Fortunata y Jacinta (39 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Fue que se había marchado de Madrid y que no pudiste averiguar a dónde. Esto me lo contaste en Sevilla.

—¡Qué memoria tienes! Pues pasó tiempo, y al año de casados, un día, de repente, plaf... entras tú en mi cuarto y me das una carta.

—¿Yo?

—Sí, una cartita que trajeron para mí. La abro, me quedo así un poco atontado... Me preguntas qué es, y te digo: —Nada, es la madre del pobre Valledor que me pide una recomendación para el alcalde... Cojo mi sombrero y a la calle.

—¡Volvía a Madrid, te llamaba, te escribía!... —observó Jacinta, sentándose al borde del lecho, la mirada fija, apagada la voz.

—Es decir, hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe... «Pues señor, no hay más remedio que ir allá. Cree que tu pobre marido iba de muy mal humor. No puedes figurarte lo que le molestaba la resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre. «¿Por dónde saldrá ahora?... ¿Para qué me llamará?». Yo decía también: «De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero en fin, ¡qué remedio!...», pensaba al subir por aquellas oscuras escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de huéspedes. En el bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz había venido a Madrid con su hijo, con el mío: ¿por qué no decirlo claro?, y con un hombre, el cual estaba muy mal de fondos, lo que no tiene nada de particular... Llegar y ponerse malo el pobre niño fue todo uno. Viose la pobre en un trance muy apurado. ¿A quién acudir? Era natural: a mí. Yo se lo dije. «Has hecho perfectamente...». La más negra era que el garrotillo le cogió al pobrecillo nene tan de filo, que cuando yo llegué... te va a dar mucha pena, como me la dio a mí... pues sí, cuando llegué, el pobre niño estaba expirando. Lo que yo le decía al verla hecha un mar de lágrimas: «¿Por qué no me avisaste antes?». Claro, yo habría llevado uno o dos buenos médicos y quién sabe, quién sabe si le hubiéramos salvado.

Jacinta callaba. El terror no la dejaba articular palabra.

—¿Y tú no lloraste?» fue lo primero que se le ocurrió decir.

—Te aseguro que pasé un rato... ¡Ay qué rato! ¡Y tener que disimular en casa delante de ti! Aquella noche ibas tú al Real. Yo fui también; pero te juro que en mi vida he sentido, como en aquella noche, la tristeza agarrada a mi alma. Tú no te acordarás... No sabías nada.

—Y...

—Y nada más. Le compré la cajita azul más bonita que había en la tienda de abajo, y se le llevó al cementerio en un carro de lujo con dos caballos empenachados, sin más compañía que la del hombre de Fortunata y el marido, o lo que fuera, de la patrona. En la Red de San Luis, mira lo que son las casualidades, me encontré a mamá... Díjome: «¡Qué pálido estás!» «Es que vengo de casa de Moreno Vallejo a quien le han cortado hoy la pierna». En efecto, le habían cortado la pierna, a consecuencia de la caída del caballo. Diciéndolo, miré desaparecer por la calle de la Montera abajo el carro con la cajita azul... ¡Cosas del mundo! Vamos a ver: si yo te hubiera contado esto, ¿no habrían sobrevenido mil disgustos, celos y cuestiones?

—Quizás no —dijo la esposa dando un gran suspiro—. Según lo que venga detrás. ¿Qué pasó después?

