—¿Tienes pechos, respetable señora? —preguntó.
Y, como incapaz de esperar la respuesta, apoyó ligeramente una mano sobre el pecho de Bliss.
—Como has podido comprobar, los tengo —contestó Bliss sonriendo—. Tal vez no estén tan bien formados como los tuyos, pero no los cubro por esta razón. En mi mundo, no es correcto llevarlos descubiertos. —Se volvió a Pelorat y le preguntó en voz baja—: ¿Qué te parece mi manera de expresarme en galáctico clásico?
—Lo has hecho muy bien, Bliss —dijo Pelorat.
El comedor era muy grande y había en él largas mesas con bancos adosados a ambos lados. Por lo visto, los alfanos comían en comunidad. Trevize sintió que le remordía la conciencia. La petición de Bliss había hecho que todo aquel espacio quedase reservado a sólo cinco personas y obligado a los alfanos a permanecer exiliados en el exterior. Sin embargo, algunos de ellos se colocaron a respetuosa distancia de las ventanas (que no eran más que aberturas en la pared, desprovistas incluso de cortinas), presumiblemente para ver comer a los forasteros.
Se preguntó qué ocurriría si lloviese. Seguramente, la lluvia caería sólo cuando fuese necesaria, ligera y suave, y continuaría sin fuertes vientos hasta que hubiese llovido con abundancia. Además, los alfanos sabrían cuándo habría de producirse y estarían preparados, pensó Trevize.
Estaba delante de una ventana que daba al mar, y Trevize tuvo la impresión de que distinguía un banco de nubes en el horizonte parecidas a las que casi llenaban el cielo en todas partes, salvo sobre ese pequeño Edén.
El control del tiempo atmosférico tenía sus ventajas. Al cabo de un rato, una joven que andaba de puntillas les sirvió la comida. No les preguntaron qué deseaban comer, sino que se lo sirvieron simplemente.
Para beber, un pequeño vaso de leche, otro más grande de mosto y otro aún mayor de agua. Para comer, dos grandes huevos escalfados, con unos pedacitos de queso blanco, y también un plato de pescado a la parrilla y patatitas asadas, sobre frescas y verdes hojas de lechuga.
Bliss miró la cantidad de comida que tenía delante con espanto y estaba claro que no sabía por dónde empezar. Fallom no tuvo este problema. Bebió el mosto ansiosamente, con claras muestras de aprobación, y después mascó el pescado y las patatas. Iba a utilizar los dedos para llevarse la comida a la boca, pero Bliss le tendió una cuchara que tenía dientes en el extremo opuesto y podía servir de tenedor también, y Fallom la aceptó.
Pelorat sonrió satisfecho y atacó los huevos de inmediato. Trevize le imitó.
—Ya era hora de que nos recordasen a qué saben los auténticos huevos —dijo.
Hiroko, olvidándose de su propio desayuno, encantada por el apetito que demostraban los otros (pues incluso Bliss empezó al fin a comer con visible satisfacción), preguntó:
—¿Está bien?
—Muy bien —contestó Trevize con la voz un poco amortiguada—. Por lo visto, la comida no escasea en esta isla. ¿O acaso nos habéis servido más de lo acostumbrado, por cortesía?
Hiroko le escuchó con atención y pareció captar el significado.
—No, no, respetable señor —dijo—. Nuestra tierra es generosa y nuestro mar todavía más. Nuestras patas ponen huevos y nuestras cabras nos dan queso y leche. Y tenemos cereales. Pero, sobre todo, nuestro mar está lleno de incontables variedades de peces en cantidades extraordinarias. Aunque todo el Imperio comiese en nuestras mesas, no podría consumir todo el pescado que nos da el mar.
Trevize esbozó una discreta sonrisa. Estaba claro que la joven alfana no tenía la menor idea de las verdaderas dimensiones de la Galaxia.
—Llamáis Nueva Tierra a esta isla, Hiroko. Entonces, ¿dónde está la Vieja Tierra?
