Authors: Jorge Luis Borges
Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvida la gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que se perdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.
1940, Salto Oriental
Posdata de 1947
. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la
Antología de la literatura fantástica, 1940
, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón que ahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha… Me limitaré a recordarlas.
En marzo de
1941
se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que había sido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto; la carta elucidaba enteramente el misterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, en una noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. En el vago programa inicial figuraban los «estudios herméticos», la filantropía y la cábala. De esa primera época data el curioso libro de Andrea. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematuras comprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de los maestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposición hereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América. Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén —y se ríe de la modestia del proyecto—. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo:
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la de guardar en el silencio la empresa enorme.
Circulaban entonces los veinte tomos de la
Encyclopaedía Britannica
; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: «La obra no pactará con el impostor Jesucristo». Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en 1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de la
Primera Enciclopedia de Tlön
. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obra más vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya en inglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llama provisoriamente
Orbis Tertius y uno
de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si como agente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del onceno tomo parece favorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singular nitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en un departamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa de Faucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricado de sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con dura fauna heráldica, un samovar. Entre ellas —con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido— latía misteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; la caja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue la primera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo también fuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la Cuchilla Negra. Amorim y yo regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó a probar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientes en una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta el alba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas —más bien con rachas de una sola milonga—. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrón ese griterío insistente… A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voz nos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantas monedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger ese cono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos: recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. También recuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vez pesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraran al río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabia nada del muerto, salvo «que venía de la frontera». Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de este mundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.
Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en la esperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes, con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia 1944 un investigador del diario
The American
(de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca de Memphis los cuarenta volúmenes de la
Primera Enciclopedia de Tldn
. Hasta el día de hoy se discute si ese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso
Orbis Tertius
. Es verosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del onceno tomo (verbigracia, la multiplicación de los
hrönir
) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esas tachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan…
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El hecho es que la prensa internacional voceó infinitamente el «hallazgo». Manuales, antologías, resúmenes, versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de los Hombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelas el (conjetural) «idioma primitivo» de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena de episodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre —ni siquiera que es falso—. Han sido reformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y las matemáticas aguardan también su avatar… Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz del mundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no yerran, de aquí a cien años alguien descubrirá los cien tomos de la
Segunda Enciclopedia de Tlön.
Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo no hago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del
Urn Burial
de Browne.
Philip Guedalla escribe que la novela
The approach to Al-Mu'tasim
del abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (
a rather uncomfortable combination
) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton». Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo XII, Ferid Eddin Attar» —tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico—. Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo policial de la obra, y su
undercurrent
místico. Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal cosa.
La
editio princeps
del
Acercamiento a Almotásim
apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City: En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La
Bombay Quarterly Review
, la
Bombay Gazette
, la Cdlcutta
Review
, la
Hindustan Review
(de Alahabad) y el
Calcutta Englishman
, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló
The conversation with the man called Al-Mu'tasim
y que subtituló hermosamente:
A game with shifting mimo
» (Un juego con espejos que se desplazan). Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Victor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión —quizá misericordiosa— de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934.
Antes de examinarla —y de discutirla— conviene que yo indique rápidamente el curso general de la obra.
Su protagonista visible —no se nos dice nunca su nombre— es estudiante de derecho en Bombay. Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de
muharram
, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo. Una chusma de perros color de luna (
a lean arad evil mob of mooncoloured hounds
) emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera
de fierro —faltan algunos tramos— y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, «comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una
malka-sansi
(mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio. Resuelve —sin mayor esperanza— buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra.
Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa pululación de
dramatis personae
—para no hablar de una biografía que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y de la peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán—. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benarés, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado de Travancor, vacila v mata en Indaptir y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es éste: Un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe —con el milagroso espanto de Robinsón ante la huella de un pie humano en la arena— percibe alguna mitigación de esa infamia: tina ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo.» Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste tia reflejado a un amigo, o arraigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa:
En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad
. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.