo en vuestras manos. Decidme, maestre, ¿fue en la Ciudadela donde os enseñaron a retorceros las manos e inventar excusas?

Su tono hizo que el anciano se estremeciera.

—Nadie podría haber hecho más, Alteza. Siempre... Siempre he servido con lealtad.

—¿Y cuando le aconsejasteis al rey Aerys que abriera sus puertas al ejército de mi padre? ¿A eso lo llamáis un servicio leal?

—Es que... calculé mal...

—¿A eso lo llamáis un buen consejo?

—Pero Vuestra Alteza sabe bien que...

—Lo que sé bien es que, cuando envenenaron a mi hijo, me resultasteis de menos utilidad que el Chico Luna. Lo que sé bien es que la corona necesita oro desesperadamente y nuestro señor tesorero ha muerto.

El viejo idiota se aferró a aquello.

—Os... Os escribiré una lista de hombres capaces de ocupar el lugar de Lord Gyles en el consejo.

—Una lista. —Cersei casi consideró divertida semejante arrogancia—. Ya me imagino qué lista me proporcionaríais. Viejos, imbéciles y Garth
el Grosero
. —Apretó los labios—. Últimamente pasáis mucho tiempo en compañía de Lady Margaery.

—Sí. Sí, es que... la reina Margaery ha estado muy disgustada por lo de Ser Loras. Le proporciono a Su Alteza remedios para dormir y... otras pócimas.

—No me cabe duda. Decidme, ¿fue nuestra pequeña reina la que os ordenó matar a Lord Gyles?

—¿M-matarlo? —Los ojos del Gran Maestre Pycelle se hicieron grandes como huevos cocidos—. Alteza, no podéis decir en serio... Por todos los dioses, fue la tos, yo no... Vuestra Alteza no creerá que... La reina Margaery no tenía nada en contra de Lord Gyles, ¿por qué iba a querer verlo...?

—¿... muerto? Para plantar otra rosa en el consejo de Tommen, claro. ¿Estáis ciego, o es que os ha comprado? Rosby se interponía en su camino, así que lo envió a la tumba. Con vuestra connivencia.

—Alteza, os lo juro, Lord Gyles murió a causa de la tos. —Le temblaban los labios—. Siempre he sido leal a la corona, al reino... A la Casa Lannister.

«¿Por ese orden? —El miedo de Pycelle saltaba a la vista—. Ya está maduro. Va siendo hora de exprimir la fruta y probar el zumo.»

—Si sois tan leal como decís, ¿por qué me estáis mintiendo? No os molestéis en negarlo. Empezasteis a revolotear en torno a Margaery antes de que Ser Loras partiera hacia Rocadragón, así que no me vengáis con más mentiras, como que sólo queréis aliviar los sufrimientos de mi nuera en este momento de dolor. ¿Qué os lleva tan a menudo a la Bóveda de las Doncellas? No será la insulsa conversación de Margaery. ¿Estáis cortejando a su septa, la de la cara picada? ¿Jugáis con la pequeña Lady Bulwer? ¿Hacéis de espía para ella, la informáis de mis planes...?

—Yo... Sólo obedezco. Los maestres hacemos voto de servicio...

—Un Gran Maestre jura servir al reino.

—Alteza, es que... ella es la reina...

—La reina soy yo.

—Quería decir... Es la esposa del Rey, y...

—Ya sé quién es. Lo que quiero saber es por qué os necesita. ¿Se encuentra mal mi nuera?

—¿Mal? —El anciano se tironeó de los patéticos mechones que tenía por barba y que apenas le servían para ocultar la papada rosa—. M-mal no, Alteza, no. Mis votos me prohíben divulgar...

—Vuestros votos no os servirán de gran cosa en las celdas negras —le advirtió—. Quiero saber la verdad; si no, os cargaré de cadenas.

Pycelle se dejó caer de rodillas.

—Os lo suplico... Ayudé a vuestro señor padre, fui vuestro amigo en el asunto de Lord Arryn. No podría sobrevivir otra vez a las mazmorras.

—¿Para qué os requiere Margaery?

—Quiere... Quiere... Quiere...

—¡Decidlo de una vez!

El anciano se encogió.

—Té de la luna —susurró—. Té de la luna, para...

—Ya sé para qué sirve. —«Ya la tengo»—. Muy bien. Apartad de mi vista esas rodillas temblorosas y tratad de recordar cómo ser un hombre. —Pycelle intentó levantarse, pero tardó tanto que, al final, Cersei tuvo que decirle a Osmund Kettleblack que le diera otro tirón—. En cuanto a Lord Gyles, seguro que el Padre lo juzgará con justicia. ¿Ha dejado hijos?

—No tuvo hijos propios, pero sí un pupilo...

—No es de su sangre. —Cersei desechó el obstáculo con un gesto de la mano—. Gyles sabía que necesitábamos oro. Sin duda, os dijo que deseaba legar a Tommen todas sus tierras y riquezas.

