Filosofía en el tocador (10 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Filosofía en el tocador
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SRA. DE SAINT-ANGE: En dos ocasiones, y siempre con el mayor éxito; pero debo confesarte que sólo he hecho la prueba en los primeros días; no obstante, dos mujeres que conozco han empleado este mismo remedio en la mitad del embarazo, y me han asegurado que habían obtenido buenos resultados. Cuenta, por tanto, conmigo si te ocurre, querida, pero te exhorto a no ponerte nunca en el caso de necesitarlo: es más seguro. Prosigamos ahora la serie de detalles lúbricos que hemos prometido a esta joven. Continuad, Dolmancé, estamos en las fantasías sacrílegas.

DOLMANCÉ: Supongo que Eugenia está demasiado de vuelta de los errores religiosos para no hallarse íntimamente convencida de que cuanto implica burlarse de los objetos de la piedad de los tontos, apenas tiene alguna clase de consecuencia. Estas fantasías tienen tan pocas que, en la práctica, no deben calentar más que a cabezas muy jóvenes, para quienes toda ruptura de cualquier freno se convierte en goce; es una especie de pequeña venganza que enardece la imaginación y que, sin duda, puede divertir durante unos instantes; pero tales voluptuosidades han de volverse, en mi opinión, insípidas y frías, cuando uno ha tenido tiempo de instruirse y convencerse de la nulidad de objetos que no son sino pobre representación de los ídolos que nosotros escarnecemos. Profanar las reliquias, las imágenes de los santos, la hostia, el crucifijo, todo eso no debe suponer, a ojos del filósofo, más de lo que supondría la degradación de una estatua profana. Una vez que se ha condenado al desprecio tan execrables fruslerías, hay que olvidarlas sin preocuparse más por ellas; de todo ello sólo hay que conservar la blasfemia, no porque en ella haya más realidad, dado que, desde el momento en que no hay Dios, ¿de qué sirve insultar su nombre? Sino porque es esencial pronunciar palabrasfuertes o sucias en la embriaguez del placer, y porque las de la blasfemia van bien a la imaginación. No hay que ahorrar nada: hay que adornar esas palabras con el mayor lujo de expresiones; es preciso que escandalicen lo más posible; porque es muy dulce escandalizar: hay en ello, para el orgullo, un pequeño triunfo de ningún modo desdeñable; os lo confieso, señoras mías, es una de mis voluptuosidades secretas: pocos placeres morales hay más activos sobre mi imaginación. Probadlo, Eugenia, y veréis cuáles son sus resultados. Haced gala, sobre todo, de una prodigiosa impiedad cuando os encontréis con personas de vuestra edad que vegetan aún en las tinieblas de la superstición; haced alarde de desenfreno y de libertinaje; fingid que hacéis de puta, dejando ver vuestro pecho; si vais con ellas a lugares secretos, remangaos los vestidos con indecencia; dejadles ver con afectación las partes más secretas de vuestro cuerpo; exigid lo mismo de ellas; seducidlas, sermoneadlas, demostradles lo ridículo de sus prejuicios; hacedles sentirse lo que se dice mal; jurad como un hombre con ellas; si son más jóvenes que vos, tomadlas por la fuerza, divertíos y corrompedlas mediante ejemplos, mediante consejos, mediante todo aquello que os parezca idóneo para pervertirlas; sed asimismo extremadamente libre con los hombres; haced alarde con ellos de irreligión y de impudor: lejos de asustaros por las libertades que tomen, concededles misteriosamente cuanto pueda divertirles sin comprometeros; dejaos magrear por ellos, meneádsela, que os masturben; llegad incluso a poner el culo; pero, puesto que el honor quimérico de las mujeres afecta a las primicias anteriores, haceos más difícil en ellas; una vez casada, tomad criados, nada de amantes, o pagad a algunas personas seguras; desde ese momento todo queda a cubierto; nada podrá dañar vuestra reputación, y sin que se haya podido sospechar nunca de vos, habréis encontrado el arte de