Ella lo miró asombrada.
—¿Dices la Vieja Tierra? —Te pido perdón, respetable señor. No comprendo el significado de tus palabras.
—Antes de que hubiese una Nueva Tierra, tu pueblo tuvo que haber vivido en otra parte. ¿Dónde se encuentra esa otra parte de la que vinieron?
—No sé nada de esto, respetable señor —respondió ella, con turbada gravedad—. Ésta ha sido siempre mi tierra, y lo fue de mi madre y de mi abuela, y sin duda también de sus abuelas y bisabuelas. No sé nada de otras tierras.
—Pero —dijo Trevize iniciando una amable discusión—, has dicho que este país es la Nueva Tierra. ¿Por qué lo llamáis así?
—Porque, respetable señor —respondió ella, en tono igualmente amable—, es así como ha sido llamada durante todos los tiempos que la mujer puede recordar.
—Pero es una Nueva Tierra, y, por consiguiente, tiene que haber una Tierra anterior, una Vieja Tierra que le dio su nombre. Cada mañana amanece un nuevo día, y esto implica que antes existió otro día. ¿Comprendes ahora por qué tuvo que haber otra Tierra?
—No, respetable señor. Yo sólo sé cómo se llama este país. No sé nada más, ni sigo tu razonamiento que suena mucho a lo que nosotros llamamos lógica de pacotilla. Sin ánimo de ofender.
Trevize movió la cabeza y se dio por vencido.
Trevize se inclinó hacia Pelorat y murmuró:
—Donde quiera que vayamos, por mucho que hagamos, no conseguimos información.
—¿Qué importa eso, si sabemos dónde se encuentra la Tierra? —dijo Pelorat, sin mover apenas los labios.
—Quiero saber algo acerca de ella.
—Esta muchacha es muy joven. Difícilmente puede ser una buena fuente de información.
Trevize reflexionó sobre ello y asintió con la cabeza.
—Tienes razón, Janov. —Se volvió a Hiroko y dijo—: Miss Hiroko, no nos has preguntado qué hemos venido a hacer a tu país.
Hiroko bajó la mirada.
—Hubiese sido una descortesía hacerlo antes de que hayáis comido y descansado, respetable señor.
—Pero casi hemos acabado, y también descansado; por consiguiente, te diré por qué estamos aquí. Mi amigo, el doctor Pelorat, es un erudito de nuestro mundo, un hombre sabio. Un mitólogo. ¿Sabes lo que significa esta palabra?
—No, respetable señor, no lo sé.
—Estudia viejos cuentos tal como son relatados en los diferentes mundos. Los viejos cuentos reciben el nombre de mitos o leyendas, y todos ellos interesan al doctor Pelorat. ¿Hay gente erudita en la Nueva Tierra que conozca los cuentos viejos de este planeta?
Hiroko frunció ligeramente la frente en un gesto reflexivo.
—No soy entendida en esta materia —dijo poco después—. Pero hay un anciano en este lugar a quien le gusta hablar de los tiempos antiguos.
No sé dónde puede haber aprendido tantas cosas y pienso que habrá urdido sus nociones en el aire, o las habrá oído a otros que las urdieron de esta suerte. Tal vez ése es el material que tu sabio compañero quisiera oír; sin embargo, no me gustaría engañarte. Yo tengo el convencimiento —y miró a derecha e izquierda, como temerosa de que otros la oyesen —de que el anciano no es más que un charlatán, aunque muchos lo escuchan de buen grado.
Trevize asintió con la cabeza.
—También nosotros quisiéramos escucharle. ¿Sería posible que llevases a mi amigo a visitar a ese anciano?
—Se llama Monolee.
—Entonces, a visitar a Monolee. ¿Y crees que estará dispuesto a hablar con mi amigo?
