Festín de cuervos (106 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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Y Tyrion se reía de ella. También estaba desnudo, con el cuerpo cubierto de un vello áspero que le daba más aspecto de mono que de hombre.

—Verás como los coronan —le dijo—, y verás como mueren. —Le puso la boca en un pecho sangrante y empezó a mamar, y el dolor la atravesó como un cuchillo al rojo.

Se despertó temblorosa en brazos de Taena.

—Una pesadilla —dijo en un susurro débil—. ¿He gritado? Lo siento mucho.

—A la luz del día los sueños se transforman en polvo. ¿Era otra vez el enano? ¿Por qué os asusta tanto ese hombrecillo?

—Va a matarme. Me lo predijeron cuando tenía diez años. Quería saber con quién me iba a casar, pero ella...

—¿Quién?

—La
maegi
. —Las palabras se le escaparon a borbotones. Aún le parecía oír a Melara Hetherspoon asegurándole que, si no volvían a hablar de las profecías, no se harían realidad. «Pero en el pozo no estuvo tan callada. Gritó y chilló»—. Tyrion es el
valonqar
—dijo—. ¿Utilizáis esa palabra en Myr? Es alto valyrio; quiere decir «hermano pequeño».

Se lo había preguntado a la septa Saranella cuando Melara se ahogó.

Taena le tomó la mano y se la acarició.

—Era odiosa, fea, vieja y enferma. Vos erais joven y hermosa, llena de vida y orgullo. Decís que vivía en Lannisport, así que sabría algo del enano: que había matado a vuestra señora madre, por ejemplo. No se atrevió a atacaros a causa de vuestro rango, así que quiso heriros con su lengua de víbora.

«¿Sería eso?» Cersei habría dado cualquier cosa por creerlo.

—Pero Melara murió, como había predicho. No me casé con el príncipe Rhaegar. Y Joffrey... El enano mató a mi hijo delante de mí.

—Un hijo —señaló Lady Merryweather—, pero os queda otro, bondadoso y fuerte, y jamás le pasará nada malo.

—No mientras yo viva. —Decirlo la ayudaba a creer que sería verdad. «A la luz del día, los sueños se transforman en polvo, sí.» En el exterior, el sol de la mañana empezaba a derrotar a la bruma. Cersei salió de entre las sábanas—. Esta mañana voy a desayunar con el Rey. Quiero ver a mi hijo.

«Todo lo que hago lo hago por él.»

Tommen la ayudó a volver a ser ella misma. Nunca lo había querido tanto como aquella mañana, mientras charlaba sobre sus gatitos y mojaba en miel un trozo de pan negro recién sacado del horno.


Ser Garras
ha cazado un ratón —le dijo—, pero
Lady Bigotes
se lo ha quitado.

«Yo no fui nunca tan dulce e inocente —pensó Cersei—. ¿Cómo va a gobernar este reino tan cruel?»

La madre que había en ella sólo quería protegerlo; la reina que llevaba dentro sabía que, si el niño no se endurecía, el Trono de Hierro acabaría por devorarlo.


Ser Garras
tiene que aprender a defender sus derechos —le dijo—. En este mundo, los débiles siempre son víctimas de los fuertes.

El Rey meditó al tiempo que se lamía la miel de los dedos.

—Cuando vuelva Ser Loras aprenderé a luchar con la lanza, la espada y el mangual, igual que él.

—Aprenderás a luchar —le prometió la Reina—, pero no de Ser Loras. No va a volver, Tommen.

—Margaery dice que sí. Estamos rezando por él. Pedimos a la Madre misericordia, y al Guerrero, que le dé fuerzas. Elinor dice que esta es la batalla más difícil de Ser Loras.

Ella le acarició el pelo, los suaves rizos dorados que tanto le recordaban a Joff.

—¿Vas a pasar la tarde con tu esposa y sus primas?

—Hoy no. Dice que tiene que ayunar y purificarse.

