—¡Oh, sí!
—Pero, ¿y si ocurre alguna adversidad? —dijo Trevize—. Supongo que, incluso en Solaria, se producen accidentes y desgracias. ¿Qué pasa sí un solariano es reducido prematuramente a cenizas y no tiene un sucesor que ocupe su lugar, o que no esté lo bastante maduro para disfrutar de la propiedad?
—Eso no suele ocurrir. Entre mis antepasados, sólo sucedió una vez, pero si se da el caso, uno tiene que recordar que hay otros sucesores esperando para ser dueños de otras fincas. Algunos de ellos son lo bastante mayores para heredar y tienen padres, jóvenes todavía, que pueden producir un segundo descendiente y vivir hasta que éste sea lo bastante maduro para la sucesión. A uno de estos sucesores viejos-jóvenes, como son llamados, lo designarían como heredero de la hacienda.
—¿Quién hace la designación?
—Tenemos una junta de gobierno entre cuyas pocas funciones está la de designar el sucesor en caso de fallecimiento prematuro. Desde luego, todo se hace por holovisión.
—Pero, si los solarianos nunca se ven los unos a los otros —dijo Pelorat—, ¿cómo pueden saber que un solariano ha sido reducido a cenizas inesperadamente…, o aunque se esperase?
—Cuando uno de nosotros es reducido a cenizas —dijo Bander—, toda energía cesa en su finca. Si ningún sucesor se hace cargo de ésta enseguida, la situación anormal es advertida de inmediato y se toman las medidas pertinentes. Os aseguro que nuestro sistema social funciona a la perfección.
—¿Podríamos ver alguna de las películas que tienes aquí? —preguntó Trevize.
Bander frunció el ceño.
—Sólo tu ignorancia te disculpa —dijo—. Lo que has preguntado es crudo, obsceno.
—Te pido perdón por ello. No quisiera mostrarme impertinente, pero ya te hemos dicho que estamos muy interesados en obtener información sobre la Tierra. Y he pensado que las películas más antiguas que tienes deben remontarse a un tiempo en que ese planeta no era radiactivo todavía. Por consiguiente, podría ser mencionado. O quizás hubiese detalles sobre él. No queremos violar tu intimidad pero, ¿no sería posible que tú mismo examinases esas películas, o las hicieses examinar por un robot, y después nos dieses la información que pudiese interesarnos? Desde luego, si aprecias nuestros motivos y comprendes que haremos a nuestra vez todo lo que esté en nuestra mano para respetar tus sentimientos, quizá permitas que nosotros mismos veamos las películas.
—Supongo que no puedes darte cuenta de que cada vez eres más ofensivo —repuso Bander con frialdad—. Sin embargo, es inútil que insistas en ese tema: ninguna película acompaña a mis antepasados medio-humanos.
—¿Ninguna? —preguntó Trevize, con sincero desaliento.
—Hubo un tiempo en que existieron. Pero incluso vosotros podéis imaginar lo que contenían. Dos medio-humanos mostrando recíproco interés, o incluso… —Bander carraspeó y terminó la frase haciendo un esfuerzo, interactuando. Naturalmente, todas las películas de los medio-humanos fueron destruidas hace muchas generaciones.
—¿Y qué me dices de las películas de otros solarianos?
—Todas fueron destruidas.
—¿Estás seguro?
—Habría sido una locura no hacerlo.
—Podría ocurrir que algunos solarianos estuviesen locos o fuesen sentimentales y olvidadizos. Esperamos que no te opongas a que investiguemos en las haciendas vecinas.
Bander miró a Trevize, sorprendido.
—¿Presumes que otros serán tolerantes con vosotros como lo he sido yo?
—¿Por qué no, Bander?
—Vosotros mismos lo veréis.
—Es un riesgo que no tenemos más remedio que correr.
—No, Trevize. No debéis hacerlo. Escuchadme.
Había robots en segundo término, y Bander tenía el entrecejo fruncido.
—¿De qué se trata? —preguntó Trevize, súbitamente inquieto.
—Me ha gustado mucho hablar con todos vosotros y observaros en toda vuestra…, digamos, rareza. Ha sido una experiencia única que me ha encantado, pero que no puedo registrar en mi Diario ni grabar en una película.
—¿Por qué?
—Hablaros, escucharos, traeros a mi mansión, mostraros las cámaras de la muerte ancestrales, han sido otros tantos actos «vergoncíferos».
—Nosotros no somos solarianos. Te importarnos menos que esos robots, ¿no es cierto?
—Esa es la excusa que trato de darme a mí mismo. Pero puede que los otros no la aceptasen como tal.
—¿Y qué te importa? Tienes absoluta libertad para hacer lo que te plazca, ¿no?
—Incluso siendo como somos, la libertad no es realmente absoluta. Si yo fuese el único solariano en el mundo, podría hacer incluso cosas vergonzosas con absoluta libertad. Pero hay otros solarianos en el planeta y, debido a ello, la libertad ideal no se ha alcanzado del todo, aunque nos hemos acercado bastante. Hay mil doscientos solarianos en el planeta que me despreciarían si supiesen lo que he hecho.
—No tienen por qué saberlo.
—Eso es cierto. He estado pensándolo desde que llegasteis. Me he dado cuenta de algo durante todo el tiempo que me divertía con vosotros: los otros no deben saberlo.
—Si esto significa que temes complicaciones como resultado de nuestras visitas a otras haciendas en busca de información sobre la Tierra —dijo Pelorat—, naturalmente, no diremos que te hemos visitado a ti primero. La cosa está clara.
Bander sacudió la cabeza.
—Ya me he arriesgado bastante. Y, como es lógico, no hablaré de ello. Mis robots tampoco lo harán, e incluso se les ordenará olvidarlo. Vuestra nave será traída bajo tierra y explorada para sacar de ella toda la información posible…
—Espera —dijo Trevize—, ¿cuánto tiempo crees que podemos esperar aquí mientras inspeccionas nuestra nave? Eso no es posible.
—Claro que sí, porque nada podréis hacer para evitarlo. Lo siento. Me gustaría seguir hablando con vosotros y discutir sobre otras muchas cosas, pero ya veis que la situación se hace cada vez más peligrosa.
—No, no es así —dijo Trevize enfáticamente.
—Sí, pequeño medio-humano. Lamento que haya llegado el momento en que tengo que cumplir lo que mis antepasados habrían hecho enseguida. Debo mataros a los tres.
Trevize volvió la cabeza al punto para mirar a Bliss. Su semblante permanecía inexpresivo pero tenso, y miraba a Bander con tal intensidad que hacía que pareciese estar ajena a todo lo demás.
Pelorat tenía los ojos muy abiertos, con expresión de incredulidad. Trevize, no sabiendo lo que Bliss querría (o podría) hacer, se esforzó en dominar su abrumadora impresión de fracaso (no tanto por la idea de la muerte, como por la de morir sin saber dónde estaba la Tierra, sin saber por qué había elegido Gaia como futuro de la Humanidad). Tenía que ganar tiempo.
Esforzándose en conservar firme la voz y pronunciar las palabras con claridad, dijo:
—Has demostrado ser un solariano amable y cortés, Bander, sin enojarte por nuestra intrusión en vuestro mundo. Has tenido la amabilidad de mostrarnos tu finca y tu mansión mientras contestabas nuestras preguntas. Sería más propio de tu carácter que ahora nos dejases marchar. Nadie sabría que hemos estado en este planeta y nosotros no tendríamos motivos para volver. Llegamos con las mejores intenciones, buscando información solamente.
—Lo creo —repuso Bander—, y hasta ahora he respetado vuestras vidas, que estuvieron condenadas desde el instante mismo en que entrasteis en nuestra atmósfera. Lo que yo podía y debía hacer, al establecer contacto con vosotros, era mataros en el acto. Entonces, habría ordenado al robot adecuado que disecase vuestros cuerpos en busca de la información que pudieran darme los forasteros.
