Fallom siguió diciendo, trabajosamente y separando las palabras:
—Bliss… dice… tú… lavar… mi.
—¿Sí? —dijo Trevize, y apoyó las manos en los hombros de Fallom—. Tú… quedar… aquí.
Señaló el suelo y Fallom miró de inmediato el lugar al que el dedo apuntaba. No dio muestras de haber comprendido la frase.
—No te muevas —dijo Trevize, agarrando los brazos del niño con fuerza y apretándolos contra el cuerpo para indicar que debía permanecer inmóvil. Se secó de prisa y se puso los calzoncillos y los pantalones.
—¡Bliss! —gritó mientras salía.
Era difícil que cualquiera pudiese estar a más de cuatro metros de otro en la nave, y Bliss apareció de pronto en la puerta de su habitación.
—¿Me llamabas, Trevize —dijo, sonriendo—, o fue el rumor de la suave brisa entre las hierbas oscilantes?
—No te hagas la graciosa, Bliss. ¿Qué es eso? —Y señaló por encima del hombro con el pulgar.
Bliss miró y dijo:
—Bueno, parece el joven solariano que ayer trajimos a bordo.
—Tú lo trajiste a bordo. ¿Por qué quieres que lo lave?
—Pensé que te gustaría hacerlo. Es una criatura muy inteligente.
Está aprendiendo rápidamente el vocabulario galáctico. Cuando le explico algo, no lo olvida. Desde luego, yo le ayudo a conseguirlo.
—Por supuesto.
—Sí. Le mantengo tranquilo. Hice que estuviese como aturdido durante casi todos los sucesos desagradables acaecidos en su planeta. Procuré que durmiese en la nave y estoy tratando de distraerle para que no se acuerde de su robot perdido, Jemby, al que por lo visto quería mucho.
—Y para que se encuentre a gusto aquí, supongo.
—Así lo espero. Se adapta muy bien porque es joven, y yo le ayudo influyendo en su mente con prudencia. Le enseñaré a hablar galáctico.
—Entonces, lo lavarás tu. ¿De acuerdo?
Bliss se encogió de hombros.
—Lo haré, si insistes, pero quisiera que se sintiese a gusto con cada uno de nosotros. Convendría que cada cual realizase funciones paternas.
Supongo que querrás colaborar en esto.
—No hasta ese punto. Y cuando acabes de lavarlo, procura librarte de ello. Tengo que hablar contigo.
—¿Qué quieres decir con eso de librarme de ello? —preguntó Bliss con súbita hostilidad.
—No quiero decir que lo arrojes por la borda, sino que lo metas en tu habitación y hagas que se quede sentado en ella. Tenemos que hablar.
—A tus órdenes —dijo fríamente Bliss.
Trevize la vio alejarse encolerizado de momento. Después, entró en la cabina-piloto y activó la pantalla.
Solaria era un círculo oscuro, con el borde izquierdo iluminado como una media luna. Trevize puso las manos sobre el tablero para establecer contacto con el ordenador y sintió que su enojo se desvanecía en el acto. Había que estar tranquilo para conectar eficazmente el ordenador con la mente y, en definitiva, un reflejo condicionado producía serenidad al establecer contacto con las manos.
No había objetos fabricados alrededor de la nave en ninguna dirección, aparte de los que pudiese haber en el lejano planeta. Los solarianos (o más probablemente sus robots) no podían, o no querían, seguirles.
Era una buena señal. Ahora, le sería fácil salir de la sombra nocturna y si continuaba alejándose, la nave se perdería de vista al hacerse el disco de Solaria más pequeño que el del más distante pero más grande sol alrededor del cual giraba.
Hizo que el ordenador sacase la nave del plano planetario, ya que eso le permitiría acelerar con más seguridad. Entonces, alcanzarían más rápidamente una región en que la curvatura del espacio sería lo bastante baja para garantizar el Salto.
Y, como casi siempre en tales ocasiones, empezó a estudiar las estrellas. Había algo casi hipnótico en su tranquila inmutabilidad. Toda su turbulencia y su inestabilidad eran borradas por la distancia que las reducía a simples puntos de luz. Uno de aquellos puntos podía ser muy bien el sol alrededor del cual giraba la Tierra; el sol original bajo cuya radiación empezó la vida y bajo cuyos beneficiosos efectos evolucionó la Humanidad.
Si los mundos Espaciales circundaban estrellas que eran brillantes y prominentes miembros de la familia estelar y que, sin embargo, no figuraban en el mapa galáctico del ordenador, esto podía ocurrir también con el sol.
¿O era solamente los soles de los mundos Espaciales los que se habían omitido, debido a algún primitivo acuerdo que los hizo independientes? ¿Estaría el sol de la Tierra incluido en el mapa galáctico, pero sin distinguirlo de los millones de estrellas que parecían soles pero no tenían ningún planeta habitable en órbita a su alrededor?
A fin de cuentas, había unos treinta mil millones de soles en la Galaxia, y uno solo de cada mil tenía planetas habitables en órbita. Podía haber un millar de estos planetas habitables dentro de unos pocos cientos de pársecs de la posición actual de la nave. ¿Tenía que examinar una a una aquellas estrellas como soles, buscando los planetas?
¿O no se encontraba siquiera el sol original en esa región de la Galaxia? ¿Cuántas otras regiones estaban convencidas de que el sol era uno de sus vecinos, de que ellas eran los Colonizadores primigenios…?
Necesitaba información sobre la situación de la Tierra y, hasta ahora, no tenía ninguna.
Dudaba mucho de que un examen más atento de las ruinas milenarias de Aurora le diese información sobre ella. Y todavía dudaba más de que pudiese obligar a los solarianos a dársela.
Además, si toda información referente a la Tierra había desaparecido de la gran Biblioteca de Trantor, si ninguna información sobre la Tierra se conservaba en la gran Memoria Colectiva de Gaia, parecía muy improbable que se hubiese pasado por alto cualquier información que hubiese podido existir sobre los mundos perdidos Espaciales.
Y si encontrase el sol de la Tierra y después la misma Tierra, por pura casualidad, ¿habría algo que le obligase a no darse cuenta de ello? ¿Era absoluta la defensa de la Tierra? ¿Sería inquebrantable su resolución de permanecer oculta?
De todos modos, ¿qué estaba él buscando?
¿La Tierra? ¿O un fallo en el «Plan Seldon» que creía (por ninguna razón clara) que podría encontrar en la Tierra?
El «Plan Seldon» llevaba cinco siglos funcionando y, al fin, llevaría a la especie humana (según se decía) a puerto seguro en el seno de un Segundo Imperio Galáctico, más grande que el Primero, más noble y más libre… Y sin embargo él, Trevize, había votado en su contra y a favor de Galaxia.
Galaxia se convertiría en un gran organismo, mientras que el Segundo Imperio Galáctico, por grande que fuese en dimensiones y en variedad, no pasaría de ser una simple unión de organismos individuales, microscópicos en relación con su propio tamaño. El Segundo Imperio Galáctico sería otro ejemplo de la clase de unión de individuos que había montado la Humanidad desde que se había convertido en tal. El Segundo Imperio Galáctico sería el más grande y el mejor de la especie, pero nunca sería más que un miembro de aquella especie.
Para que Galaxia, miembro de una clase de organización completamente distinta, fuese mejor que el Segundo Imperio Galáctico, tenía que haber un fallo en el «Plan», algo que hubiese pasado inadvertido al propio Hari Seldon.
Pero, si algo había pasado inadvertido a Seldon, ¿cómo podía Trevize reparar en ello? Él no era matemático; no sabía nada, absolutamente nada, acerca de los detalles del «Plan», y, además, no comprendería nada aunque se lo explicasen.