«Ayunar y purificarse... Ah, claro, el día de la Doncella. —Hacía muchos años que no se esperaba de Cersei que observara aquella festividad—. Casada tres veces, y sigue queriendo que creamos que es doncella. —Vestida de blanco, inmaculada, la pequeña reina guiaría a sus gallinas al septo de Baelor para encender largas velas también blancas a los pies de la Doncella y colgarle guirnaldas de pergamino del sagrado cuello—. Al menos unas cuantas de sus gallinas.» Durante el día de la Doncella, viudas, madres y prostitutas por igual tenían prohibido el acceso a los septos, así como los hombres, para que no profanaran las canciones sagradas de la inocencia. Sólo las vírgenes podían...

—¿Madre? ¿He dicho algo malo?

Cersei besó a su hijo en la frente.

—Has dicho algo muy inteligente, cariño. Anda, ve a jugar con tus gatitos.

A continuación hizo llamar a Ser Osney Kettleblack a sus habitaciones. Llegó del patio sudoroso, pavoneándose, y mientras se arrodillaba ante ella la desnudó con la mirada, como hacía siempre.

—Levantaos, ser, y sentaos a mi lado. En otros tiempos me servisteis con valentía, pero ahora tengo una misión más dura para vos.

—Yo también tengo algo duro para vos.

—Eso tendrá que esperar. —Le recorrió las cicatrices con las yemas de los dedos—. ¿Os acordáis de la prostituta que os hizo esto? Cuando volváis del Muro os la entregaré. ¿Os gustaría?

—A la que quiero es a vos.

Era la respuesta correcta.

—Antes tenéis que confesar vuestra traición. Los pecados pueden llegar a envenenar el alma si dejamos que se pudran en ella. Sé lo difícil que debe de ser para vos vivir con lo que habéis hecho. Ya va siendo hora de que os libréis de vuestra vergüenza.

—¿Vergüenza? —Osney parecía confundido—. Ya se lo he dicho a Osmund: Margaery sólo coquetea. Nunca me deja ir más allá de...

—Es muy caballeroso por vuestra parte que tratéis de protegerla —lo interrumpió Cersei—, pero sois demasiado buen caballero para vivir con el peso de vuestro crimen. No, tenéis que subir esta misma noche al Gran Septo de Baelor para hablar con el Septón Supremo. Cuando los pecados de un hombre son tan nefandos, el único que puede salvarlo de los tormentos del infierno es Su Altísima Santidad. Contadle cómo os habéis acostado con Margaery y con sus primas.

Osney parpadeó.

—¿Qué? ¿Con las primas también?

—Con Megga y con Elinor —decidió—. Con Alla no, nunca. —Ese pequeño detalle haría la historia más verosímil—. Alla se quedaba sentada, llorando, y les suplicaba a las demás que dejaran de pecar.

—¿Sólo Megga y Elinor? ¿O también Margaery?

—Margaery sobre todo.

Le contó lo que había planeado. Osney escuchaba con gesto cada vez más aprensivo.

—Cuando le cortéis la cabeza, quiero el beso que nunca llegó a darme —dijo cuando la Reina hubo terminado.

—Tendréis todos los besos que queráis.

—¿Y luego al Muro?

—Poco tiempo. Tommen es un rey clemente.

Osney se rascó la mejilla de las cicatrices.

—Por lo general, cuando miento al hablar de una mujer es para decir que nunca me la he follado mientras ella dice que sí. Esto... Nunca le he mentido a un Septón Supremo. Por cosas como esta se acaba en algún infierno. En uno de los peores.

La reina se llevó una sorpresa. Lo que menos esperaba por parte de un Kettleblack era la religiosidad.

—¿Os negáis a obedecerme?

—No. —Osney le acarició el cabello dorado—. Pero... las mejores mentiras son las que tienen algo de verdad... Para darles sabor. Y queréis que diga que me he follado a una reina.