—Todo lo que sigue es muy soso. Desde que se dio tierra al pequeñuelo, yo no tenía otro deseo que ver a la madre tomando el portante. Puedes creérmelo: no me interesaba nada. Lo único que sentía era compasión por sus desgracias, y no era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote grosero que la trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer! Yo le dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con este animal y le aguantas?». Y respondiome: «No tengo más amparo que esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento...». Es triste cosa vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya ves cuánta desgracia, cuánta miseria hay en este mundo, niña mía... Bueno, pues sigo diciéndote que aquella infeliz pareja me dio la gran jaqueca. El tal, que era mercachifle de estos que ponen puestos en las ferias, pretendía una plaza de contador de la depositaría de un pueblo. ¡Valiente animal! Me atosigaba con sus exigencias, y aun con amenazas, y no tardé en comprender que lo que quería era sacarme dinero. La pobre Fortunata no me decía nada. Aquel bestia no le permitía que me viera y hablara sin estar él presente, y ella, delante de él, apenas alzaba del suelo los ojos; tan aterrorizada la tenía. Una noche, según me contó la patrona, la quiso matar el muy bruto. ¿Sabes por qué?, porque me había mirado. Así lo decía él... Me puedes creer, como esta es noche, que Fortunata no me inspiraba sino lástima. Se había desmejorado mucho de físico, y en lo espiritual no había ganado nada. Estaba flaca, sucia, vestía de pingos que olían mal, y la pobreza, la vida de perros y la compañía de aquel salvaje habíanle quitado gran parte de sus atractivos. A los tres días se me hicieron insoportables las exigencias de la fiera, y me avine a todo. No tuve más remedio que decir: —Al enemigo que huye, puente de plata»; y con tal de verles marchar, no me importaba el sablazo que me dieron. Aflojé los cuartos a condición de que se habían de ir inmediatamente. Y aquí paz y después gloria. Y se acabó mi cuento, niña de mi vida, porque no he vuelto a saber una palabra de aquel respetable tronco, lo que me llena de contento.

Jacinta tenía su mirada engarzada en los dibujos de la colcha. Su marido le tomó una mano y se la apretó mucho. Ella no decía más que «¡Pobre
Pituso
, pobre Juanín!». De repente una idea hirió su mente como un latigazo, sacándola de aquel abatimiento en que estaba. Era la convicción última que se revolvía furiosa en las agonías del vencimiento. No existe nada que se resigne a morir, y el error es quizás lo que con más bravura se defiende de la muerte. Cuando el error se ve amenazado de esa ridiculez a que el lenguaje corriente da el nombre de
plancha
, hace desesperados esfuerzos, azuzado por el amor propio, para prolongar su existencia. De los escombros de sus ilusiones deshechas sacó, pues, Jacinta el último argumento, el último; pero lo esgrimió con brío, quizás por lo mismo que ya no tenía más.

—Todo lo que has dicho será verdad: no lo pongo en duda. Pero yo no te digo sino una cosa: ¿Y el parecido?

Lo mismo fue oír esto el Delfín, que partirse de risa.

—¡El parecido! Si no hay tal parecido ni lo puede haber. Sólo existe en tu imaginación. Los chicos de esa edad se parecen siempre a quien quiere el que los mira. Obsérvale bien ahora, examínale las facciones con imparcialidad, pero con imparcialidad y conciencia, ¿sabes?... y si después de esto sigues encontrando parecido, es que hay brujería en ello.

Jacinta le contemplaba en su mente con aquella imparcialidad tan recomendada, y... la verdad... el parecido subsistía... aunque un poquillo borroso y desvaneciéndose por grados. En la desesperación de su inevitable derrota, encontró aún la dama otro argumento.

—Tu mamá también le encontró un gran parecido.

—Porque tú le calentaste la cabeza. Tú y mamá sois dos buenas maniáticas. Yo reconozco que en esta casa hace falta un chiquitín. También yo lo deseo tanto como vosotras; pero esto, hija de mi alma, no se puede ir a buscar a las tiendas, ni lo debe traer Estupiñá debajo de la capa, como las cajas de cigarros. El parecido, convéncete tontuela, no es más que la exaltación de tu pensamiento por causa de esa maldita novela del niño encontrado. Y puedes creerlo, si como historia el caso es falso, como novela es cursi. Si no, fíjate en las personas que te han ayudado al desarrollo de tu obra: Ido del Sagrario, un flatulento; José Izquierdo, un loco de la clase de cabellerías; Guillermina, una loca santa, pero loca al fin. Luego viene mamá, que al verte a ti chiflada, se chifla también. Su bondad le oscurece la razón, como a ti, porque sois tan buenas que a veces, créelo, es preciso ataros. No, no te rías; a las personas que son muy buenas, muy buenas, llega un momento en que no hay más remedio que atarlas.

