Authors: Jorge Luis Borges
Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos. El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo… Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim.
Una voz de hombre —la increíble voz de Almotásim— lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.
Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró. En la versión de 1934 —la que tengo a la vista— la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin —o mejor, el Sinfín— del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El buscador de amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio.
Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal».
Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la
Odisea
homérica, siguen escuchando —nunca sabré por qué— la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado
Coloquio de los pájaros
de Farid ud-din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan. Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con el relato de Kipling
On the City Vall,
; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran… Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría
The Faerie Queene
, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana —como lo hace notar una censura de Richard William Church (
Spenser, 1879). Yo
, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo xvi propaló que el alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo.
Ibbür
se llama esa variedad de la metempsicosis.
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A Silvina Ocampo
La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia «protestante» no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos—. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria… Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos
vendredis
inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado «a la veracidad y a la muerte» (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista
Luxe
me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
He dicho que la obra
visible
de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista
La conque
(números de marzo y octubre de 1899).b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
c) Una monografía sobre «ciertas conexiones o afinidades» del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
d) Una monografía sobre la
Characteristica universalis
de Leibniz (Nîmes, 1904).e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
f) Una monografía sobre el
Ars magna generalis
de Ramón Llull (Nîmes,
1906).g) Una traducción con prólogo y notas del
Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez
de Ruy López de Segura (París, 1907).h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole..
i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (
Revue des Langues Romanes
, Montpellier, octubre de 1909).j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (
Revue des Langues Romanes
, Montpellier, diciembre de
1909).k) Una traducción manuscrita de la
Aguja de navegar cultos
de Quevedo, intitulada
La Boussole des précieux.l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
m) La obra
Les Problèmes d un problème
(París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz «
Ne craignez point, monsieur, la tortue
», y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (
N.R.F.
, marzo de 1921). Menard —recuerdo— declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.o) Una transposición en alejandrinos del
Cimetière marin
, de Paul Valéry (
N.R.F.
, enero de 1928).p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las
Hojas para la supresión de la realidad
de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)q) Una «definición» de la condesa de Bagnoregio, en el «victorioso volumen» —la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio— que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar «al mundo y a Italia» una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.
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Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Ba— a chelier) la obra
visible
de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, iay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del
Don Quijote
y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese «dislate» es el objeto primordial de esta nota.
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Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —el que lleva el número 2.005 en la edición de Dresden— que esboza el tema de la
total identificación
con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don
Quijote
en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos —decía— para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en
una
figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero… Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un
Quijote
contemporáneo, calumnian su clara memoria.
No quería componer otro
Quijote
—lo cual es fácil— sino «el»
Quijote
. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes.
«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918,
ser
Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo XVII) pero lo descartó por fácil. iMás bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo XX un novelista popular del siglo xvii le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al
Quijote
le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al
Quijote
, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del
Don Quijote
. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el
Quijote
en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) «Mi empresa no es difícil, esencialmente —leo en otro lugar de la carta—. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el
Quijote
—todo el
Quijote
— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a tuurbaned Turk…
¿Por qué precisamente el
Quijote
? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. «El
Quijote
—aclara Menard— me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe: