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Authors: Jo Walton

Garras y colmillos (26 page)

BOOK: Garras y colmillos
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Haner y Londaver volvieron y encontraron la hacienda alborotada.

—La eminente Daverak se ha indispuesto —le dijo la eminente Londaver a Haner con dulzura—. Nosotros ya nos vamos, solo estaba esperando a que entraras. Querrás estar con tu hermana, Haner querida. —Sonrió a Haner de un modo que demostraba que suponía lo que había ocurrido bajo las estrellas. Haner estaba casi demasiado preocupada para darse cuenta.

—¿Es muy grave? —le preguntó a la madura dragona—. ¿Debería mandar a buscar a un médico?

—Ya se ha mandado a buscar uno —dijo con suavidad la Eminente—. Mi esposo ha ido a recoger a uno. Yo iría con tu hermana de inmediato, eso es lo mejor que puedes hacer.

Sin esperar un momento para decirle adiós a su recién adquirido prometido, Haner corrió a la cueva dormitorio de Berend, pero solo para encontrarla vacía. Detuvo a una criada apresurada y le preguntó dónde estaba Berend.

—En el nido, respetada —dijo la criada y siguió adelante con la cabeza inclinada.

Haner se dirigió al nido con el corazón angustiado.

La oyó antes de verla. Berend estaba gruñendo de una forma horrible, se quedaba sin aliento y volvía a gruñir. Haner entró corriendo. Berend estaba sentada, rodeaba con el cuerpo los dos huevos que había puesto sin percances. Estaba más verde que roja y se le estaban cayendo algunas escamas. Al lado de la nacarada iridiscencia giratoria de los huevos, la madre parecía carne estropeada. Levantó la vista cuando entró Haner y esta vio que le giraban los ojos de un modo frenético.

—El ilustre Londaver ha ido a buscar a un médico —dijo la joven mientras su voz iba perdiendo confianza en medio de la frase.

—Un pastor de la Iglesia seria mejor —dijo Berend entre gruñido y gruñido—. El huevo está roto, lo sé. Me está matando, igual que murió madre. Tú solo eras un huevo, pero yo me acuerdo.

—El médico quizá pueda ayudar —dijo Haner sin muchas esperanzas—. Ojalá estuviera Amer aquí. Ella sabría qué hay que hacer.

—Daverak ya se la habría comido a estas alturas, por ser vieja, lenta y fea —dijo Berend mientras ladeaba la cabeza y volvía a gruñir.

Haner fue incapaz de decir nada.

—Y justo en el peor momento —continuó Berend con un tono bastante casual—. No tengo ni idea de lo que hará Daverak, pero no será nada bueno. Tenía la esperanza de que hubieras asegurado por completo al joven Londaver, pero ya veo que no lo has hecho.

—No te preocupes, vamos a casarnos —dijo Haner con tono tranquilizador.

—¿Entonces por qué no estás rosa? —preguntó Berend—. No, ahora se escapará porque a menos que se sienta comprometido de verdad no se casará cuando Daverak no mantenga las promesas que yo he hecho.

—Estaré bien —dijo Haner—. No te preocupes por mí.

Berend puso los ojos en blanco y dejó escapar otro fuerte gruñido.

—Cuida de mis hijos —dijo—. De los cuatro.

—Haré lo que pueda por ellos —prometió Haner.

—Les gustas —le aseguró Berend.

Haner ya lo sabía.

—Y a mí me gustan ellos —dijo casi sin fuerzas.

—¿Crees que podrías ladear este huevo? —preguntó Berend de repente; jadeaba un poco—. Está roto, desde luego, no cabe duda. Me está haciendo daño.

—Puedo intentarlo, pero no soy médico —dijo Haner. Rodeó a su hermana y le levantó la cola. A punto estuvo de volverla a soltar. Jamás había visto tanta sangre. Más rezumaba por debajo de la cola de su hermana. La carne de las partes pudendas de Berend estaba estirada y rasgada. Haner no vio ningún huevo. Cuando movió la mano, una escama se cayó del lugar de la cola por donde la había sujetado.

—¿Tendrías que estar aquí? —preguntó Haner—. Si empiezas a revolverte, vas a romper esos dos huevos.

—Eso ya sería la ternera que rompe el puente en lo que a Daverak se refiere —dijo Berend, y poco a poco se levantó con gran esfuerzo—. Vine aquí porque creí que conseguiría poner el huevo y aquí es donde tendría que estar. Empecé a sangrar en el comedor. Fue hasta casi gracioso. Nuestros invitados no sabían si ayudarme o comerme.

—Oh, Berend —dijo Haner entre la risa y las lágrimas—. ¿Puedo ayudarte a llegar a tu dormitorio?

—No creo que puedas ayudarme, a menos que puedas liberar los fragmentos de la cáscara.

—No los veo —admitió Haner.

—Mala señal —dijo Berend y volvió a gruñir mientras empezaba a arrastrarse pasillo arriba, paso a paso, rumbo a su cueva dormitorio. Se le iban cayendo las escamas a medida que se movía.

La sirvienta de Haner, Lamith, las recibió a mitad de camino.

—El médico aún no ha llegado, Respetada —le dijo a Haner—. ¿Mando a buscar al pastor?

—Sí —dijo Berend—. Envía a alguien que pueda volar porque lo necesito pronto. —Una gran mancha de sangre iba extendiéndose por el pasillo, desde la puerta del nido.

—Por aquí no hay nadie con las alas desatadas —dijo Lamith, no con dureza, sino estableciendo un hecho.

—Podría ir yo —sugirió Haner con timidez—. O el eminente Londaver quizá vuelva con el médico y podría ir él.

—No sé cuánto g____________________ tiempo llevará esto —dijo Berend, y aquella franca obscenidad escandalizó a su hermana—. Creo que será mejor que vayas tú, Haner. No quiero que llegue demasiado tarde.

—Adiós, entonces, Berend, amada hermana, por si no nos volvemos a ver.

—Vuelve con él, vuelve con él —dijo Berend—. Quiero a alguno de los míos cerca mientras muero.

—¿Crees que Lamith debería ir a buscar a los niños? —preguntó Haner.

—Por el amor de Jurale, no, ten compasión de ellos —explotó Berend—. Yo tuve que ver morir así a mi madre, no hace falta imponerles esto.

Haner se dirigió al saliente abierto más cercano y voló hacia la Iglesia y la casa rectoral. La noche seguía despejada y llena de hermosas estrellas, el aire era frío pero limpio y sabía a los lejanos abetos; la joven no pudo evitar sentir un gran alivio al estar fuera y lejos de la sangre y el dolor.

La casa rectoral estaba a oscuras y tuvo que despertar tanto al pastor como a su esposa para explicarles quién era y lo que quería.

—Si la Eminente está muriendo, es una emergencia, iré volando —declaró al fin el pastor mientras se envolvía la garra con los cordones rojos para poder atarse las alas de nuevo tras llegar a Daverak. Haner quería preguntarle si habría ido caminando al lecho de muerte de un granjero, o quizá no hubiera ido hasta el amanecer—. ¿Se ha informado al Ilustre? —preguntó el pastor mientras volaban—. Alguien debería ir a notificárselo de inmediato, a Irieth.

—No hay nadie que vuele —dijo Haner, y solo entonces se dio cuenta de lo ridículo que era aquello, cuando había tantos granjeros en la propiedad—. Encontraré a alguien al que pueda mandar —dijo la joven.

—Es posible que la señora no dure hasta su regreso —le advirtió el pastor— si está tan mal como usted dice. Irieth está muy lejos. Pero Jurale es misericordiosa y quizá sí aguante.

Aterrizaron en el saliente. Ya estaba muy avanzada la noche. En la hacienda parecía reinar un silencio antinatural. Haner olió la sangre de inmediato aunque habían limpiado el suelo. El médico salía de la cueva dormitorio de Haner cuando llegaron allí.