Lo único que tenía eran presunciones de que un gran número de seres humanos estaban involucrados y de que desconocían las conclusiones alcanzadas. La primera presunción resultaba, evidentemente, cierta, considerando la enorme población de la galaxia, y la segunda tenía que serlo, ya que sólo los Segundos Fundadores conocían los detalles del Plan y los mantenían en secreto.
De todo eso se desprendía otra presunción no reconocida, una presunción que se daba por sabida hasta el punto de que nunca se mencionaba ni se pensaba en ella…, y que, sin embargo, podía ser falsa. Una presunción que, si fuese falsa, alteraría la gran conclusión del Plan y haría que Galaxia fuese preferible al Imperio.
Pero, si la presunción resultaba tan evidente y se daba hasta tal punto por sabida que nunca era expresada, ¿cómo podía ser falsa? Y si nadie la mencionaba nunca, ni pensaba en ella, ¿cómo podía Trevize saber que estaba allí o tener la menor idea de su naturaleza, aunque adivinase su existencia?
¿Era él, en realidad, el Trevize de intuición infalible que decía Gaia? ¿Sabía que era acertado lo que estaba haciendo, cuando ni siquiera conocía él por qué lo hacía?
Ahora estaba visitando todos los mundos Espaciales de los que tenía noticia. ¿Era lo que debía hacer? ¿Tenían los mundos Espaciales la respuesta? ¿O al menos el principio de una respuesta? ¿Qué había en Aurora, salvo ruinas y perros salvajes? (Y presumiblemente otras criaturas feroces. ¿Toros furiosos? ¿Ratas gigantescas? ¿Felinos de ojos verdes?) Solaria estaba viva, pero, ¿qué había en ella, salvo robots y unos seres humanos transductores de energía? ¿Qué tenían que ver aquellos mundos con el «Plan Seldon», a menos que poseyesen el secreto de la situación de la Tierra?
Y si lo poseían, ¿qué tenía que ver la Tierra con el «Plan Seldon»?
¿Era todo una locura? ¿Había escuchado durante demasiado tiempo y con excesiva seriedad la fantasía de su propia infalibilidad?
Un abrumador sentimiento de vergüenza lo invadió, algo que pareció aplastarle hasta el punto de dejarle casi sin respiración. Miró las estrellas, remotas, indiferentes, y pensó: «Debo ser el loco más grande de la galaxia.»
La voz de Bliss interrumpió sus pensamientos.
—Bueno, Trevize, ¿qué es lo que quieres? ¿Pasa algo malo? —preguntó ella, con súbita preocupación.
Trevize levantó la cabeza y, por un instante, le resultó difícil dominar su mal humor. Después, la miró fijamente.
—No, no; no pasa nada. Sólo estaba…, estaba sumido en mis pensamientos. A fin de cuentas, también suelo pensar de vez en cuando. Advertía con inquietud que Bliss podía leer sus emociones. Sólo tenía su palabra de que se abstendría voluntariamente de escudriñar su mente.
Sin embargo, ella pareció aceptar su explicación.
—Pelorat está con Fallom, enseñándole frases galácticas. El niño come lo mismo que nosotros, sin poner reparos. Pero, ¿de qué querías hablarme?
—Bueno, no aquí —dijo Trevize—. El ordenador no me necesita de momento. Si quieres venir a mi habitación, la cama está hecha y podrás sentarte en ella, y yo lo haré en la silla. O viceversa, si lo prefieres.
—Lo mismo da..
Recorrieron la breve distancia que les separaba de la habitación de Trevize. Ella lo miró fijamente.
—Ya no pareces estar furioso —dijo.
—¿Estás registrando mi mente?
—En absoluto. Sólo observo tu cara.
—Nunca estoy furioso. Puedo tener un poco de mal genio de vez en cuando, pero eso no es lo mismo que estar furioso. Y ahora, si no te importa, debo hacerte algunas preguntas.
