Authors: David Monteagudo
—Se puede cambiar de vida.
—¿Ah, sí? ¿Cambiamos de vida? ¡Estupendo! ¿Estarías dispuesta? ¿Estarías dispuesta a renunciar a todo esto? ¿ Por qué no? Vendemos la casa: se acabó la hipoteca, aún sacaríamos algo de dinero y todo, para pagar la fianza del pisito de alquiler que nos buscaríamos. Una pareja «progre» rodeada de pisos patera, ¡viva la multiculturalidad! Eso... o que ganes tú los tres mil euros que nos reventamos cada mes. ¿Lo querrías, eso?
—No hay por qué exagerar—replica Cova—. ¿Por qué tienes que ser siempre tan radical? No se trata de cambiarlo todo de golpe; ya sé que eso no se puede hacer...
—Ya me extrañaba a mí.
—¡No, escúchame tú ahora! No te escondas detrás del sarcasmo. Me refería, por ejemplo, a trabajar menos; haces más horas que un reloj, vas siempre agobiado. ¿De verdad es tan necesario que te estés...?
—Soy vendedor, nena: si no trabajo no vendo, es así de sencillo. No soy un empleado de banca que...
—Pues vende un poco menos... y tendrás un poco más de tiempo para ti, para hacer las cosas que de verdad te gustan.
Hugo mira hacia un lado, en dirección al mueble bar, y deja escapar un resoplido de fastidio, de impaciencia, como el escolar que escucha de mala gana una reprimenda.
—Mira—prosigue Cova—, si acabaras dos horas antes...
—¡¿Dos horas?!
—¡Escucha! Escúchame por una vez en tu vida. Si volvieras un poco antes, a lo mejor bastaba con una hora y media, podrías apuntarte al curso de teatro que van a hacer ahora, en La Casona; van a traer a un profesor ruso que se ve que es muy famoso, pero los que lo organizan son los de Entreacto; en cuanto te vean te propondrán que entres en el grupo, seguro, precisamente... lo que más necesitan son actores maduros, quiero decir, que no sean muy jóvenes; podrías volver a actuar...
—Ya, en un grupo de aficionados, un grupo de pueblo...
—Un pueblo de treinta mil habitantes, pero bueno... si prefieres llamarlo así, pues un pueblo. Es lo que hay. Tal vez ya es tarde para empezar la carrera hacia el Oscar, pero no para hacer las cosas que a uno le gustan. Tú eres un actor; los actores necesitáis actuar, necesitáis el público...
—Ya no sé si soy actor...
—Pues claro que lo eres, todo el mundo lo dice; basta con verte en cualquier sobremesa, cuando te animas un poco... No sé por qué malgastas tu talento de esa manera.
—¿Y entrar en Entreacto no es malgastarlo?
—¡Pues no, no, no señor! Es mostrarlo, mostrarlo para que lo vea mucha gente; no sólo tu mujer y cuatro amigos.
Hugo permanece en silencio durante unos segundos, irritado, molesto, pero también reflexivo. Cova lo aprovecha para insistir en lo que ha dicho antes.
—Seguro que estarías de mejor humor. A lo mejor... a lo mejor yo también me apuntaba al curso ese... bueno, si no quieres, no...—se apresura a añadir al ver el espontáneo gesto de alarma de Hugo—, pero no sería una mala idea; así tendríamos algo de qué hablar. Apetece mucho comentar con alguien cómo ha ido la clase, las cosas que han pasado... cuando haces un curso así, interesante, que te apasiona...
Cova ha ido perdiendo empuje a medida que acababa la frase. Cada vez más insegura, más vacilante, la emoción se le acumula en los ojos, en la garganta, amenazando con desbordar en cualquier momento. Con un hilo de voz, precipitadamente, acaba su razonamiento:
—A lo mejor... así estarías un poco más... cariñoso conmigo, y nos pareceríamos más a una verdadera...
—Eso: entonces «pareceríamos» una pareja de verdad—dice Hugo enfatizando las imaginarias comillas.