hacer cuanto os plazca. Prosigamos: Son los placeres de la crueldad los que hemos prometido analizar en tercer lugar. Esa clase de placeres es hoy muy común entre los hombres, y éste es el argumento de que se sirven para legitimarla: queremos que nos conmuevan, dicen, ése es el objetivo de todo hombre que se entrega a la voluptuosidad, y queremos serlo por los medios más activos. Partiendo de este punto, no se trata de saber si nuestros procedimientos agradarán o desagradarán al objeto que nos sirve, se trata sólo de hacer estremecerse la masa de nuestros nervios mediante el choque más violento posible; ahora bien, si no puede ponerse en duda que el dolor afecta con más viveza que el placer, los choques sobre nosotros de esa sensación producida en otros tendrán esencialmente una vibración más vigorosa, resonarán con más energía en nosotros, pondrán en circulación más violenta los espíritus animales que, al ser determinados en las regiones bajas por el movimiento de retrogradación que les es esencial, abrasarán de inmediato los órganos de la voluptuosidad y los dispondrán para el placer. Los efectos del placer son siempre falaces en las mujeres: es además muy difícil que un hombre viejo y feo los produzca. ¿Y si lo consiguen? En tal caso son débiles, y los choques mucho menos nerviosos. Por tanto hay que preferir el dolor, cuyos efectos no pueden engañar y cuyas vibraciones son más activas. Pero —objetan a los hombres encaprichados con esta manía—, ese dolor aflige al prójimo; ¿es caritativo hacer daño a los demás para deleitarse uno mismo? Los tunantes os responderán que, acostumbrados como están en el acto del placer a creerse ellos todo y a no creer nada en los demás, están convencidos de que es muy fácil, según los impulsos de la naturaleza, preferir lo que sienten a lo que no sienten de ningún modo. ¿Qué nos importan, se atreven a decir, dolores ocasionales en el prójimo? ¿Los sentimos nosotros? No, al contrario; acabamos de demostrar que producirlos nos depara una sensación deliciosa. ¿Por qué motivo habríamos de tener consideración con un individuo que no nos afecta para nada? ¿Con qué motivo hemos de evitarle nosotros un dolor que nunca nos arrancará una lágrima, cuando es seguro que de ese dolor ha de nacer un gran placer para nosotros? ¿Hemos experimentado alguna vez un solo impulso de la naturaleza que nos aconseje preferir los demás a nosotros, y no debe cada uno mirar para sí mismo en el mundo?
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Nos habláis de una voz quimérica de esa naturaleza, que nos dice que no ha de hacerse a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros; pero ese absurdo consejo sólo nos ha venido de hombres, y de hombres débiles. Al hombre fuerte no se le ocurrirá nunca emplear ese lenguaje. Fueron los primeros cristianos los que, perseguidos diariamente por su estúpido sistema, gritaban a quien quería oírlos: «¡No nos queméis, no nos desolléis! La naturaleza dice que no hay que hacer a los otros lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros.» ¡Imbéciles!
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¿Cómo la naturaleza, que siempre nos aconseja deleitarnos, que nunca imprime en nosotros otros impulsos ni otras inspiraciones, podría al momento siguiente, por una incoherencia sin ejemplo, asegurarnos que no hemos de pensar en deleitarnos si eso puede causar dolor a los demás? ¡Ah! Hagámosla caso, hagámosla caso, Eugenia; la naturaleza, nuestra madre común, sólo nos habla de nosotros; no hay nada tan egoísta como su voz, y lo que vemos más claro en ella es el inmutable y santo consejo que nos da de deleitarnos, sin importar a expensas de quién. Pero los demás —responden ellos a esto— pueden vengarse... En buena hora, sólo el más fuerte tendrá razón... Pues bien, así estamos en el estado primitivo de guerra y de destrucción perpetua para el que su mano nos creó, y en el que sólo le conviene que estemos.