El oro de Rosby aliviaría sus arcas, y las tierras y castillos se podían utilizar para compensar a alguno de los suyos por sus leales servicios.

«Tal vez a Lord Mares.» Aurane le había estado insinuando que necesitaba un asentamiento; sin él, su título de señor era un honor vacío. Cersei sabía que le había echado el ojo a Rocadragón, pero eso era apuntar demasiado alto. Rosby sería más adecuado para alguien de su nivel.

—Lord Gyles amaba a Su Alteza con todo su corazón —estaba diciendo Pycelle—, pero... su pupilo...

—No me cabe duda de que lo comprenderá en cuanto le digáis que fue el último deseo de Lord Gyles, en su lecho de muerte. Encargaos de todo.

—Como ordene Vuestra Alteza.

El Gran Maestre Pycelle estuvo a punto de caer de bruces cuando se enredó con su propia túnica en su precipitación por salir.

Lady Merryweather cerró la puerta tras él.

—Té de la luna —dijo mientras regresaba junto a la Reina—. Qué estupidez por su parte. ¿Por qué habrá hecho semejante cosa? ¿Por qué corre tanto riesgo?

—La pequeña reina tiene apetitos que Tommen, por su juventud, aún no puede satisfacer. —«Siempre existe ese peligro cuando una mujer se casa con un niño. Y más aún si es viuda. Que jure cuanto quiera que Renly no la tocó; no me lo voy a creer.» Sólo había un motivo para que las mujeres bebieran té de la luna; las doncellas no lo necesitaban—. Mi hijo ha sido traicionado. Margaery tiene un amante. Eso es alta traición, y el castigo es la muerte. —Su mayor deseo era que Mace Tyrell y la bruja con cara de pasa de su madre vivieran lo suficiente para ver el juicio. Al empeñarse en que Tommen y Margaery se casaran de inmediato, Lady Olenna había condenado a su adorada rosa a la espada del verdugo—. Jaime se llevó a Ser Ilyn Payne. Voy a tener que buscar un nuevo Justicia del Rey para que le corte la cabeza.

—Yo me encargaré —se ofreció Osmund Kettleblack con una sonrisa—. Margaery tiene un cuello muy delicado. Una espada bien afilada lo atravesará sin problemas.

—Sin duda —dijo Taena—, pero hay un ejército de los Tyrell en Bastión de Tormentas y otro en Poza de la Doncella. Ellos también tienen espadas afiladas.

«Estoy hasta el cuello de rosas. —Era ultrajante. Todavía necesitaba a Mace Tyrell, aunque no a su hija—. Al menos hasta que Stannis sea derrotado. Entonces no necesitaré a nadie.» Pero ¿cómo podía librarse de la hija sin perder el apoyo del padre?

—La traición siempre es traición —dijo—, pero necesitamos pruebas, algo más firme que el té de la luna. Si se demuestra que es infiel, hasta su propio padre tendrá que condenarla, o la vergüenza caerá sobre su familia.

Kettleblack se mordisqueó una punta del bigote.

—Tenemos que sorprenderla cometiendo la traición.

—¿Cómo? Qyburn la tiene vigilada día y noche. Sus criados aceptan mis monedas, pero a cambio no traen más que nimiedades. Nadie ha visto aún a su amante. Las orejas que tenemos tras sus puertas oyen canciones, risas y cotilleos, pero nada de utilidad.

—Margaery es demasiado astuta para dejarse atrapar con tanta facilidad —dijo Lady Merryweather—. Sus mujeres son los muros de su castillo. Duermen con ella, la visten, rezan con ella, leen con ella, cosen con ella... Cuando no está practicando la cetrería o cabalgando, está jugando al ven a mi castillo con la pequeña Alysanne Bulwer. Si hay hombres, su septa la acompaña siempre, o si no, sus primas.

—En algún momento tiene que librarse de las gallinas —insistió la Reina. Se le ocurrió una idea—. A no ser que sus damas estén involucradas. Tal vez no todas, pero sí algunas.

—¿Las primas? —Hasta Taena parecía dubitativa—. Las tres son más jóvenes que la pequeña reina, y más inocentes.

—Rameras disfrazadas con vestidos blancos de doncella. Eso hace que sus pecados sean aún más horrendos. Sus nombres quedarán grabados para la infamia. —De repente, casi lo tenía—. Taena, vuestro señor esposo es mi justicia mayor. Tenéis que cenar los dos conmigo esta noche. —Quería hacerlo cuanto antes, o a Margaery se le podía meter en la cabeza la idea de volver a Altojardín, o ir a Rocadragón para estar con su hermano herido y agonizante—. Ordenaré que nos asen un jabalí. Y claro, nos va a hacer falta música para facilitar la digestión.

Other books

An Awkward Commission by David Donachie
The Great Northern Express by Howard Frank Mosher
Breathe Me In by Erin McCarthy
The Reaper: No Mercy by Sean Liebling
Stalemate by Iris Johansen
Wed to the Witness by Karen Hughes
Goodbye, Columbus by Philip Roth