—¿Es que... es que no tienes piedad, ni... ni...?—replica Cova recuperando la voz a fuerza de rabia—. ¡Nunca, nunca me perdonarás lo que hice! ¡Eso es lo que pasa!
—¡Basta! ¡No puedo más!—grita Hugo repentinamente, tapándose los oídos con ambas manos; y en el misino momento, con movimientos rápidos, automáticos, corre hacia el mueble bar, se sirve generosamente de una botella, y se lleva a los labios el vaso ancho, sólido, repleto hasta la mitad de un líquido de color ambarino.
Cova contempla por unos momentos a Hugo, atónita, negando con la cabeza, y al final se da la vuelta y se marcha precipitadamente, buscando la puerta del pasillo. Pero Hugo ha dejado el vaso encima de la mesa a toda prisa, derramando parte de su contenido, y atrapa a Cova en el momento en que ésta franqueaba el marco de la puerta.
—Espera... espera, por favor—dice, sujetándola por ambos brazos, con la cara hundida en su cabellera—. No, en serio, espera—insiste con los ojos cerrados, reteniéndola todavía—, no debería haberte... no... estoy un poco nervioso últimamente...
Cova se zafa del abrazo y se da la vuelta. Ahora parece más serena, más dueña de sí.
—¡Sí que ha hecho efecto rápido!—dice con ironía.
—¿Cómo quieres que haga efecto en un segundo?—protesta Hugo recuperando el vaso y echando un trago rápido y seco.
—Pues el aliento ya te olía a whisky... te has acercado mucho...
—En las distancias cortas—recita Hugo levantando una ceja, con voz afectadamente sensual—es donde un hombre... se la juega. Colonia de hombre Brumel.
Cova menea la cabeza desaprobando.
—Ya está—dice con resignación—, la transformación del hombre lobo... bueno, al revés. No sé cómo puedes pasar, a semejante velocidad, del cabreo a... Y, por supuesto, con el alcohol de por medio.
—¡Pero bueno! ¿Es que también te has apuntado al ejército de salvación? Venga, mujer... sabes perfectamente que no soy un alcohólico... va, ven aquí—dice palmeando a su lado, en el sofá en el que se ha dejado caer—, tengo que explicarte lo de la tipa esa que ha llamado. Tenemos que decidir si vamos o no.
—Eso... cualquier cosa menos encarar de verdad los problemas—dice Cova, acercándose a él pero sin tomar asiento—. ¿Y adonde se supone que tenemos que ir?
—¿Adonde va a ser? A una cena... ¿Qué pasa? ¿Adónde vas?
Cova se ha acercado hasta la cocina, y vuelve con un trapo en la mano, una gamuza limpia y doblada, aparentemente nueva.
—Ya limpiarás eso luego—protesta Hugo.
—No parecía que se tratara de una simple cena cuando hablabas por teléfono—dice Cova, limpiando la mesa y el fondo del vaso—. Parecía algo más... excepcional.
—¡Vaya! Parece que estabas al loro...—dice Hugo, recuperando su vaso—. Pues sí... la verdad es que es una cosa bastante excepcional, una cosa que viene de hace veinticinco años nada menos.
—¿Veinticinco?... Yo oí que decías quince...
—No, nada de quince, ¿cómo iba a decir...? ¡Ah, claro, ya sé! Quince eran los años que hacía que no hablaba con esa loca. Pero lo que quiere celebrar es un vigesimoquinto aniversario.
—Unas bodas de plata...
Cova ha viajado de nuevo a la cocina, ha lavado el trapo y lo ha puesto a secar, y ahora está de nuevo al lado de Hugo.
—No, no va por ahí la cosa—dice éste—, aunque la verdad es que están todos en la edad; en la edad de empezar a celebrar ese tipo de cosas.
—¿Quiénes son «todos»?
—Mis amigos, la pandilla esa con la que iba de jovencito. Ya te he hablado alguna vez de ellos, el grupo de Ginés y todos ésos... Ginés era mi mejor amigo.