»No lo hice. Satisfice mi curiosidad y cedí a mi propio carácter tolerante, pero eso se acabó. No puedo continuar haciéndolo. En realidad, ya he comprometido la seguridad de Solaria, pues si, por debilidad, me dejase convencer y permitiese que abandonaseis este planeta, otros de vuestra clase vendrían más adelante, aunque me prometieseis que no sería así.
»Sin embargo, puedo aseguraros una cosa al menos: vuestra muerte será indolora. Sólo calentaré vuestros cerebros suavemente y los desactivaré. No experimentaréis dolor. Sencillamente, dejaréis de vivir. Por último, terminados la disección y el estudio, os convertiré en cenizas con un fuerte chorro de calor y todo habrá acabado.
—Si debemos morir así —dijo Trevize—, nada puedo oponer a una muerte rápida e indolora; pero, ¿por qué tenemos que morir, si no hemos cometido ningún delito?
—Vuestra llegada lo fue.
—No lógicamente, puesto que no podíamos saber que nuestra acción era delictiva.
—La sociedad define lo que constituye delito. Para vosotros, esto puede parecer irracional y arbitrario, pero no lo es para nosotros, y éste es nuestro mundo, en el que tenemos pleno derecho a decir que lo que habéis hecho está mal y merece la muerte.
Bander sonrió, como si aquello fuese una agradable conversación, y prosiguió:
—Y vosotros no tenéis derecho a quejaros, en nombre de vuestra superior virtud. Tú mismo llevas un blaster que emplea un rayo de microondas para producir un intenso calor letal. Hace lo mismo que yo pretendo hacer, pero estoy seguro que de un modo mucho más brutal y doloroso. Tú no vacilarías en emplearlo contra mí en este instante si yo no hubiese descargado su energía y si fuese lo bastante estúpido para permitirte libertad de movimientos, serías capaz de sacar el arma de su funda.
Trevize dijo desesperadamente, temeroso de mirar de nuevo a Bliss y de que la atención de Bander se volviese a ella:
—Te pido, como un acto de misericordia, que no hagas esto.
—Ante todo —dijo Bander, súbitamente hosco—, debo ser misericordioso conmigo y con mi mundo, y, por consiguiente, tenéis que morir.
Levantó la mano y la oscuridad descendió al instante sobre Trevize.
Por un momento, Trevize sintió que la oscuridad le ahogaba, y pensó furiosamente: ¿Es esto la muerte?
Y como si sus pensamientos hubiesen provocado un eco, oyó un murmullo que decía:
—¿Es esto la muerte?
Era la voz de Pelorat. Trevize trató de murmurar y vio que podía hacerlo,
—¿Por qué lo preguntas? —dijo, sintiendo un enorme alivio—. El mero hecho de que puedas hacerlo demuestra que no estás muerto.
—Hay antiguas leyendas según las cuales hay vida después de la muerte.
—Tonterías —murmuró Trevize—. ¿Bliss? ¿Estás aquí, Bliss?
No hubo respuesta.
—Bliss. Bliss —repitió de nuevo Pelorat—. ¿Qué ha sucedido, Golan?
—Bander debe de estar muerto —dijo Trevize—. Por eso no ha podido seguir suministrando energía y las luces se han apagado.
—Pero, ¿cómo…? ¿Quieres decir que lo ha hecho Bliss?
—Supongo que sí, Espero que no le haya ocurrido nada malo durante su acción.
Se arrastró a gatas en la oscuridad total del subterráneo, a excepción del destello ocasional y casi invisible de un átomo radiactivo desintegrándose al chocar contra la pared.
Entonces, su mano tocó algo cálido y suave. Siguió palpando y, al reconocer una pierna, la agarró. Desde luego, era demasiado pequeña para pertenecer a Bander.
—¿Bliss?
La pierna dio una sacudida, obligando a Trevize a soltarla.
—¿Bliss? ¡Di algo!