Así es, mi querida Eugenia, como razonan esas gentes, y yo añado, tras mi experiencia y mis estudios, que la crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza. El niño rompe su sonajero, muerde la teta de su nodriza, estrangula su pájaro mucho antes de entrar en la edad de la razón.
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La crueldad está impresa en los animales, en los que, como creo haber dicho, las leyes de la naturaleza se leen más enérgicamente que en nosotros; y está en los salvajes, más próximos a la naturaleza que el hombre civilizado; sería por tanto absurdo concluir que es una secuela de la depravación. Tal sistema es falso, lo repito. La crueldad está en la naturaleza; todos nosotros nacemos con una dosis de crueldad que sólo la educación modifica; pero la educación no está en la naturaleza, perjudica a los efectos sagrados de la naturaleza tanto como el cultivo perjudica a los árboles. Comparad en vuestros vergeles el árbol abandonado a los cuidados de la naturaleza, con ese otro que vuestro arte cuida dominándolo, y veréis cuál es más bello, cuál os da mejores frutos. La crueldad no es otra cosa que la energía del hombre que la civilización no ha corrompido todavía: es por tanto una virtud y un vicio. Eliminad vuestras leyes, vuestros castigos, vuestras costumbres y la crueldad dejará de tener efectos peligrosos, puesto que no obrará nunca sin que pueda ser rechazada al punto por los mismos medios; es en el estado de civilización en el que es peligrosa, porque el ser lesionado carece casi siempre o de la fuerza o de los medios para rechazar la injuria; pero en el estado de incivilización, si actúa sobre el fuerte será rechazada por éste, y si actúa sobre el débil, no hay el menor inconveniente, puesto que sólo lesiona a un ser que cede ante el fuerte de acuerdo con las leyes de la naturaleza.

No analizaremos la crueldad en los placeres lúbricos de los hombres; ya veis, Eugenia, poco más o menos, los diferentes excesos a que pueden llevar, y vuestra ardiente imaginación ha de haceros comprender fácilmente que, en un alma firme y estoica, no deben tener límites. Nerón, Tiberio, Heliogábalo, inmolaban niños para conseguir que se les pusiera dura; el mariscal de Retz, Charolais,
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tío de Condé, cometieron también los asesinatos del desenfreno: el primero confesó en su interrogatorio que no conocía voluptuosidad más poderosa que la que sacaba del suplicio infligido por su limosnero y él a niños de ambos sexos. En uno de sus castillos de Bretaña se hallaron setecientos u ochocientos inmolados. Todo ello es concebible, acabo de probároslo. Nuestra constitución, nuestros órganos, el curso de los licores, la energía de los espíritus animales: he ahí las causas físicas que producen en el mismo momento los Titos o los Nerones, las Mesalinas o las Chantal;
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no hay por qué enorgullecerse más de la virtud que arrepentirse del vicio, ni tampoco hay por qué acusar a la naturaleza por habernos hecho nacer buenos más que por habernos creado perversos; ella ha actuado según sus miras, sus placeres y sus necesidades: sometámonos. Por tanto sólo examinaré aquí la crueldad de las mujeres, siempre más activa en ellas que en los hombres, por la poderosa razón de la excesiva sensibilidad de sus órganos.