—Sí, me has hablado, pero... en realidad, nunca me has contado nada.
—Porque no hay nada que contar, al menos nada que tenga interés. Ya te puedes imaginar: la típica pandilla de adolescentes de hace dos décadas; conciertos, borracheras, excursiones más o menos ilegales, más o menos sin permiso, algún piño con el coche... ni siquiera fumábamos porros, éramos todos bastante aburridos. Ah, y por supuesto los noviazgos de una semana, las chicas que iban pasando de unos a otros, el que siempre hacía de paño de lágrimas y el que no ligaba nunca y acababa llorando, y borracho, en los guateques...
—Oí que la llamabas Nieves... Nieves no me suena...
—¿Cómo que no? Seguro que te he hablado más de una vez de ella. Le llamábamos «la abominable mujer de las nieves»...
Cova estalla en una risotada espontánea y sincera, que se prolonga durante un buen rato, ante la visible satisfacción de Hugo.
—Y a otra que se emborrachaba bastante y se llamaba Irene... pues «Irene Papas». Es el nombre de una actriz griega; existe de verdad, o existía...
—¡Qué cabrones!—dice Cova, dejándose caer en el sofá, al lado de Hugo—. Seguro que eso os lo inventabais entre los chicos... porque ellas no os hacían caso.
Hugo da un generoso trago de su vaso, y después lo contempla unos segundos meditativamente, antes de contestar.
—Algo de eso hay. En realidad Nieves... ahora porque se ha engordado, y los años no perdonan... por cierto, tú la has visto. Me parece que nos hemos cruzado con ella alguna vez, y yo la he saludado...
—No ando por ahí fijándome en todas las personas a las que saludas.
—Bueno, da igual, el caso es que de jovencita era guapa, grandota, eso sí, una «buena moza» que habría dicho mi abuela. El mote de «la abominable mujer de las nieves» se lo puso Ibáñez; y seguramente tienes razón y se lo puso porque ella no quiso enrollarse con él. Nieves... siempre ha sido igual, buena tía, pero un poco prima, un poco ingenua; era muy cariñosa con todo el mundo, te escuchaba, y claro, alguno se pensaba que podía ir más allá... pero de eso nada.
—Seguro que tú eras uno de esos.
—Ese es un dato irrelevante para la investigación—se apresura a decir Hugo cambiando la voz, imitando, probablemente, a algún personaje concreto—. El caso es que Nieves se casó pronto, con un tío alto y guapo, muy serio, un dechado de perfección. Se ve que los de la panda no dábamos la talla para ella...
—O sea: que era ingenua pero no tonta.
—No cantes victoria tan pronto. Las cosas no le han ido muy bien; se separó, también pronto; bueno, con el tiempo suficiente para producir dos niños que ha tenido que criar ella sola, con trabajillos que le han ido saliendo aquí y allá, porque ella se había preparado para ser esposa y madre ejemplar, no cabeza de familia.
—¿Y tú cómo sabes todo eso? ¿No decías que no te interesaba para nada toda aquella gente... que quedaste harto de...?
—Es que me lo dijo ella misma. La pandilla se acabó en el ochenta y cuatro; muerta para siempre; ella es la única que ha intentado que no se perdieran del todo los vínculos... Es la típica tía que te llama de pronto, cuando hace años que ni te acuerdas de ella, para explicarte que se ha divorciado, o que le ha salido un grano en el culo.
—¡No seas grosero!
—¡No, es verdad! Un día me llamó explicándome que estaba muy preocupada porque le había salido una especie de forúnculo... ahí, «en el culete», decía ella, algo muy chungo porque... los médicos temían que pudiese ser un tumor. Se ve que al final no fue nada...
—Pobre mujer, estaba angustiada, y buscaba apoyo y consuelo en los tipos egoístas a los que tantas veces ella había consolado.
—¡Eh, eh, un momento, que a mí nunca me consoló y a los otros que yo sepa tampoco! Es verdad que era cariñosa, y tenía la costumbre de acariciar y besar en la mejilla, pero de ahí a...
