—¿No adoras a los dioses, hijo?
—A los vuestros no. —Gendry se levantó bruscamente—. Tengo trabajo.
Salió sin probar ni un bocado.
—¿Adora a algún otro dios? —preguntó Hyle Hunt.
—Al Señor de la Luz —dijo con voz chillona un niño flaco de apenas seis años.
Willow le dio un golpe con el cucharón.
—Ben Bocazas, hay comida. Dedícate a comer y deja de molestar a los señores con tanta cháchara.
Los niños se lanzaron hacia la cena como lobos hacia un ciervo herido, peleándose por el bacalao, arrancando pedazos de pan de centeno y llenándolo todo de gachas. Ni siquiera los grandes quesos sobrevivieron mucho tiempo. Brienne se conformó con pescado, pan y zanahorias, mientras el septón Meribald le daba dos bocados al perro por cada uno que comía él. En el exterior empezó a llover. Dentro, el fuego chisporroteaba, y en la sala común sólo se oía el ruido de los niños masticando y el que hacía Willow de vez en cuando al golpear a alguno con el cucharón.
—Algún día, esa niñita tan guapa será la temible esposa de un hombre —señaló Ser Hyle—. Probablemente de ese pobre aprendiz.
—Alguien debería llevarle comida antes de que se acabe.
—Vos sois alguien.
Brienne envolvió en un paño un trozo de queso, un pedazo de pan, una manzana seca y dos trozos de bacalao frito. Cuando Podrick se levantó para seguirla afuera, le indicó que se sentara y siguiera comiendo.
—No tardaré mucho.
La lluvia caía con fuerza en el patio. Brienne resguardó la comida con un pliegue de la capa. Un caballo relinchó cuando pasó junto a los establos.
«También tienen hambre.»
Gendry estaba junto a la forja, con el pecho desnudo bajo el delantal de cuero. Golpeaba una espada como si deseara que fuera un enemigo; el pelo empapado de sudor le caía por la frente. Se quedó mirándolo un momento.
«Tiene los ojos y el pelo de Renly, pero no su constitución. Lord Renly era más esbelto que musculoso, a diferencia de su hermano Robert, que tenía una fuerza legendaria.»
Gendry se detuvo un momento para secarse la frente, y entonces la vio.
—¿Qué queréis?
—Te he traído la cena. —Abrió el paño para que la viera.
—Si quisiera comida, habría comido.
—Un herrero tiene que comer para conservar las fuerzas.
—¿Sois mi madre?
—No. —Dejó la comida en el suelo—. ¿Quién fue tu madre?
—¿A vos qué os importa?
—Naciste en Desembarco del Rey. —Estaba segura por su manera de hablar.
—Como mucha gente.
Metió la espada en una tina de agua de lluvia para templarla. El acero caliente siseó furioso.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Brienne—. ¿Tu madre vive aún? ¿Y tu padre? ¿Quién era?
—Hacéis demasiadas preguntas. —El chico dejó la espada—. Mi madre murió, y no conocí a mi padre.
—Eres bastardo.
Se lo tomó como un insulto.
—Soy caballero. Esta será mi espada cuando la acabe.
«¿Qué hace un caballero trabajando en una herrería?»
—Tienes el pelo negro y los ojos azules, y naciste a la sombra de la Fortaleza Roja. ¿Nadie te ha hecho nunca ningún comentario sobre tu cara?
—¿Qué le pasa a mi cara? No es tan fea como la vuestra.
—Supongo que verías al rey Robert en Desembarco del Rey.
—A veces. —Se encogió de hombros—. En los torneos, de lejos. Y una vez en el septo de Baelor. Los capas doradas nos empujaron a un lado para abrirle paso. Otra vez estaba jugando cerca de la Puerta del Lodazal cuando llegó él de una partida de caza. Iba tan bebido que estuvo a punto de arrollarme. Era un gordo borracho, pero mejor rey que sus hijos.
«No son sus hijos. Stannis decía la verdad aquel día que se reunió con Renly. Joffrey y Tommen no eran hijos de Robert. En cambio, este muchacho...»
—Escúchame —empezó Brienne. Entonces le llegaron los ladridos frenéticos del perro—. Viene alguien.
—Amigos —respondió Gendry, despreocupado.
—¿Qué clase de amigos? —Brienne fue a la puerta de la herrería para escudriñar la oscuridad en medio de la lluvia.
—Pronto los conoceréis. —El chico se encogió de hombros.
«Puede que no quiera conocerlos», pensó Brienne cuando los primeros jinetes entraron chapaleando en los charcos del patio.
Entre el repiqueteo de la lluvia y los ladridos del perro alcanzó a oír el leve tintineo de las espadas y las armaduras bajo las capas harapientas. Los contó a medida que pasaban.
«Dos, cuatro, seis, siete.» A juzgar por su manera de montar, algunos estaban heridos. El último era enorme, gigantesco, abultaba como dos de los otros. Su caballo estaba agotado y ensangrentado, y se tambaleaba bajo su peso. Todos los jinetes llevaban la capucha calada para guarecerse de la lluvia, excepto él. Tenía el rostro ancho y lampiño, blanco como un gusano, con las mejillas cubiertas de úlceras supurantes.