Estuvo a punto de darle una bofetada. A punto. Pero ya había llegado demasiado lejos; había demasiado en juego.

«Todo lo que hago lo hago por Tommen —pensó. Giró la cabeza, cogió la mano de Ser Osney y le besó los dedos. Eran ásperos, duros, encallecidos por la espada—. Robert tenía las manos así.» Cersei le echó los brazos al cuello.

—Que no se diga que os he obligado a mentir —susurró con voz ronca—. Dadme una hora y reuníos conmigo en mi dormitorio.

—Ya hemos esperado demasiado. —Le introdujo los dedos en el corpiño de la túnica y dio un tirón; la seda se desgarró con tanto estrépito que Cersei tuvo miedo de que media Fortaleza Roja se hubiera enterado—. Quitaos el resto antes de que os lo arranque también. Pero dejaos la corona. Me gustáis con corona.

LA PRINCESA EN LA TORRE

Su prisión era de seda. Ese era el único consuelo que tenía Arianne. ¿Por qué se iba a tomar tantas molestias su padre para proporcionarle comodidades en su cautiverio si había decidido que muriera por traidora?

«No puede tener intención de matarme —se dijo cien veces—. Tamaña crueldad no sería propia de él. Soy de su sangre y su semilla, su heredera, su única hija.»

Si fuera necesario, se tiraría bajo las ruedas de la silla de su padre, reconocería su culpa y le suplicaría perdón. Y lloraría. Cuando viera correr las lágrimas por sus mejillas, la perdonaría.

Lo que no sabía era si podría perdonarse ella misma.

—Areo —había suplicado a su apresador durante el largo y seco viaje del Sangreverde a Lanza del Sol—. Nunca pretendí que la niña sufriera daño alguno. Tenéis que creerme.

La única respuesta de Hotah fue un gruñido. Arianne percibía su rabia. Estrellaoscura, el más peligroso de su pequeño grupo de conspiradores, se le había escapado. Fue más veloz que sus perseguidores y desapareció en el desierto con la espada manchada de sangre.

—Me conocéis bien, capitán —había insistido Arianne mientras recorrían legua tras legua—. Me habéis tratado desde que era niña. Siempre me protegisteis, igual que protegisteis a mi señora madre cuando vinisteis con ella desde Gran Norvos para ser su escudo en una tierra extraña. Ahora os necesito. Necesito vuestra ayuda. Yo no quería...

—Poco importa qué quisierais, princesita —le dijo Areo Hotah—. Sólo lo que hicisteis. —Su semblante era de piedra—. Lo siento mucho. El príncipe ordena y Hotah obedece.

Arianne suponía que la llevaría ante el trono de su padre, bajo la cúpula de vidrieras de la Torre del Sol. Pero Hotah la había dejado en la Torre de la Lanza, bajo la custodia de Ricasso, el senescal de su padre, y Ser Manfrey Martell, el castellano.

—Perdonad a este anciano ciego por no subir con vos, princesa —le dijo Ricasso—. Estas piernas no están a la altura de tantos escalones. Os hemos preparado una estancia. Ser Manfrey os escoltará hasta ella para que aguardéis la decisión del príncipe.

—¿Mis amigos también estarán confinados aquí?

Hotah había separado a Arianne de Garin, Drey y los demás después de su captura, y se había negado a decirle qué harían con ellos.

—Eso lo decidirá el príncipe —fue lo único que le respondió el capitán.

Ser Manfrey resultó un poco más comunicativo.

—Los han llevado a la Ciudad de los Tablones, y de allí irán en barco a Rocagrís, hasta que el príncipe Doran decida cuál será su destino.

Rocagrís, erigido en un islote del mar de Dorne, era un viejo castillo ruinoso, una prisión espantosa adonde se enviaba a los peores criminales para que se pudrieran hasta que les llegara la muerte.