—¿Él? ¿Si estará dispuesto a hablar? —preguntó desdeñosa Hiroko—. Más bien deberías preguntar si estará dispuesto a callar. No es más que un hombre y, como tal, hablaría una semana seguida si se lo permitiesen. No lo tomes a ofensa, respetable señor.
—No lo tomo a ofensa. ¿Querrías llevar a mi amigo a ver a Monolee ahora?
—Eso puede hacerlo cualquiera en cualquier momento. El viejo está siempre en casa y siempre dispuesto a regalar los oídos a los demás —y tal vez una mujer mayor tendría la bondad de venir a hacer compañía a la dama Bliss. Ésta debe cuidar de la niña y no puede ir de un lado a otro. Le gustaría tener compañía, pues las mujeres, como sabes, son muy aficionadas…
—¿A charlar? —preguntó Hiroko, claramente divertida—. Bueno, eso es lo que los hombres dicen, aunque yo he observado que los más grandes parlanchines son ellos. Espera a que vuelvan de la pesca y verás cómo rivalizan entre ellos contando las mayores fantasías sobre sus capturas. Nadie les cree ni les hace caso, pero eso no hace que se callen. Mas yo estoy charlando también en demasía. Haré que una amiga de mi madre, a la que puedo ver a través de la ventana, se quede con la dama Bliss y la niña, pero antes conducirá a tu amigo, el respetable doctor, hasta el viejo Monolee. Si tu amigo está tan ávido de escuchar como lo está Monolee de hablar, te costará separarlos. ¿Querrás disculparme un momento?
Cuando la joven se hubo marchado, Trevize se volvió a Pelorat.
—Escucha, sácale todo lo que puedas al viejo, y tú, Bliss, averigua lo que puedas de quienes se queden contigo. Cualquier cosa acerca de la Tierra.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué harás tú?
—Me quedaré con Hiroko, trataré de encontrar una tercera fuente de información.
Bliss sonrió.
—¡Oh, sí! Pel estará con aquel viejo; yo, con una vieja, y tú te sacrificarás permaneciendo con esa joven tan ligera de ropa. Parece razonable una división del trabajo.
—En realidad, Bliss, es razonable.
—Pero no te sientes deprimido porque la razonable división del trabajo se haga de esta manera, ¿eh?
—No. ¿Por qué habría de ser así?
—¿Verdad que no?
Hiroko volvió y se sentó de nuevo.
—Todo está arreglado —dijo—. El respetable doctor Pelorat será llevado a Monolee, y la respetable dama Bliss y la niña tendrán compañía. Entonces, ¿tendré yo el privilegio, respetable señor, de seguir hablando contigo, tal vez sobre esa Vieja Tierra de la que…?
—¿… charlaba? —preguntó Trevize.
—No —dijo Hiroko, echándose a reír—. Pero haces bien en burlarte de mí. Me mostré descortés al responder a tu pregunta sobre esa materia. Estoy en ascuas por reparar mi falta.
Trevize se volvió a Pelorat.
—¿En ascuas?
—Quiere decir ansiosa —le aclaró Pelorat en voz baja.
—Señorita —dijo Trevize—, no considero que hayas sido descortés, pero si esto te complace, con mucho gusto hablaré contigo.
—Eres muy amable. Te doy las gracias —repuso Hiroko, levantándose.
Trevize lo hizo a su vez.
—Bliss, asegúrate de que Janov no corra peligro.
—Cuidaré de ello. En cuanto a ti, tienes tus… —y señaló con la cabeza las fundas de las armas.
—No creo que las necesite —dijo Trevize, un poco incomodo.
Siguió a Hiroko y ambos salieron del comedor. El Sol estaba más alto en el cielo y la temperatura había aumentado. Un olor exótico flotaba como siempre en el aire. Trevize recordó que había sido un olor débil en Comporellon, como a moho en Aurora y bastante agradable en Solaria. (En Melpomenia, habían llevado trajes espaciales que Solo permitían percibir el olor del propio cuerpo.) En todo caso, desaparecía en pocas horas al saturarse los centros ósmicos de la nariz.