En general distinguimos dos clases de crueldad: la que nace de la estupidez, que, nunca razonada, nunca analizada, iguala al individuo nacido así con la bestia feroz: no proporciona ningún placer, porque quien está inclinado a ella no es susceptible de ningún refinamiento; las brutalidades de un ser así, rara vez son peligrosas; siempre es fácil evitarlas; la otra especie de crueldad, fruto de la extrema sensibilidad de los órganos, sólo es conocida por seres extremadamente delicados, y los excesos a que lleva no son sino refinamientos de su delicadeza; es esa delicadeza, embotada demasiado deprisa por su excesiva finura, la que, para despertar, utiliza todos los recursos de la crueldad. ¡Qué pocas personas conciben estas diferencias! ¡Cuán pocas las que las sienten! Y sin embargo existen, son indudables. Ahora bien, este segundo género de crueldad es el que afecta con más frecuencia a las mujeres. Estudiadlas bien: veréis si no es el exceso de su sensibilidad lo que las ha llevado ahí; veréis si no es la extrema actividad de su imaginación, la fuerza de su espíritu, lo que las vuelve malvadas y feroces; por ello son tan encantadoras; por ello también no hay una sola de esta especie que no desemboque en la locura cuando empieza; por desgracia, la rigidez, o, más bien, la absurdidad de nuestras costumbres, otorga poco alimento a su crueldad; están obligadas a esconderse, a disimular, a cubrir su inclinación por medio de ostensibles actos de beneficencia que en el fondo de su corazón detestan; sólo bajo el velo más oscuro, con las precauciones más grandes, ayudadas de algunas amigas seguras, pueden entregarse a sus inclinaciones; y, como hay muchas de esta clase, muchas son las desgraciadas en consecuencia. ¿Queréis conocerlas? Anunciad un espectáculo cruel, un duelo, un incendio, una batalla, un combate de gladiadores; veréis cómo acuden; pero estas ocasiones no son lo suficientemente numerosas para alimentar su furor: se contienen y sufren.

Lancemos una rápida ojeada sobre las mujeres de esa clase. Zingua, reina de Angola, la más cruel de las mujeres, inmolaba a sus amantes nada más gozar de ella; con frecuencia hacía luchar a guerreros ante sus ojos y se convertía en premio del vencedor; para halagar su alma feroz, se divertía mandando machacar en un mortero a todas las mujeres que habían quedado embarazadas antes de los treinta años.
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Zoé,
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mujer de un emperador chino, no tenía mayor placer que ver ejecutar criminales ante sus ojos; a falta de ellos, hacía inmolar esclavos mientras jodía con su marido, y los impulsos de su descarga eran proporcionales a la crueldad de las angustias que hacía soportar a aquellos desdichados.

Ella fue la que, afinando sobre la clase de suplicio que iba a imponer a sus víctimas, inventó esa famosa columna de bronce hueca que se ponía al rojo vivo tras haber introducido en ella al paciente. Teodora, la mujer de Justiniano, se divertía viendo hacer eunucos; y Mesalina se masturbaba mientras, ante ella, por el mismo procedimiento, se hacía morir por agotamiento a los hombres. Las mujeres de Florida hacían hincharse el miembro de sus esposos y ponían pequeños insectos sobre el glande, lo cual les hacía sufrir horribles dolores; para esta operación los ataban y se reunían varias en torno a un solo hombre para lograr más fácilmente sus propósitos. Cuando vieron a los españoles, ellas mismas sujetaban a sus esposos mientras esos bárbaros europeos los asesinaban. La Voisin y la Brinvilliers envenenaban por el solo placer de cometer un crimen. En resumen, la historia nos proporciona miles de rasgos de la crueldad de las mujeres, y, debido a la inclinación natural que sienten por esos impulsos, desearía que se acostumbraran a usar la flagelación activa, medio por el que los hombres crueles aplacan su ferocidad. Algunas de ellas la utilizan, lo sé, pero no se halla extendida entre ese sexo hasta el punto que yo desearía. Con esta salida brindada a la barbarie de las mujeres, la sociedad ganaría; porque al no poder ser malvadas de esa forma, lo son de otra y, diseminando su veneno en la sociedad, causan la desesperación de sus esposos y de su familia. Su negativa a hacer una buena acción cuando la ocasión se presenta, la de socorrer al infortunado, desarrolla perfectamente, si se quiere, esa ferocidad a que ciertas mujeres son arrastradas por naturaleza; pero eso es poco y a menudo dista mucho de su necesidad de hacer lo peor. Indudablemente habría otros medios con los que una mujer a un tiempo sensible y feroz puede calmar sus fogosas pasiones, pero son peligrosos, Eugenia, y nunca me atreveré a aconsejártelos. ¡Oh, cielos! ¿Qué os pasa, ángel querido?... Señora..., ¡en qué estado se encuentra vuestra alumna!...

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