—¿Mi padre quiere matarlos? —Arianne no se lo podía creer—. Hicieron lo que hicieron por el cariño que me profesan. Si mi padre quiere sangre, que sea la mía.

—Como digáis, princesa.

—Quiero hablar con él.

—Él esperaba que dijerais eso.

Ser Manfrey la tomó por el brazo y subió con ella por las escaleras, cada vez más arriba, hasta que le empezó a faltar el aliento. La Lanza de la Torre se alzaba hasta una altura de cincuenta varas, y su celda estaba en la parte superior. Arianne observó todas las puertas frente a las que pasaron, preguntándose si tras ella estaría encerrada alguna de las Serpientes de Arena.

Después de que cerraran y atrancaran su puerta, Arianne exploró su nuevo hogar. La celda era amplia y bien ventilada, y no carecía de comodidades. Había alfombras myrienses en el suelo, vino tinto para beber y libros para leer. En un rincón había un tablero ornamentado de sitrang con piezas talladas en marfil y ónice, aunque no habría tenido con quién jugar en caso de que le hubiera apetecido. Disponía de un lecho de plumas para dormir, y un retrete de asiento de mármol con una cesta de hierbas para perfumar el ambiente. A aquella altura, las vistas eran espléndidas. Una ventana daba al este, de modo que podía ver salir el sol por encima del mar. La otra la permitía contemplar la Torre del Sol y, más allá, las Murallas Serpenteantes y la Puerta Triple.

La exploración le llevó menos tiempo del que habría necesitado para atarse unas sandalias, pero al menos le sirvió para contener las lágrimas durante un rato. Arianne encontró una palangana y una jarra de agua fresca, y se lavó las manos y la cara, pero por mucho que frotara no había nada capaz de lavar el dolor que sentía.

«Arys —pensó—, mi caballero blanco. —Las lágrimas le llenaron los ojos y de repente volvía a estar llorando, con el cuerpo entero sacudido por los sollozos. Recordó como el hacha de Hotah le había atravesado la carne y el hueso, como había salido volando la cabeza—. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué desperdiciaste tu vida? No fue lo que te pedí, no era lo que quería, yo sólo quería... Sólo quería... Sólo quería...»

Aquella noche lloró hasta quedarse dormida por primera vez, pero no por última. Ni siquiera en sus sueños encontró la paz. Soñó que Arys Oakheart la acariciaba, le sonreía, le decía que la amaba... Pero tenía los dardos clavados; sus heridas lloraban y le teñían de rojo las prendas blancas. Aun mientras dormía, una parte de ella sabía que era una pesadilla.

«Cuando llegue la mañana todo esto desaparecerá», se dijo la princesa, pero cuando llegó la mañana, ella seguía en su celda, Ser Arys seguía muerto, y Myrcella...

«Yo no deseaba eso, de verdad. No quería hacerle daño a la niña. Sólo quería convertirla en reina. Si no nos hubieran traicionado...»

—Alguien habló —había dicho Hotah.

El recuerdo aún la enfurecía. Arianne se aferró a eso, alimentó la llama que ardía en su corazón. La ira era mejor que las lágrimas, mejor que la pena, mejor que la culpa. Alguien había hablado, alguien en quien ella confiaba. Arys Oakheart había muerto por eso: el susurro de un traidor lo había matado tanto como el hacha del capitán. Y la sangre que corrió por el rostro de Myrcella era también obra del traidor. Alguien había hablado, alguien a quien ella quería. Eso era lo más cruel de todo.

Al pie de la cama había un arcón de cedro con su ropa, de modo que se quitó las prendas sucias del viaje, con las que había dormido, y se puso el vestido más provocativo que encontró, de seda etérea que lo cubría todo y no ocultaba nada. Tal vez el príncipe Doran la tratara como a una niña, pero no pensaba vestirse como tal. Sabía que un atuendo semejante incomodaría a su padre cuando fuera a castigarla por haberse fugado con Myrcella. Contaba con ello.

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