Bliss se sentó en la cama de Trevize, manteniéndose erguida y con una expresión solemne en sus redondas mejillas y en sus oscuros ojos castaños. Los negros cabellos, que le llegaban hasta los hombros, habían sido peinados con gran cuidado, y tenía las delicadas manos cruzadas sobre la falda. Un ligero olor a perfume la envolvía. Trevize sonrió.
—Te has acicalado bien —dijo—. Supongo que piensas que no le gritaré tan fuerte a una muchacha joven y bonita.
—Puedes gritar y chillar todo lo que desees, si eso te hace sentir mejor. Pero, por favor, no le grites ni chilles a Fallom.
—No pienso hacerlo. En realidad, tampoco quiero gritarte ni chillarte a ti. ¿No acordamos que seríamos amigos?
—Gaia sólo ha sentido amistad por ti, Trevize.
—No estoy hablando de Gaia. Sé que tú eres parte de Gaia y que eres Gaia. Sin embargo, una parte de ti es individual, al menos en cierto sentido. Ahora estoy hablando al individuo. Estoy hablando a una mujer llamada Bliss, sin que me importe, o importándome lo menos posible, Gaia. ¿No resolvimos ser amigos, Bliss?
—Sí, Trevize.
—Entonces, ¿cómo es que demoraste tu acción contra los robots de Solaria, cuando salimos de la mansión y llegamos a la nave? Fui humillado y maltratado físicamente y, sin embargo, no hiciste nada. Aunque en cualquier momento podían llegar más robots y superarnos por su fuerza numérica, no hiciste nada.
Bliss lo miró con seriedad y habló como si pretendiese explicar sus acciones más que defenderlas.
—No es cierto que no hiciese nada, Trevize. Estaba estudiando las mentes de los robots guardianes y tratando de averiguar cómo tenía que manipularlas.
—Sé lo que estabas haciendo. Al menos lo que tú dijiste entonces que hacías. Pero no veo la razón. ¿Por qué manejar unas mentes cuando eres perfectamente capaz de destruirlas…, como hiciste al fin?
—¿Crees que es fácil destruir un ser inteligente?
Trevize frunció los labios con expresión de disgusto.
—Vamos, Bliss. ¿Un ser inteligente? Sólo se trataba de un robot.
—¿Nada más que un robot? —Su voz sonó un poco apasionada—. El argumento de siempre. Nada más. ¡Nada más! ¿Por qué tenía que vacilar en matarnos el solariano Bander? No éramos más que unos seres humanos sin transductores. ¿Y por qué teníamos nosotros que vacilar en abandonar a Fallom a su destino? No era más que un solariano, e inmaduro por añadidura. Si empiezas a desdeñar a todos o a todo, porque no son más que esto o aquello, puedes destruir cualquier ser que se te antoje. Siempre encontrarás categorías para ellos.
—No lleves una observación perfectamente justa a extremos que la hagan parecer ridícula. El robot no era más que un robot. Debes admitirlo, No era un ser humano; ni siquiera inteligente, en el sentido que damos a esta palabra. Sólo se trataba de una máquina que aparentaba tener inteligencia.
—¡Con qué facilidad hablas de cosas de las que no sabes nada! —dijo Bliss—. Sí, yo soy Bliss, pero también soy Gaia, un mundo que considera precioso y significativo cada uno de sus átomos, y todavía más preciosa y significativa toda organización de ellos. «Yo-nosotros-Gaia» no romperíamos a la ligera una organización, aunque la convertiríamos de buen grado en algo más complejo, siempre que no fuese perjudicial para el conjunto.
»La forma más alta de organización que conocemos produce inteligencia, y sólo una necesidad extrema puede justificar que esa inteligencia sea destruida. Importa poco que tenga origen mecánico o bioquímico. En realidad, el robot guardián representaba una clase de inteligencia que «yo-nosotros-Gaia» no habíamos encontrado nunca. Era maravilloso estudiarla; destruirla, inconcebible…, salvo en un momento de suprema necesidad.