Jacinta le sonreía con tristeza, y su marido le hizo muchas caricias, afanándose por tranquilizarla. Tanto le rogó que se acostara, que al fin accedió a ello.

—Mañana —dijo ella— irás conmigo a verle.

—A quién... ¿Al chiquillo de Nicolasa?... ¡Yo!

—Aunque no sea más que por curiosidad... Considéralo como una compra que hemos hecho las dos maniáticas. Si compráramos un perrito, ¿no querrías verlo?

—Bueno, pues iré. Falta que mamá me deje salir mañana... Y bien podría, que este encierro me va cargando ya.

Acostose Jacinta en su lecho, y al poco rato observó que su esposo dormía. Ella tenía poco sueño y pensaba en lo que acababa de oír. ¡Qué cuadro más triste y qué visión aquella de la miseria humana! También pensó mucho en el
Pituso
. «Se me figura que ahora le quiero más. ¡Pobrecito, tan lindo, tan mono y no parecerse...! Pero si yo me confirmo en que se parece... ¡Que es ilusión! ¿Cómo ha de ser ilusión? No me vengan a mí con cuentos. Aquellos plieguecitos de la nariz cuando se ríe... aquel entrecejo...». Y así estuvo hasta muy tarde.

El 28 por la mañana, ya de vuelta de misa, entró Barbarita en la alcoba del matrimonio joven a decirles que el día estaba muy bueno, y que el enfermo podía salir bien abrigado. «Os cogéis el coche y vais a dar una vuelta por el Retiro». Jacinta no deseaba otra cosa, ni el Delfín tampoco. Sólo que en vez de ir al Retiro, se personaron en casa de Ramón Villuendas. Hallábase este en el escritorio; pero cuando les vio entrar subió con ellos, deseando presenciar la escena del reconocimiento, que esperaba fuera patética y teatral. Mucho se pasmaron él y Benigna de que Juan viera al pequeñuelo con sosegada indiferencia, sin hacer ninguna demostración de cariño paternal.

—Hola, barbián —dijo Santa Cruz sentándose y cogiendo al chico por ambas manos—. Pues es guapo de veras. Lástima que no sea nuestro... No te apures, mujer, ya vendrá el verdadero
Pituso
, el legítimo, de los propios cosecheros o de la propia tía Javiera.

Benigna y Ramón miraban a Jacinta.

—Vamos a ver —prosiguió el otro constituyéndose en tribunal—. Vengan ustedes aquí y digan imparcialmente, con toda rectitud y libertad de juicio, si este chico se parece a mí.

Silencio. Lo rompió Benigna para decir:

—Verdaderamente... yo... nunca encontré tal parecido.

—¿Y tú? —preguntó Juan a Ramón.

—Yo... pues digo lo mismo que Benigna.

Jacinta no sabía disimular su turbación.

—Ustedes dirán lo que quieran... pero yo... Es que no se fijan bien... Y en último caso, vamos a ver, ¿me negarán que es monísimo?

—¡Ah! Eso no...; y que tiene que ser un gran pillete. Tiene a quien salir. Su padre fue primero empleado en el
gas
; después punto figurado en la casa de juego del
pulpitillo
.

—¡Punto figurado! ¿Y qué es eso?

—¡Oh!, una gran posición... El papá de este niño, si no me engaño, debe de estar ahora tomando aires en Ceuta.

—Eso, eso no —indicó Jacinta con rabia—. ¿También quieres tú infamar a mi niño? Dámele acá... ¿No es verdad, hijo, que tu papá no...?

Todos se echaron a reír. Consolábase ella de su desairada situación besándole y diciendo:

—Mirad cómo me quiere. Pues no, no le abandono, aunque lo mande quien lo mande. Es mío.

—Como que te ha costado tu dinero.

—8—

E
l chico le echó los brazos al cuello y miró a los demás con rencor, como indignado de la nota infamante que se quería arrojar sobre su estirpe. Los otros niños se le llevaron para jugar, no sin que antes le hiciera Jacinta muchas carantoñas, por lo cual dijo Benigna que no
debía darle tan fuerte
.

—Cállate tú... Digo que no le abandono. Me le llevaré a casa.

—¿Estás loca? —insinuó el Delfín con severidad.

—No, que estoy bien cuerda.

—Vamos, ten discreción... No digo yo tampoco que se le eche a la calle; pero en el Hospicio, bien recomendado, no lo pasaría mal.

—¡En el Hospicio! —exclamó Jacinta con la cara muy encendida—, ¡para que me le manden a los entierros... y le den de comer aquellas bazofias...!

—¿Pero tú qué crees? Eres una criatura. ¿De dónde sacas que así se toman niños ajenos? Chica, chica, estás en pleno romanticismo.

Benigna y su marido manifestaron con enérgicos signos de cabeza que aquello del romanticismo estaba muy bien dicho.

—Pero si yo también le quiero proteger —afirmó Juan apreciando los sentimientos de su mujer y disculpando su exageración—. Ha sido una suerte para él haber caído en nuestras manos librándose de las de Izquierdo. Pero no disloquemos las ideas. Una cosa es protegerle y otra llevárnosle a casa. Aunque yo quisiera darte ese gusto, falta que mi padre lo consintiera. Tus buenos sentimientos te hacen delirar, ¿verdad, Benigna? Yo le he dicho que a las personas muy buenas, muy buenas, es menester atarlas algunas veces. Esta es un ángel, y los ángeles caen en la tontería de creer que el mundo es el cielo. El mundo no es el cielo, ¿verdad, Ramón?, y nuestras acciones no pueden ser basadas en el criterio angelical. Si todo lo que piensan y sienten los ángeles, como mi mujer, se llevara a la práctica, la vida sería imposible, absolutamente imposible. Nuestras ideas deben inspirarse en las ideas generales, que son el ambiente moral en que vivimos. Yo bien sé que se debe aspirar a la perfección; pero no dando de puntapiés a la armonía del mundo, ¡pues bueno estaría!... a la armonía del mundo, que es... para que lo sepas... un grandioso mecanismo de imperfecciones, admirablemente equilibradas y combinadas. Vamos a ver, te he convencido, ¿sí o no?

—Así, así —replicó Jacinta muy triste, un poco aturdida por las paradojas de su marido. Jacinta tenía idea tan alta de los talentos y de las sabias lecturas del Delfín, que rara vez dejaba de doblegarse ante ellas, aunque en su fuero interno guardase algunos juicios independientes que la modestia y la subordinación no le permitían manifestar. No habían transcurrido diez segundos después de aquel
así, así
, cuando se oyó una gran chillería. «¿Qué es, qué hay?». ¡Qué había de ser sino alguna barbaridad de Juanín! Así lo comprendió Benigna, corriendo alarmada al comedor, de donde el temeroso estrépito venía.

—¡Bien por los chicos valientes! —dijo Santa Cruz, a punto que Ramón Villuendas se despedía para bajar al escritorio. Jacinta corrió al comedor y a poco volvió aterrada.

—¿No sabes lo que ha hecho? Había en el comedor una bandeja de arroz con leche. Juanín se sube sobre una silla y empieza a coger el arroz con leche a puñados... así, así, y después de hartarse, lo tira por el suelo y se limpia las manos en las cortinas.

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