—Estoy viva —repuso la voz de Bliss, curiosamente alterada.
—Pero, ¿estás bien? —dijo Trevize.
—No.
Y entonces volvió a hacerse la luz, aunque muy tenue. Las paredes brillaron débilmente, aumentando y disminuyendo, a desordenados intervalos, la intensidad de la luz.
Bander yacía acurrucado en un bulto oscuro. Bliss estaba a su lado, sosteniéndole la cabeza.
La joven miró a Trevize y a Pelorat.
—El solariano ha muerto —dijo, y la débil luz permitió ver un brillo de lágrimas en sus mejillas.
Trevize se quedó estupefacto.
—¿Por qué estás llorando?
—¿Cómo no voy a hacerlo después de haber matado a un ser vivo e inteligente? Ésa no era mi intención.
Trevize se inclinó para ayudarla a ponerse en pie, pero ella lo apartó de un empellón.
Pelorat se arrodilló a su vez.
—Por favor, Bliss —dijo con suavidad—, ni siquiera tú puedes devolverle la vida. Dinos lo que ha ocurrido.
Ella dejó que Pelorat la pusiese en pie, y dijo lentamente:
—Gaia puede hacer lo que Bander podía hacer. Gaia puede utilizar la energía desigualmente distribuida del universo y transferirla a una acción determinada sólo por la fuerza mental…
—Eso ya lo sabia —la interrumpió Trevize, pretendiendo mostrarse apaciguador pero sin saber muy bien cómo hacerlo—. Recuerdo muy bien nuestro encuentro en él espacio, cuando tú, o mejor dicho, Gaia, retuvo cautiva nuestra nave espacial. Pensé en ello mientras Bander me mantenía sujeto después de apoderarse de mis armas. También te sujetó a ti, pero yo confiaba en que podías liberarte si querías.
—No. Si lo hubiese intentado, habría fracasado. Cuando tu nave fue apresada por «mí-nosotros-Gaia» —dijo con tristeza—, Gaia y yo éramos realmente una. Ahora hay una separación hiperespacial que limita «mi-nuestra-de Gaia» eficacia. Además, lo que Gaia hace es por el mero poder de la masa de cerebros. Pero, aun así, todos aquellos cerebros juntos carecen de los lóbulos transductores que poseía este solariano individual. Nosotros no podemos emplear la energía tan delicada, eficiente e incansablemente como él hacía. Como puedes ver, me resulta imposible hacer que esas luces brillen más, y no sé cuánto tiempo podré conseguir que sigan brillando antes de cansarme. Él era capaz de suministrar energía a toda su vasta finca, incluso cuando estaba durmiendo.
—Pero tú la interrumpiste —dijo Trevize.
—Porque él no sospechaba mis poderes —dijo Bliss —y porque no hice nada que pudiese revelárselos. Por consiguiente, no sospechó de mí y no me prestó atención. La centró enteramente en ti, Trevize, tú eras quien tenía las armas (también hiciste bien esta vez en ir armado), y yo tenía que esperar la ocasión de frenar a Bander con un rápido e inesperado golpe. Cuando Bander estaba a punto de matarnos, cuando toda su mente la tenía concentrada en su propósito y en ti, pude descargar mi golpe.
—Y con magníficos resultados.
—¿Cómo puedes decir una cosa tan cruel, Trevize? Yo sólo tenía la intención de frenarlo. Deseaba impedir que usase su transductor. En un momento de sorpresa, cuando tratase de fulminarnos y viese que no podía hacerlo, sino que la iluminación menguaba hasta convertirse en oscuridad total, yo apretaría mi presa y lo sumiría en un sueño normal y soltaría el transductor. Entonces, la energía permanecería, podríamos salir de esta mansión, ir a nuestra nave y abandonar el planeta. También esperaba arreglar las cosas de manera que, cuando Bander despertase al fin, hubiese olvidado todo lo ocurrido desde el instante en que nos había visto. Gaia no quiere matar para realizar lo que pudiera hacerse sin causar la muerte a nadie.