—Ha muerto —dijo sin extenderse.

—Ese no es su dormitorio —dijo Haner—. Es el mío. El suyo está pasillo arriba.

—Quizá este estaba más cerca —dijo el médico mirándola con una expresión extraña. Era el que estaba, comprendió Haner, mucho más cerca. Pero ojalá Berend no hubiera muerto en su habitación, sobre su oro y sin nadie a su lado.

El pastor entró, solo. Levantó una garra para impedir que Haner pasara de la puerta. La joven esperó, paralizada.

—¿Dónde está el ilustre Daverak? —preguntó el médico.

—En Irieth, por negocios —respondió Haner.

—Es lamentable que haya tenido que ocurrir esto mientras él estaba fuera —dijo el galeno.

—Se cuidó mucho —dijo Haner—. Ella quería esta nidada. Estaba deseando tener el tercer huevo. Estaba comiendo bien.

—Es algo terrible —dijo el médico—. No era ella al final.

Haner se preguntó qué le habría dicho Berend pero no se atrevió a indagar.

El pastor salió relamiéndose. Haner ni siquiera pudo permitirse comenzar el duelo empezando a comer el cuerpo de su hermana, sabía que debía esperar a Daverak. Fue solo entonces cuando se dio cuenta de lo sola que estaba allí. Daverak la había acogido porque era la hermana de Berend. Con Berend muerta, ¿estaría preparado para seguir acogiéndola? Berend había dicho que le caía bien a su marido, pero también había dicho que ya no completaría la dote para que pudiera casarse con Londaver. Era inútil maldecir a Daverak por ser tan arrogante y egoísta, o a Londaver por ser pobre y débil, o a sus propias manos por no ser garras. Fueran lo que fueran, ella estaba en su poder a pesar suyo. Por fin lloró, fuera de la habitación donde yacía Berend, y el pastor y el médico pensaron que era lo más decoroso, pues no podían saber que derramaba aquellas lágrimas más por su propia situación que por su hermana muerta.

XI. El amor de una doncella
41
Una tercera proposición de matrimonio

Si devolvemos nuestra atención y cuidado a dos semanas atrás en el tiempo y sesenta horas de vuelo hacia el oeste, el lector atento no habrá olvidado, aun entre las emociones de Irieth y los dramáticos acontecimientos de Daverak, que la última vez que vimos a Selendra, Sher y los dragoncitos, estos estaban perdidos en una cueva de las profundidades de las montañas Benandi y las cataratas Calani.

Allí volveremos a reunimos con ellos, en la inhóspita humedad de la glacial caliza, corriendo hacia la luz del día que Sher había vislumbrado; y tanto corrieron en realidad que a punto estuvieron, con los apuros, de caerse por otro pozo. Sher se salvó al borde mismo y se paró tan de repente que los dos dragoncitos, que venían inmediatamente detrás, le pisaron la cola.

Sher se asomó al pozo.

—La luz viene de ahí abajo —dijo—. Parece una cueva importante. Creo que tendremos que bajar.

—¿Es buena idea ir adentrándonos así, cada vez más? —preguntó Selendra, nerviosa.

—De aquí es de donde parece provenir la corriente de aire —dijo Sher sin darle una respuesta directa—. Yo iré primero y me llevo a Wontas. Hay una luz deslumbradora ahí abajo, no podemos estar muy lejos del exterior. Pero hace que sea mucho más difícil ver. Esperad ahí hasta que os llame.

Sin más vacilaciones, Sher cogió a Wontas y se lanzó por el borde. Selendra se adelantó para colocarse en el espacio que había dejado el dragón. Gerin se acurrucó a su lado y miró por el canto. La joven se dio cuenta de inmediato de a qué se refería Sher al hablar de la luz. Allí atrás había estado inmersa en la oscuridad familiar y acogedora de cualquier cueva. Ahora, al inclinarse sobre el margen resbaladizo, había demasiada luz para ver sin cubrirse los ojos con los párpados internos, pero eso oscurecía más la visión que si no hubiera ninguna luz.

La joven dragona esperó, incapaz de ver mucho, durante lo que le pareció bastante tiempo. Sintió un goteo incómodo en el cuello, agua cargada de cal, lista para hacer crecer un colmillo de piedra caliza en sus escamas si esperaba allí mucho más. Pensó en el tesoro medio comido y se imaginó los dientes que crecerían entre sus escamas caídas y sus huesos. Gerin empezó a decir algo pero su tía lo hizo callar, no quería perderse nada de lo que pudiera decir Sher. Ya casi se había convencido de que su amigo había conseguido matarse en las profundidades antes de oír su voz, fina y llena de resonancias.

—Es un poco complicado pero estamos fuera. ¿Me oyes, Selendra?

—Sí —exclamó Selendra, muy aliviada.

—Es una cueva grande y hay una ranura que lleva al exterior a medio camino de la pared. No hay saliente ni cueva, solo una ranura. Lo difícil es arreglárselas para volar directamente al exterior y luego bajar hacia donde puedas aterrizar, más abajo. He dejado a Wontas allí, en el suelo, al lado de un pequeño arroyo. Sé dónde estamos, más o menos, aunque tendré que subir bastante alto para comprobarlo. Pero una cosa es segura, estamos mirando justo hacia el oeste, al sol poniente, con lo que resulta difícil ver bien.

—¿Y ahora dónde estás? —preguntó Selendra mientras intentaba contener el pánico.

—Fuera, dibujando círculos en el aire. Es demasiado escarpado para poder posarme. No es un risco, es un precipicio.

—¿Y dónde está la ranura, según mi perspectiva?

—Justo hacia el oeste, tú la tienes delante, debajo de ti.

—Entonces asegúrate de no ponerte en medio porque allá vamos —exclamó Selendra. Luego esperó un momento, cogió aliento y tensó los músculos para la inmersión en esa luz incierta.

Jamás supo cómo lo había conseguido Sher. Aun sabiendo que la ranura estaba allí, y sabiendo que no había ningún sitio donde posarse al salir, casi lo único que pudo hacer fue agarrar a Gerin con fuerza y dejar que sus alas la bajaran y luego la empujaran, rumbo al centro de aquel espacio. Estaba casi ciega cuando salió directamente a la luz. El hueco, o ranura, como la había llamado Sher, no era grande. Voló hacia él, luchando contra el aire húmedo y la sensación de que la cueva quería absorberla y tragársela.

Una vez en el exterior, pudo ver. Una pendiente mediocre de rocas tiradas y hierba yacía bajo ella, con unos cuantos corderos de lana pastando sin preocupaciones entre los cantos rodados. Al final de la pendiente corría un arroyo pequeño y rápido, luego se elevaba otra pendiente, no tan alta ni tan escarpada como su cumbre y tras ella, otras cumbres. Bajó volando hacia el arroyo, disfrutando de la calidez y el movimiento del aire limpio del exterior. Al bajar, perdió el contacto directo con los rayos del sol y de repente hizo frío, mucho más frío del que había hecho en la cueva. Vio a Wontas, que bebía con torpeza del agua, con la pata rota recogida contra el pecho.

La joven aterrizó tan cerca de él como pudo y luego miró a su alrededor en busca de Sher. Estaba en el cielo, en lo más alto, dibujando círculos.

—Sher dijo que iba a subir hasta que viera por dónde tenía que ir para recoger la cesta —dijo Wontas mientras levantaba la cabeza y le chorreaba el agua de la boca.

Selendra extendió las alas, sentía la necesidad de estirarlas después de pasar tanto tiempo en condiciones tan incómodas. Las plegó, luego las volvió a abrir por completo y arqueó la espalda. Solo entonces dobló el cuello para beber. El agua estaba helada y le dolieron los dientes al tocarla.

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