Trevize la miró vivamente.
—¿Qué importa eso? Sigues siendo Gaia, ¿no?
Ella pareció irritarse durante un momento, pero su enojo se disolvió en una risita casi avergonzada.
—Debo confesar que esta vez me has pillado, Trevize. La palabra «Gaia» tiene un doble significado. Puede emplearse para designar el planeta físico como un sólido objeto esférico en el espacio. Y también para designar el objeto vivo que incluye aquella esfera. Si tuviésemos que hablar con propiedad, tendríamos que emplear dos palabras diferentes para ambos conceptos desiguales, pero los gaianos sabemos siempre por el contexto el significado que hay que darle. Reconozco que un Aislado puede ser inducido a veces a error.
—Entonces —dijo Trevize—, sabiendo que estás a muchos miles de pársecs de Gaia como globo, ¿todavía eres parte de Gaia como organismo?
—En lo que respecta al organismo, lo sigo siendo.
—¿Sin atenuación?
—No en esencia. Creo que ya te he dicho que es un poco más complejo continuar siendo Gaia a través del hiperespacio, pero lo soy.
—¿Se te ha ocurrido pensar —dijo Trevize —que Gaia puede ser considerada como un kraken (Fabuloso monstruo marino escandinavo. [N. del T.]) galáctico, el monstruo de las leyendas cuyos tentáculos llegan a todas partes? Sólo tenéis que poner unos pocos gaianos en cada uno de los mundos habitados y tendréis virtualmente la Galaxia allí. En realidad, es quizá lo que habéis hecho exactamente. ¿Dónde están localizados vuestros gaianos? Supongo que uno o más estarán en Términus y otros tantos en Trantor. ¿Hasta dónde se extiende esto?
Bliss pareció claramente incómoda.
—Dije que no te mentiría, Trevize, pero eso no significa que me crea obligada a contarte toda la verdad. Hay algunas cosas que no necesitas conocer, y la situación y la identidad de fragmentos individuales de Gaia son algunas de ellas.
—¿y no puedo saber la razón de la existencia de estos tentáculos, Bliss, aunque no sepa dónde están?
—En opinión de Gaia, no.
—Pero supongo que puedo tratar de adivinarlo. Os creéis los guardianes de la galaxia.
—Deseamos tener una galaxia estable y segura; que sea pacifica y próspera. El «Plan Seldon», al menos tal como fue concebido por Hari Seldon en principio, está encaminado a desarrollar un Segundo Imperio galáctico que sea más estable y más viable que el Primero. El «Plan», que ha sido continuamente modificado y mejorado por la Segunda Fundación, ha funcionado bien hasta ahora.
—Pero Gaia no quiere un Segundo Imperio galáctico en el sentido clásico, ¿verdad? Queréis Galaxia, una Galaxia viva.
—Ya que tú lo permites, esperamos, con el tiempo, tener Galaxia.
Si no lo hubieses permitido, habríamos trabajado para el Segundo Imperio de Seldon, haciéndolo lo más seguro posible.
—Pero, ¿qué hay de malo en…? Su oído captó la suave y zumbadora señal—. El ordenador me llama. Supongo que está recibiendo instrucciones concernientes a la estación de entrada. Volveré enseguida.
Pasó a la cabina-piloto y colocó las manos sobre las marcadas en el tablero, y supo que había instrucciones sobre la estación de entrada específica a la que debía dirigirse: sus coordenadas con referencia a la línea desde el centro de Comporellon hasta su polo norte; también le daban la ruta que la nave tendría que seguir para acercarse a ella.
Trevize hizo constar su aceptación y se retrepó un momento en su silla.
¡El «Plan Seldon»! Hacia mucho tiempo que no pensaba en él. El Primer Imperio Galáctico se había derrumbado y, durante quinientos años, la Fundación había crecido, primero en competencia con ese Imperio, y después sobre sus ruinas…, todo ello de acuerdo con el «Plan». Había habido la interrupción del Mulo, que durante un tiempo estuvo amenazando con destrozar el «Plan», pero la Fundación había seguido adelante, quizá con la ayuda de la siempre oculta Segunda Fundación y posiblemente con la de la todavía más oculta Gaia.
Ahora el «Plan» estaba amenazado por algo más grave que el Mulo. Iba a ser desviado de una renovación del Imperio hacia algo completamente distinto de todo lo registrado en la Historia: Galaxia. Y él había convenido en esto.
Pero, ¿por qué? ¿Tenía el «Plan» algún defecto? ¿Un defecto básico?
Por un fugaz instante, Trevize tuvo la impresión de que tal defecto existía en realidad y de que él sabia de qué se trataba, lo había sabido cuando tomó su decisión; pero el conocimiento…, si es que era tal…, se desvaneció tan rápido como había llegado, y le dejó sin nada.
Tal vez se tratase de una ilusión, tanto cuando había tomado su decisión, como ahora. A fin de cuentas, nada sabía acerca del «Plan», más allá de las presunciones básicas justificadas por la psicohistoria.
Aparte de eso, no conocía ningún detalle, ni, ciertamente, nada de sus matemáticas.
Cerró los ojos y pensó…
No había nada.
Tal vez el poder añadido que le dona el ordenador… Colocó las manos sobre el tablero y sintió el calor de las del ordenador en las suyas. Cerró los ojos de nuevo y pensó una vez más…
Todavía no había nada.
El comporelliano que abordó la nave llevaba una tarjeta hológrafa de identidad. Ésta reproducía su mofletuda y ligeramente barbuda cara con notable fidelidad, y al pie figuraba su nombre: A. Kendray.
Era bastante bajo y tenía el cuerpo casi tan redondo como la cara. De aspecto y modales campechanos, contempló la nave con visible asombro.
—¿Cómo han podido bajar tan deprisa? —preguntó—. No les esperábamos hasta dentro de dos horas.
—Es un nuevo modelo de nave —dijo Trevize, con reservada cortesía.
Pero Kendray no era el joven ignorante que parecía. Entró en la cabina-piloto y dijo inmediatamente:
—¿Gravítica?
—Sí —repuso Trevize, que no vio ninguna razón para negar algo tan evidente.
—Muy interesante. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto ninguna. ¿Lleva los motores en el casco?
—Así es.
Kendray miró el ordenador.
—¿Tiene también circuitos de ordenador?
—Sí. Al menos, así me lo dijeron. Nunca lo he comprobado.
—Está bien. Lo único que necesito es la documentación de la nave: número de motor, lugar de fabricación, clave de identificación, etcétera. Estoy seguro de que el ordenador tiene toda la información y que podrá decirme lo que necesito en medio segundo.
Tardó muy poco más. Kendray volvió a mirar a su alrededor.
—¿Sólo van tres a bordo?
—Sí —dijo Trevize.
—¿Algún animal vivo? ¿Plantas? ¿Estado de salud?
—No, No. y la salud es buena —repuso Trevize con sequedad.
—¡Hum! —dijo Kendray, tomando notas—. ¿Quiere usted meter la mano aquí? Simple rutina. La mano derecha, por favor.
Trevize miró el aparato sin ningún entusiasmo. Su uso era más común cada día, y el aparato se hacia cada vez más complicado. Casi se podía juzgar lo atrasado de un mundo por la antigüedad de su microdetector. Existían pocos mundos, por muy atrasados que estuviesen, que careciesen de él. Su invención había acompañado al definitivo desmembramiento del Imperio, cuando cada fragmento del total sintió crecer su afán de protegerse de las enfermedades y de los microrganismos de todos los demás.
—¿Qué es eso? —preguntó Bliss, en voz baja e interesada, estirando el cuello para mirarlo primero por un lado y después por el otro.
—Creo que lo llaman microdetector —dijo Pelorat.
—No es nada misterioso —añadió Trevize—. Se trata de un aparato que comprueba, de forma automática, una parte de tu cuerpo, por dentro y por fuera, por si hubiese algún microrganismo capaz de transmitir una enfermedad.
—También identificaría los microrganismos —explicó Kendray, con marcado orgullo—. Ha sido fabricado aquí, en Comporellon. Y si no le importa, señor, debo insistir en que introduzca su mano derecha en él.
Trevize lo hizo así y esperó, mientras una serie de pequeñas señales rojas bailaban a lo largo de unas líneas horizontales. Kendray pulsó un botón e inmediatamente apareció una copia en color.
—¿Quiere usted firmar aquí, señor? —dijo.
Trevize obedeció.
—¿Cómo estoy? —preguntó—. No corro ningún peligro grave, ¿verdad?
—Yo no soy médico —repuso Kendray—; por consiguiente, no puedo darle detalles, pero aquí no aparece ninguna de las señales que nos obligaría a impedirle la entrada o a ponerle en cuarentena. Esto es lo único que me interesa.
—Una suerte para mí —dijo secamente Trevize, sacudiendo la mano para librarse del ligero cosquilleo que sentía.
—Ahora usted, señor —indicó Kendray.
Pelorat introdujo la mano con cierta vacilación y, después, tiró la copia.
—¿Y usted, señora?.
Unos momentos más tarde, Kendray miró fijamente el resultado.
—Nunca había visto algo parecido —dijo observando a Bliss, con expresión de asombro—. Es usted negativa. Por completo.
—Estupendo —repuso ella sonriendo con simpatía.
—Sí, señora. La envidio. —Volvió a mirar la primera copia—. Su identificación, Mr. Trevize.
Trevize la exhibió. Kendray la miró y de nuevo levantó la cabeza sorprendido.
—¿Consejero de la Legislatura de Términus?
—Así es.
—¿Alto funcionario de la Fundación?
—Exacto —dijo fríamente Trevize—. Por consiguiente, podemos abreviar los trámites, ¿no?
—¿Es usted capitán de la nave?
—Si, lo soy.
—¿Objeto de su visita?
—Seguridad de la Fundación, y esto es todo cuanto voy a darle como respuesta. ¿Lo comprende?
—Sí, señor. ¿Cuánto tiempo piensa permanecer aquí?
—No lo sé. Una semana tal vez.
—Muy bien, señor. ¿Y este otro caballero?
—Es el doctor Janov Pelorat —dijo Trevize—. Tiene usted su firma y yo respondo de él. Es profesor de Términus y ayudante mío para el objeto de mi visita.
—Lo comprendo, señor, pero debo ver su documento de identidad. Ordenes son órdenes. Estoy desolado. Espero que usted lo comprenda, señor.
Pelorat mostró sus papeles.
Kendray asintió con la cabeza.
—¿Y usted, señorita?
—No hace falta que moleste a la dama —dijo pausadamente Trevize—. También respondo de ella.
—Si, señor. Pero necesito su identificación.
—Lo siento, pero no tengo mis documentos aquí, señor.
—¿Cómo dice? —preguntó Kendray, frunciendo el entrecejo.
—La joven no trae ningún documento. Un olvido. Pero eso no importa. Yo asumo toda la responsabilidad.
—Ojalá pudiese aceptarlo, señor —dijo Kendray—, pero es imposible. El responsable soy yo. Dadas las circunstancias, la cosa no es importante. No será difícil conseguir duplicados. Supongo que la joven es de Términus.
—No.
—Entonces, de algún otro lugar del territorio de la Fundación.
—En realidad, no lo es.
Kendray miró fijamente a Bliss y, después, a Trevize.
—Esto complica el asunto, consejero. Obtener un duplicado de los documentos de una persona extraña a la Fundación requerirá más tiempo. Como usted no es ciudadana de la Fundación, Miss Bliss, debe darme los nombres de sus mundos de nacimiento y de residencia. Y deberá esperar a que los duplicados lleguen.
—Mire usted, Mr. Kendray —dijo Trevize—, no hay ningún motivo para que tengamos que perder el tiempo. Yo soy un alto funcionario del Gobierno de la Fundación y estoy aquí para una misión de gran importancia. No puedo entretenerme por una cuestión de simple papeleo.
—Yo no puedo decidir, señor consejero. Si dependiese de mi, ahora mismo les dejaba bajar a Comporellon, pero hay unas órdenes estrictas a las que debo someter todas mis acciones. Tengo que atenerme al reglamento o cargar con las consecuencias. Desde luego, supongo que habrá algún personaje del Gobierno comporelliano que le esté esperando a usted. Si me dice de quién se trata, me pondré en contacto con él y, si me ordena que les deje pasar, todo estará solucionado.
Trevize vaciló un momento.
—Esto no sería prudente, Mr. Kendray. ¿Podría yo hablar con su superior inmediato?
—Claro que sí, pero no puede verle de improviso.
—Estoy seguro de que vendrá, enseguida, en cuanto sepa que está hablando con un alto funcionario de la Fundación.
—La verdad es —dijo Kendray —que esto empeoraría las cosas, dicho sea entre nosotros. Ya sabe usted que no formamos parte del territorio metropolitano de la Fundación. Tenemos la condición de Potencia Asociada, y nos lo tomamos muy en serio. El pueblo no quiere aparecer como marionetas de la Fundación, por emplear la expresión popular, compréndalo, y aprovecha cualquier oportunidad para demostrar su independencia. Mi superior esperaría conseguir unos puntos extra por resistirse a hacer un favor especial a un funcionario de la Fundación.
La expresión de Trevize se volvió más hosca.
—¿También usted?
Kendray sacudió la cabeza.
—Yo me encuentro por debajo de la política, señor. Nadie me recompensará por lo que haga. Me considero afortunado si me pagan mi salario. Y aunque no pueda esperar recompensas, sí que estoy expuesto a ser degradado, y con mucha facilidad. Ojalá no ocurriese así.
—Considerando mi posición, yo cuidaría de usted, ¿no?
—No, señor. Lamento que esto le parezca una impertinencia, pero no creo que pudiese hacerlo. Y por favor, señor, no lo tome como una ofensa, le ruego que no me haga ningún ofrecimiento valioso. Castigan a los funcionarios que los aceptan, y hoy en día les resulta muy fácil averiguarlo.
—No pretendía sobornarle. Sólo pensaba en lo que el alcalde de Términus puede hacerle si usted entorpece mi misión.
—Nada me ocurrirá, consejero, mientras pueda ampararme en el Reglamento. Si los miembros del Presidium comporelliano reciben alguna clase de sanción por parte de la Fundación, eso será problema de ellos, no mío. Aunque, si le interesa, señor, puedo autorizar que usted y el doctor Pelorat pasen con su nave, y dejen a Miss Bliss en la estación de entrada. A ella la retendremos durante un cierto tiempo y la enviaremos a la superficie en cuanto nos envíen los duplicados de sus documentos. Y si éstos no llegan, por la razón que sea, la embarcaremos con destino a su mundo de origen en una nave comercial. Aunque me temo que, en ese caso, alguien tendrá que pagar su pasaje.
—Kendray —dijo Trevize al captar la expresión de Pelorat—, ¿podría hablar con usted en privado, en la cabina-piloto?