—Mira, dejemos el tema... ya veo lo que entiendes tú por consolar. Explícame qué le pasa ahora a esa pobre mujer, que llevamos media hora hablando y aún no has soltado prenda.
—Pues le pasa que ya tiene a los hijos criados, vamos, que ya salen solos de juerga, y le ha parecido que es el momento de recuperar viejas amistades. En fin, que se aburre y se dedica a llamar a pacíficos ciudadanos que no le han hecho nada para obsequiarles con proposiciones trasnochadas...
—No te hagas el duro, ¿eh, cariño?, que por lo que pude oír hace un momento, ya casi le diste el sí. No le ha costado mucho convencerte.
—Yo no le he dado ningún sí; precisamente quería hablarlo contigo, y si no nos interesa... pues le digo que teníamos algún compromiso terriblemente ineludible, y ya está. Pero escucha, escucha primero y juzga tú misma si la idea no es un poco trasnochada. Hace veinticinco años... fíjate bien, ¿eh?, veinticinco, o sea, que éramos unos críos de veinte años, hicimos una excursión al castillo de Peñahonda.
—¿Peñahonda?
—Sí, está en El Tiemblo, cerca del desfiladero de Los Hoscos. Hay casi ciento cincuenta kilómetros desde aquí. Fuimos en la furgo de Ibáñez, y Rafa también llevaba su coche; por aquel entonces eran los únicos que podían disponer de vehículo propio durante dos días seguidos. Era la típica excursión: llegar por la tarde, dormir en el refugio, y al día siguiente recorrer el desfiladero. El refugio es un edificio antiguo que hay al lado del castillo. Lo usaban de casa de colonias y esas cosas; había que pedir la llave y no hacer demasiados destrozos... de todas formas estaba siempre hecho una mierda. Bien, pues aquella noche sacamos los sacos de dormir a una especie de plaza embaldosada que hay, y nos tumbamos a mirar las estrellas. Era en pleno verano y no hacía nada de frío...
—Pues no es la mejor época para ver las estrellas.
—Ya lo sé, pero no te creas, aquello está lejos de cualquier pueblo, sólo hay una urbanización muy cutre en las proximidades, medio ilegal, a lo mejor ya ni existe. El caso es que al no haber luces por allí cerca se veía el cielo bastante bien, yo diría que muy bien; la verdad es que impresionaba.
—Vamos, que era muy romántico...
—Tan romántico que a alguien se le ocurrió proponer que volviéramos allí veinticinco años después, el mismo día, a la misma hora, aunque entonces ya no fuéramos amigos, aunque alguno estuviera viviendo en el otro lado del mundo, aunque estuviéramos casados, separados, con hijos... daba igual, el caso es que juramos solemnemente no faltar a la cita, al aniversario. Y además nos lo creíamos, entonces nos lo creíamos, estábamos convencidos de que nadie iba a traicionar el juramento.
—Y eso es lo que quiere hacer ahora la famosa Nieves: conseguir que cumpláis con la promesa.
—Exacto; eso es lo que quiere hacer. Primero ha investigado si podríamos disponer del refugio, y ahora está llamando a la gente. Todavía falta un mes. Dice que sólo lo organizará si vamos todos: todos los que estuvimos allí aquella noche.
—Y, por lo que se ve, también están invitados los acompañantes.
—¡Pues claro! No es tonta. Así tiene más posibilidades de éxito, de que todo el mundo le diga que sí. De todas formas... déjame pensar... con Ibáñez soltero y sin compromiso, Amparo y Nieves separadas, y una pareja interna...
—¿Interna?
—Sí, Rafa y Maribel acabaron juntos; se conocieron en el grupo; se casaron y tienen dos niños, bueno, un niño y una niña, la parejita, hasta en eso son modélicos. O sea, que ya van... cinco que no traerán a ningún extraño. Por lo tanto, sólo quedamos Ginés y yo... No sé en qué situación está ahora Ginés.