Brienne contuvo el aliento y desenvainó
Guardajuramentos
.
«Son demasiados —pensó con una punzada de miedo—, son demasiados.»
—Gendry —dijo en voz baja—, te van a hacer falta la espada y la armadura. Estos no son tus amigos. No son amigos de nadie.
—¿Qué queréis decir? —El chico salió junto a ella con el martillo en la mano.
Un relámpago rasgó el cielo hacia el sur mientras los jinetes se bajaban de los caballos. Durante un instante, la luz se convirtió en oscuridad. Un hacha brillaba plateada; la luz se reflejaba en la armadura y en la coraza. Bajo la capucha oscura del primer jinete, Brienne alcanzó a ver un hocico de hierro que mostraba dientes de acero.
Gendry también lo vio.
—Es él.
—No es él. Es su yelmo.
Brienne intentó evitar que el miedo se reflejara en su voz, pero tenía la boca seca como un pergamino. Tenía una idea muy clara de quién era el que llevaba el yelmo del Perro.
«Los niños», pensó.
La puerta de la posada se abrió de golpe. Willow salió a la lluvia con la ballesta en la mano y les gritó algo a los jinetes, pero un trueno retumbó por el patio y ahogó sus palabras.
—Como se te ocurra dispararme una saeta, te meto esa ballesta por el coño y te follo con ella —oyó decir Brienne al hombre que llevaba el yelmo del Perro—. Luego te sacaré los ojos y te los haré tragar.
La furia que destilaba su voz hizo que Willow retrocediera temblorosa.
«Siete —volvió a pensar Brienne, desesperada. Sabía que contra siete no tenía ninguna posibilidad—. Ni posibilidad ni elección.»
Salió bajo la lluvia con
Guardajuramentos
en la mano.
—Dejadla en paz. Si queréis violar a alguien, probad conmigo.
Los bandidos se volvieron como un solo hombre. Uno soltó una carcajada y otro dijo algo en un idioma que Brienne no conocía. El de la cara blanca dejó escapar un siseo malévolo. El hombre que llevaba el casco del Perro se echó a reír.
—Eres aún más fea de lo que recordaba. Antes preferiría violar a tu caballo.
—Caballos, eso es todo lo que queremos —dijo uno de los heridos—. Caballos descansados y algo de comer. Nos persiguen los bandidos. Dadnos vuestros caballos y nos iremos. No os haremos ningún daño.
—Y una mierda. —El bandido que llevaba el yelmo del Perro descolgó el hacha de la silla—. Voy a cortarle las piernas y a plantarla sobre los muñones para que vea como me follo a la cría de la ballesta.
—¿Con qué? —se burló Brienne—. Shagwell me dijo que te cortaron la hombría junto con la nariz.
Su intención era provocarlo, y lo logró. Se lanzó contra ella rugiendo maldiciones, levantando salpicaduras de agua negra al atacar. Como en respuesta a sus oraciones, los demás se quedaron contemplando el espectáculo. Brienne permaneció inmóvil como una piedra, a la espera. El patio estaba oscuro; el barro, resbaladizo.
«Mejor que venga él a mí. Si los dioses son clementes, se resbalará y caerá.»
Los dioses no fueron tan clementes, pero su espada los suplió.
«Cinco pasos, cuatro pasos, ahora», contó Brienne, y
Guardajuramentos
se alzó para toparse con su ímpetu.
El acero chocó contra el acero cuando la hoja atravesó la ropa y abrió una brecha en la cota de malla, justo mientras el hacha bajaba hacia ella. Se echó a un lado y lanzó otro tajo contra el pecho al tiempo que retrocedía.
Él la siguió, sangrando y tambaleándose, rugiendo de rabia.
—¡Puta! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Zorra! ¡Te voy a echar a mi perro para que te folle, puta de mierda!
Su hacha describía arcos mortíferos; era una brutal sombra negra que se transformaba en plata cuando la iluminaban los relámpagos. Brienne no tenía escudo con que detener los golpes. Lo único que podía hacer era retroceder, lanzarse a un lado o a otro con cada hachazo. En una ocasión pisó barro blando y estuvo a punto de perder pie, pero logró recuperarse, aunque el hacha le rozó el hombro izquierdo dejando a su paso una llamarada de dolor.
—¡La puta ya es tuya! —gritó uno de los rezagados.
—¡A ver cómo sigue bailando!
Y ella bailó, aliviada porque seguían mirando. Cualquier cosa con tal de que no intervinieran. Ella sola no podía luchar contra siete, aunque uno o dos estuvieran heridos. Hacía mucho que el viejo Ser Goodwin reposaba en su tumba, pero le pareció oír que le susurraba al oído: «Los hombres siempre te van a subestimar. El orgullo hará que quieran derrotarte deprisa para que no se diga que una mujer los puso a prueba. Conserva las fuerzas mientras tus rivales se agotan en ataques furiosos. Aguarda y observa, chica, aguarda y observa.»