En Alfa, era un agradable aroma a hierbas calentadas por el Sol, y Trevize se sintió un poco contrariado al pensar que también esa fragancia desaparecería pronto.
Se acercaron a una pequeña estructura que parecía construida con yeso de un rosa pálido.
—Esta es mi casa —dijo Hiroko—. Perteneció a la hermana menor de mi madre.
Entro e hizo señas a Trevize para que la siguiera. La puerta estaba abierta, aunque, según Trevize advirtió al cruzarla, sería más exacto decir que no había puerta.
—¿Qué hacéis cuando llueve? —preguntó él.
—Estamos preparados. Lloverá dentro de dos días, durante tres horas antes del amanecer, que es cuando hace más fresco y el agua empapa mejor el suelo. Entonces, lo único que haré será correr esta cortina, que es gruesa e impermeable, —Y así lo hizo mientras hablaba.
La cortina parecía de un material resistente similar a la lona.
—La dejaré corrida —siguió diciendo—. Así todos sabrán que me encuentro en casa pero no deben molestarme, pues estoy durmiendo u ocupada en algún menester importante.
—No parece una protección muy segura de tu intimidad.
—¿Por qué? Mira, la entrada está cerrada.
—Pero cualquiera podría apartar la cortina.
—¿Contrariando los deseos del ocupante? —Hiroko pareció impresionada—. ¿Hacen estas cosas en tu mundo? Sería una barbaridad.
—Sólo ha sido una pregunta —dijo Trevize sonriendo.
Ella le condujo a la segunda de dos habitaciones y le invitó a sentarse en una silla de asiento acolchonado. Producía algo parecido a la claustrofobia el ver la pequeñez de las habitaciones, desnudas por completo; pero la casa parecía estar destinada, casi exclusivamente, al retiro y al descanso. Las ventanas eran pequeñas y se abrían cerca del techo, pero, en las paredes, había franjas de espejo mate cuidadosamente distribuidas y que reflejaban una luz difusa. Unas grietas del suelo dejaban salir aire fresco. Trevize no vio señales de iluminación artificial y se preguntó si los alfanos tenían que levantarse con el sol y acostarse al anochecer. Iba a preguntárselo a Hiroko, pero ésta habló primero.
—¿Es la dama Bliss tu compañera?
—¿Quieres decir con esto si es mi compañera sexual? —respondió prudentemente Trevize.
Hiroko enrojeció.
—Te lo ruego, observa las normas de una conversación cortés. Pero sí, me refiero al goce privado.
—No; ella es la compañera de mi sabio amigo.
—Pero tú eres más joven y apuesto.
—Bueno, gracias por el cumplido, pero Bliss no es de la misma opinión. El doctor Pelorat le gusta mucho más que yo.
—Eso me sorprende mucho. ¿No la compartiría contigo?
—Jamás se lo he preguntado, pero estoy seguro de que no. Ni a mí me gustaría que lo hiciese.
Hiroko asintió sabiamente con la cabeza.
—Ya lo sé. Es su fundamento.
—¿Su fundamento?
—Ya sabes esto —dijo, y se dio una palmada en el delicado trasero.
—¡oh, eso! Ahora te entiendo. Sí, Bliss está muy desarrollada en su anatomía pelviana. —Y describió unas curvas con las manos e hizo un guiño que arrancó la sonrisa de Hiroko—. Sin embargo —continuó Trevize—, a la inmensa mayoría de los hombres les gustan esas figuras ampulosas.
—No puedo creerlo. Sin duda es una especie de gula desear un exceso de lo que resulta agradable cuando es moderado. ¿Te gustaría yo más si mis pechos fueran grandes y colgantes, con los pezones apuntando a los dedos de los pies? Si he de ser franca, te diré que los hay de esa clase, pero no he visto que los hombres los apetezcan. Las pobres mujeres aquejadas de este defecto tienen que cubrir sus monstruosidades…, como hace la dama Bliss.