Aguardó, observó, se desplazó a un lado, hacia atrás, otra vez a un lado, y le lanzó un tajo al rostro, luego a las piernas, luego al brazo. Los golpes del hombre se fueron espaciando a medida que el hacha se hacía más pesada. Brienne lo hizo girar de manera que la lluvia le diera en los ojos, y retrocedió dos pasos rápidos. Él volvió a blandir el hacha con una maldición, se precipitó tras ella, resbaló en el barro...
... y Brienne saltó contra él, con las dos manos en la empuñadura de la espada. El ataque directo lo llevó contra la punta, y
Guardajuramentos
atravesó la tela, la cota de malla, el cuero, más tela, hasta las entrañas, para salir por la espalda arañando la columna. El hacha se le cayó de entre los dedos inertes cuando chocaron, el rostro de Brienne contra el yelmo de cabeza de perro. Sintió el metal húmedo y frío contra la mejilla. La lluvia corría a chorros por el acero, y cuando el relámpago volvió a iluminarlo todo vio dolor, miedo e incredulidad al otro lado de las hendiduras de los ojos.
—Zafiros —le susurró, y giró la espada bruscamente con un movimiento que le provocó un último estertor.
Sintió su peso; de repente estaba abrazada a un cadáver bajo la lluvia negra. Retrocedió para dejarlo caer...
... y Mordedor se lanzó contra ella con un aullido.
Se abalanzó hacia Brienne como una avalancha de lana mojada y carne lechosa, y la envió volando contra el suelo. Aterrizó en un charco, y el agua se le metió por la nariz y en los ojos. Se quedó sin aliento, y su cabeza chocó con fuerza contra una piedra semienterrada.
—No —fue lo único que tuvo tiempo de decir antes de que cayera encima de ella.
Su peso la hundió más en el barro. Le agarró un mechón de pelo para echarle atrás la cabeza. La otra tanteó buscándole la garganta. Había perdido
Guardajuramentos
en la caída. Sólo le quedaban las manos para luchar, pero asestar un puñetazo en aquella cara era como golpear una bola de masa blanca y húmeda. Y siseaba.
Lo golpeó una y otra vez, le dio con la base de la palma en un ojo, pero él no parecía sentir sus golpes. Le clavó las uñas en las muñecas y sólo consiguió que apretara más, aunque los arañazos se llenaron de sangre. La estaba aplastando, la estaba asfixiando. Lo empujó por los hombros para quitárselo de encima, pero era pesado como un caballo y no podía moverlo. Cuando intentó clavarle la rodilla en la entrepierna, lo único que consiguió fue hundírsela en el vientre. Mordedor le arrancó un mechón de pelo con un gruñido.
«Mi puñal.»
Brienne se aferró al pensamiento con desesperación. Consiguió pasar la mano entre ellos y retorció los dedos bajo su carne sofocante, tanteando, hasta que por fin dio con la empuñadura. Mordedor le agarró el cuello con las dos manos y empezó a golpearle la cabeza contra el suelo. Brilló otro relámpago, esta vez en el interior de su cráneo, pero consiguió apretar los dedos y desenvainar el puñal. Lo tenía encima; no podía alzar el puñal para clavárselo, así que se lo arrastró con fuerza por el vientre. Algo caliente y húmedo le corrió entre los dedos. Mordedor volvió a sisear, con más fuerza que antes, y le soltó el cuello el tiempo justo para golpearla en la cara. Brienne oyó el crujido de los huesos y, durante un momento, el dolor la cegó. Trató de cortarlo otra vez, pero él le arrancó el puñal de entre los dedos y le clavó una rodilla en el antebrazo, que se rompió. Luego la agarró por la cabeza y volvió a intentar arrancársela de los hombros.
Brienne oía los ladridos del perro; los hombres gritaban a su alrededor, y por debajo del retumbar de los truenos oyó el clamor del acero contra el acero.
«Ser Hyle —pensó—, Ser Hyle se ha unido a la batalla», pero todo le parecía lejano y sin importancia. Su mundo se reducía a las manos que le atenazaban la garganta y el rostro que se le echaba encima. La lluvia goteaba por la capucha que se le acercaba. El aliento de Mordedor apestaba como un queso podrido.
A Brienne le ardía el pecho; la tormenta estaba detrás de sus ojos, la cegaba. Los huesos rechinaban en su interior. Mordedor abrió la boca, la abrió, la abrió, era imposible que la abriera tanto. Ella le vio los dientes amarillos y retorcidos, afilados, puntiagudos. Cuando se cerraron en torno a la carne tierna de su mejilla, casi ni lo notó. Sentía como descendía en espiral hacia la oscuridad.
«No puedo morir todavía —se dijo—, aún hay algo que tengo que hacer.»
Mordedor apartó la boca llena de carne y sangre. Escupió, sonrió, y volvió a clavarle los dientes puntiagudos. Esta vez masticó y tragó.
«Me está devorando —comprendió, pero ya no tenía fuerzas para luchar contra él. Se sentía como si estuviera flotando por encima de la escena; contemplaba el horror como si le sucediera a otra persona, o a alguna muchacha estúpida con ínfulas de caballero—. Pronto acabará todo —se dijo—. Entonces dará igual que se me coma o no.»